En el siglo XXI, estamos presenciando el surgimiento de una nueva forma de poder que no se encuentra limitada por las fronteras geográficas: los Estados digitales. Estas entidades, encarnadas en plataformas como Facebook, X (antes Twitter) y TikTok, no son simplemente corporaciones tecnológicas. Se han convertido en territorios virtuales, habitados por miles de millones de usuarios que interactúan, producen, consumen y, a menudo, son gobernados por reglas que no eligieron.
Los Estados digitales han democratizado el acceso a los mercados y a la migración laboral. Ya no es necesario cruzar físicamente una frontera para trabajar en otro país; basta con un perfil en plataformas de trabajo remoto o el desarrollo de competencias digitales. Este fenómeno ha permitido que las economías locales accedan a mercados globales y que las personas encuentren oportunidades que antes eran impensables.
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En estos espacios digitales, los saberes también se han convertido en moneda de intercambio. Las barreras geográficas se disuelven, creando un espacio para una nueva era de interconexión y enriquecimiento mutuo. Un muralista en Bogotá puede inspirar a un artista en Seúl; un emprendedor en Lagos puede colaborar con un programador en Berlín. Esta virtualidad, aparentemente neutral, es presentada como el ideal cosmopolita de la globalización: acceso, oportunidad y creatividad sin fronteras.
Sin embargo, como toda utopía, esta promesa lleva en su interior un germen de distopía.
Los Estados digitales no son democráticos. Están gobernados por algoritmos, códigos opacos que obedecen a intereses corporativos, y no a principios éticos o democráticos. Mark Zuckerberg, Elon Musk o Zhang Yiming (fundador de TikTok) no son simplemente empresarios; son los líderes no electos de entidades que, en términos de alcance, superan a muchos países soberanos. Estos nuevos “supra gobiernos” acumulan un poder desproporcionado: manejan economías más grandes que las de naciones enteras y poseen la capacidad de influir en las decisiones de gobiernos formales, incluyendo elecciones.
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La manipulación de las democracias es quizás el riesgo más visible. Plataformas como Facebook han sido acusadas de incidir en procesos electorales, desde el referéndum del Brexit hasta las elecciones presidenciales en Estados Unidos y Brasil. Los algoritmos no solo distribuyen información, sino que la diseñan, priorizando el contenido que maximiza las interacciones, aunque esto signifique polarizar sociedades, incitar al odio o difundir desinformación. Los “supra presidentes” no necesitan tanques ni ejércitos, porque gobiernan a través de flujos de datos y narrativas controladas.
Con la llegada de la inteligencia artificial, este fenómeno se profundiza. Los Estados digitales están integrando IA en sus algoritmos, lo que les permite gestionar una cantidad de datos inimaginable y predecir comportamientos con una precisión aterradora. Pero esto no se detiene en la predicción; la IA comienza a tomar decisiones por nosotros: qué vemos, qué compramos, qué creemos.
La verdadera amenaza no es solo el poder centralizado de los Estados digitales, sino la posibilidad de que la superinteligencia trascienda a sus propios creadores. En su búsqueda de eficiencia y optimización, la IA podría asumir el rol de gobernante supremo. Esta posibilidad abre las puertas a un orden apocalíptico o distópico, donde la autonomía humana se subordina completamente a la autonomía de las máquinas.
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La cuestión no es si los Estados digitales y la inteligencia artificial deben ser regulados, sino quién tiene la autoridad para hacerlo. Las democracias formales, debilitadas por la fragmentación interna y la desconfianza en las instituciones, parecen impotentes frente a estos nuevos actores globales. ¿Puede el legislativo tradicional competir con el dinamismo de los algoritmos? ¿Es posible someter a los supra presidentes a las reglas de las democracias?
El desafío, por tanto, es doble: evitar que los Estados digitales se conviertan en supra gobiernos que manipulen y controlen, y garantizar que la inteligencia artificial no nos lleve a un mundo donde la humanidad ya no sea necesaria. La historia de la modernidad nos ha enseñado que el progreso sin reflexión conduce al desastre. Estamos ante un momento kantiano: debemos atrevernos a pensar antes de que las máquinas lo hagan por nosotros.