Uno no se inscribe a un Ironman 70.3 porque le guste sufrir. Uno se inscribe porque, en el fondo, quiere probar que todavía tiene el control sobre algo. Que no todo depende del tráfico, del dólar, de los jefes, del sistema, de los favores, del apellido, del partido político o de la EPS. Uno se inscribe porque quiere hacer de su cuerpo una declaración de principios. Y su alma, un terreno de batalla.
Prepararse para un Ironman 70.3 —ese híbrido temible entre 1.9 km de natación, 90 km de bicicleta y 21 km de trote— no empieza cuando suena el cronómetro. Empieza muchos meses antes, en la madrugada, cuando todavía el cuerpo suplica por cinco minutos más de sueño y uno, con una mezcla de culpa y terquedad, decide que no. Que hay que salir. Que hay que nadar. Que hay que pedalear. Que hay que correr.
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Es, en muchas formas, la misma lógica que tienen los sueños en Colombia. Solo que aquí, las transiciones no son entre deportes, sino entre oficios. De ser profesor a vendedor informal. De estudiante a madre cabeza de hogar. De profesional titulado a migrante en su propio país. El colombiano que sueña también se levanta más temprano que el sol, suda sin garantías, se cae sin seguro, compite sin patrocinio. Y aun así, no se rinde.
Porque, así como el triatleta entrena sin saber si cruzará la meta, el colombiano trabaja sin saber si ese empleo le durará un mes más. Porque, así como al corredor le sangran los pies en el kilómetro 19, al estudiante se le agotan las fuerzas cuando le toca decidir entre el transporte o el almuerzo. Porque, así como en la bici hay viento en contra, en la vida hay sistema en contra.
Pero —y este es el verdadero punto— hay algo que ambos comparten: el propósito.
Los entrenadores dicen que un Ironman no se corre con las piernas. Se corre con la cabeza. Yo agrego: también con el corazón. Y en Colombia, eso lo entendemos bien. Porque aquí el talento no es suficiente: toca tener aguante, berraquera, fe. Lo mismo que se necesita para pasar la línea de meta con el cuerpo descompuesto pero la dignidad intacta.
Y entonces uno entiende que esto no se trata de deporte. Se trata de resistencia. De decirle al cuerpo —y al país— que no nos van a quebrar. Que, aunque todo parezca en contra, aunque cada kilómetro sea más difícil, vamos a llegar.
Yo vi en la cara de los que terminan el Ironman algo parecido a lo que he visto en quienes logran cumplir sus sueños con años de trabajo silencioso: una mezcla de agotamiento y gloria, una expresión que no grita victoria, pero que la respira. Esa mirada de quienes, en silencio, sin reflectores, con dolor, con miedo, con dudas… aún así llegan. Porque los sueños, como las metas, no se alcanzan corriendo más rápido, sino creyendo más fuerte.


César Orlando Amaya Moreno
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