Según la definición de Jenny Pearce, profesora del London School of Economics, una élite está compuesta por personas, grupos o redes que son capaces de definir cómo se ejerce, se reproduce y se transforma la dominación en una sociedad. Si esto es así ¿por qué miles de brasileros se movilizaron violenta y rabiosamente con consignas que pedían que Lula volviera a la cárcel, desconociendo los resultados de la justicia, de la separación de poderes y de la democracia misma? ¿Están ellos también defendiendo inconscientemente el statu quo?
Mientras irrumpían en el Congreso Nacional, la Presidencia y el Supremo Tribunal Federal, se veían pancartas con frases como “Dios por encima de todo” y otras frases pidiendo que Lula regrese a prisión y salvar a Brasil del “terror del comunismo”. ¿Cómo es que estas consignas carentes de evidencia logran la popularidad necesaria para que las personas salgan a la calle a defender los intereses de una élite neoconservadora y anti-derechos? Esta misma situación está ocurriendo en más de un país en la región, por supuesto con matices.
Lo primero es que la radicalización de varios grupos de élites también implicó el incremento calculado, programado y financiado de las rabias sociales y los discursos de odio. Aunque muchos sectores en varios países como el propio Brasil y Chile lograron integrarse a los cambios, otros grupos políticos quedaron excluidos, recurriendo en muchos casos a alianzas non-sanctas o violentas con el narcotráfico y la criminalidad organizada, con el fin de recuperar influencia política y cambiar a su favor las reglas de juego. La política se encareció enormemente y Brasil no estuvo exento de esto. Incluso durante los mandatos de Lula y posteriormente de Dilma Rouseff, la financiación tanto al movimiento anti-derechos como a políticos estatales fue una constante cada vez mayor, y las élites encontraron en la personalización de la rabia la mejor forma de volver al poder.
Desde ahí resultan entendibles varias cosas: la primera es que, a diferencia de otras manifestaciones espontáneas, ésta tuvo semanas de organización a través de grupos de WhatsApp y cadenas de mensajería, donde es cada vez más fácil mantener a la sociedad segregada y divulgar noticias falsas. Incluso, medios brasileños han señalado la pasividad de la policía acompañando a los manifestantes hasta la plaza de los tres poderes y la financiación de transporte para quienes participaron en la movilización. Esta manifestación fue tan poco espontánea, que días antes, los bolsonaristas acampaban afuera de bases militares de Brasilia, intentando llamar a las fuerzas armadas a dar un golpe de estado y promulgando reminiscencias a las dos décadas de dictadura militar que sufrió el país.
Pese a que se estaba advirtiendo desde diciembre que esos campamentos podían incubar acciones violentas, no se tomaron suficientemente en serio, probablemente porque – al igual que en otros países – hemos subestimado el alcance de los discursos de odio, equiparándolos erróneamente a las demandas de equidad o justicia social. Este error puede llevar a una crisis democrática sin precedentes no solo en Brasil, sino en la región.
No hay una respuesta simple a qué hacer, porque en el mundo de la crispación, la democracia va en declive. Adicional a lo anterior, nuestra tendencia a la excesiva personalización de la política juega hoy en contra. No es gratuito que los manifestantes pidan como única demanda que Lula vuelva a la cárcel, y tampoco lo son las amenazas de los sectores bolsón aristas de impedir a toda costa que esta presidencia obtenga buenos resultados. Mientras tanto, en medio del caos, la vuelta al poder de las élites que habían sido excluidas del poder puede ir ganando los espacios perdidos, mientras la ciudadanía se empecina en la peor de las trampas: enfocarse en las personas tanto en su ataque como en su defensa y renunciar a la democracia como sistema de gobierno.
Mientras tanto, nuestras instituciones, que habían logrado también avances fundamentales en derechos para minorías, para las mujeres, para los grupos excluidos y las diversidades también se van lentamente convirtiendo en el enemigo de estos mensajes vacíos y rabiosos. En el mundo de la política crispada, la democracia va en declive. Por eso, defender las instituciones democráticas hoy pareciera ser una tarea de la izquierda y del progresismo. No puede ser un tema menor, pero se necesita mucho más énfasis en la producción de resultados. Lula la tiene difícil. Esta vez será mucho más difícil tener el capital político para producir los acuerdos necesarios para gobernar, mientras que del otro lado basta con seguir alimentando la hoguera ya encendida.
Ante esto, creo que puede ser una buena idea intentar la integración regional para producir resultados comunes. El acercamiento con Brasil, la protección de la Amazonía, la ampliación de la democracia, la lucha anticorrupción, la defensa de los derechos de las mujeres y diversidades, son temas que desde Colombia vemos con mucha esperanza y que pueden ayudar a crear el tejido democrático que nos permita avanzar sobre lo construido. Por ahora, repitan conmigo: no se usa la democracia para atentar contra la democracia. Y no, no es compatible este neofascismo con la democracia, ni es lo mismo el movimiento social que el anti derechos. Es una buena consigna, ¿no les parece?
Laura Bonilla