Estamos ante una inminente y violenta guerra en el suroccidente colombiano, particularmente en el Valle del Cauca, donde la supuesta «Gran Alianza», integrada por capos como Alacrán Jr., Pipe Tuluá, Comba y Diego Rastrojo, busca recuperar el control territorial enfrentando a herederos de antiguos narcos como Iván Urdinola y Wilber Varela. Según fuentes cercanas a carteles extintos, el secuestro del niño Lyan Hortúa, hijo de alias “mascota” un exlugarteniente de Los Rastrojos, expone estas tensiones, ya que la alianza no intervino en el caso, priorizando reclamos económicos. Diego Rastrojo, discípulo de Jabón, lideraría este movimiento para recuperar su influencia histórica, marcando un presente y futuro aterrador para la región debido a la reconfiguración narcoterrorista en curso.
El secuestro de Lyan, un niño de 11 años en Jamundí (Valle), ha sacudido al país, en la medida que lo revictimiza, así como a todos los niños que han sido secuestrados o reclutados en esta guerra inhumana en que se sumerge Colombia hace décadas. Aunque el niño fue liberado tras 18 días de cautiverio, la historia detrás de su secuestro revela una compleja trama de violencia, narcotráfico y venganzas entre clanes criminales que amenaza con desestabilizar la región y, por ende, al país entero, dejando al descubierto una realidad alarmante frente a nuevas estructuras criminales organizadas que rememoran los días más oscuros del narcotráfico colombiano.
Según informaciones recientes, el secuestro no fue un acto aislado, sino una represalia vinculada a una antigua deuda relacionada con el narcotráfico. El padre del menor, asesinado en 2013, era un líder del grupo paramilitar Los Rastrojos, y la banda habría ordenado el secuestro como represalia por presuntas propiedades en disputa, para lo cual subcontrataron a las disidencias narcoterroristas de las FARC para ejecutar dicho secuestro.
Acá se agrava la situación, con la aparición de una supuesta organización llamada «La Gran Alianza» que ha generado la mayor preocupación por la reconfiguración del crimen organizado, con alianzas entre bandas locales y grupos armados como las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo .
Este panorama nos remonta a los años 80 y 90, cuando carteles como el de Cali y el del Norte del Valle dominaban el país con su violencia y poder. Aunque estos carteles fueron desmantelados, sus estructuras y prácticas han perdurado, adaptándose a nuevas generaciones y contextos. La presencia de antiguos capos del narcotráfico en la región y la expansión de nuevas organizaciones criminales evidencian un epicentro del narcotráfico en Colombia. Situación que plantea serios interrogantes sobre la efectividad de las políticas de seguridad y la implementación de la “Paz Total” del actual gobierno nacional, siendo esta reconfiguración narcoterrorista la primera en jerarquía por todo su poder económico, político y armado, al punto que las guerrillas disidentes tienen un papel secundario y muy operativo en la nueva cadena del crimen.
El Fracaso de dicha política de “Paz Total”, a ojos de expertos, se origina en la falta de un marco jurídico de Justicia Transicional, indispensable para desmovilizar grupos armados -los vacíos legales pueden conllevar indultos-, y en medidas improvisadas como las Zonas de Ubicación Temporal, que replican errores pasados sin garantizar seguridad a civiles, sumado a la incoherencia estatal basada en diálogos infructuosos con guerrillas y procesos urbanos colapsados por falta de planeación, pero que el gobierno habría legitimado al otorgarles estatus político. Estas contradicciones no solo normalizan estructuras criminales, sino que exponen una estrategia desarticulada que, lejos de resolver la violencia, la perpetúa bajo la sombra de un Estado que oscila entre gestos simbólicos y complicidad indirecta.
Si bien el gobierno ha buscado negociar con grupos armados ilegales, la realidad en el terreno muestra que los dueños del negocio son estas organizaciones que continúan operando con impunidad, afectando a la población civil y desafiando la autoridad del Estado, por lo que es imperativo que las autoridades nacionales en coordinación con las locales, redoblen esfuerzos para desmantelar estas estructuras criminales, fortaleciendo la presencia institucional en el Valle del Cauca y así garantizar la seguridad de los ciudadanos antes que sea demasiado tarde.
El secuestro de Lyan Hortúa debe ser un llamado de atención para no repetir los errores del pasado y evitar que regresemos a la época de los grandes carteles de la droga y el reconocimiento internacional de Colombia como un país paria.


luis fernando ulloa
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