Cuando el día 19 de diciembre del pasado año Gabriel Boric ganó con holgura las elecciones para la presidencia de Chile sobre el ultraconservador José Antonio Kast, muchos millones de ciudadanos de diferentes partes de la región celebraron la llegada de la tan deseada “izquierda”.
La juventud del nuevo presidente hacia presagiar unos cambios drásticos, pero positivos, en la sociedad chilena, hastiada del gobierno de Sebastián Piñera, que les estaba ahogando desde el punto de vista de las libertades, así como del progreso económico que era el gran sueño de esas generaciones.
No bastaban las décadas de bienestar económico y social de la otra izquierda, eso sí, mucho más moderada que lideraron principalmente Ricardo Lagos y más tarde Michelle Bachelet.
No parecían suficientes las reformas constitucionales que ambos gobiernos impusieron para moderar la constitución de 1980. No eran suficientes las reformas fiscales, educativas, sanitarias y pensionales que hacían de Chile la envidia de las democracias de América Latina.
Marchas de 2019
Las manifestaciones de 2019, encabezadas entre otros por el propio Boric, trataron de derribar al gobierno conservador del momento, pretendiendo crear la suficiente capacidad de autocrítica social e institucional, para armonizar una propuesta de una nueva constitución, que reflejara la realidad del país y de la sociedad en general.
Hasta ahí todo bien. Los jóvenes habían ganado el mano a mano al ‘establecimiento’ y conseguido lo más ansiado por los ideólogos del plan inconformista: cambiar Chile. Y digo cambiar, porque el objetivo no era sólo modernizar las instituciones o mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. El objetivo era cambiar el país hasta llevarlo a un camino sin retorno.
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El plebiscito fue ganado por los que querían una nueva constitución con el 78,28% frente al 21,72% que lo rechazaron. Los 154 constituyentes elegidos se pusieron a la ardua tarea de entender la Constitución anterior y crear una nueva a gusto de todos. La gran mayoría eran jóvenes procedentes de organizaciones sociales de izquierdas y sólo algunos, un poco más de una quincena, venían en representación de las fuerzas políticas de siempre.
El nuevo texto le caminó por la izquierda al presidente Boric, recién elegido, quien organizó un gobierno de consenso con las fuerzas políticas que lo ayudaron y que deseaban cambios, pero ordenados. Mal redactada, y claramente hecha con el rencor del recuerdo del pasado pinochetista, el resultado es confuso y desafiante.
Crea un gran desorden en la interpretación sobre como gobernar y ser gobernadas las poblaciones indígenas. Poco exhaustivo en el reconocimiento de determinados derechos, algunas reformas (la propiedad del agua) crean más confusión que tranquilidad. Aciertan con propuestas de libertades individuales muy adecuadas para los tiempos que vivimos y desgraciadamente se alejan de crear consensos para mejorar los instrumentos del Estado en beneficio de la ciudadanía.
Horas decisivas
Se les fue la mano con el cambio. Parece como si los constituyentes quisieran refundar el país y volver a comenzar todo de nuevo, sin importarles lo bueno de las instituciones o el bienestar económico y social conseguido hasta ahora. En pocas horas se va a votar si se aprueba o no el texto. Los seguidores de uno y otro bando tratan de inclinar la balanza sobre el sentido del voto. Los partidarios del “desapruebo” parecen que van ganando según las encuestas que se han publicado estos últimos días.
Hay un consenso sobre los desatinos del texto, pero también hay voluntad de hacer cambios una vez aprobado el mismo. La derecha, como es lógico, desconfía ante la falta de diálogo con las organizaciones juveniles de izquierda, que ayudaron a desarrollar la nueva Carta Magna.
El joven presidente tiene ante sí un mar de dudas. Si se aprueba y entonces somete la nueva constitución a las reformas que sectores más conservadores ven necesarias, en contra de la opinión mayoritaria de sus seguidores o por el contrario se “desaprueba” y ve llegar su primera derrota política importante. En ambos casos tiene que hacer cambios en su gabinete que ayuden a consensuar las necesarias reformas que devuelvan la tranquilidad institucional al país.
La moraleja de esta situación es sencilla, “no por mucho madrugar amanece más temprano”. La constitución es necesaria, la gran mayoría de las reformas también, pero hay que guardar las formas( en política son fundamentales), sobre todo para convencer a una sociedad muy informada y que ha sido por años la envidia de los modelos de desarrollo en el vecindario regional.