Vivimos atrapados por el algoritmo, ese diosecillo del placer, que nos muestra sin cesar todo aquello que nos puede interesar. Su fin no es otro que motivarnos a la compra, a perder el tiempo, a entretenernos y, sobre todo, a no dejarnos pensar.
No me avergüenza decir que en casa me acusan de estar enganchada, como los drogadictos, niego siempre la mayor. Y puede que lo esté. En las redes sociales, sobre todo Facebook, encuentro artículos interesantísimos de la NASA, del mundo salvaje (parece que se recuperan especies que se creían extintas), pero también me pongo al día de avances científicos que son esperanza para el mundo, como las bacterias come plásticos, y descubro testimonios de gente que hace cosas maravillosas o narra sus encuentros personales con Dios. Todo eso me anima a leer y saciar esa parte de mi curiosidad. Lo cierto es que leo tantos artículos que si no apunto las ideas, no recuerdo nada. En el fondo es un consumo fagocitador de información que pocas veces me deja lugar a la reflexión, porque salto de un contenido a otro, y no se me ocurre parar, no vaya a ser que si paro, la noticia siguiente, desaparezca.
A veces sin pensar abro Instagram, más dirigida a la venta (ya sea de bienes o personas) y pierdo otro ratico más mi tiempo. El famoso algoritmo sabe engancharme con videos de humor blanco, con tiendas de slow fashion y con las historias de mis antiguas compañeras del mundo beauty, que siempre cuentan las novedades, con psicología de calidad y también ese barata de “sé tu mismo”, que me trago con arcadas porque en el fondo pienso que tenemos que ser la mejor versión de nosotros mismos.
El celular a cuestas
Por una cosa o por otra, siempre ando con el teléfono en la mano; para cocinar esa receta que no recuerdo bien y con la que quiero sorprender, tengo miles guardadas en mi perfil; para hacer la tabla de ejercicios, esa que empiezo cada lunes y acabo cada martes; para combinar las prendas del armario, una se aburre de las mismas combinaciones aunque viva en el campo, rodeada de bosque y saque a los perros muy temprano; hasta ir al baño muchas veces lo hago con el teléfono en la mano, ¿les ocurre lo mismo?
Para evitar seguir presa de ese algoritmo me he apuntado a un club de lectura, y me consta que no soy la única, tengo amigas que llevan años en sus clubes de lectura y he descubierto que hasta la rubia legal de Hollywood, Reese Witherspoon, tiene uno desde hace tiempo: Reesesbookclub, y Oprah Winfrey, otra lectora empedernida, comenta y recomienda todo lo que lee en sus redes sociales.
Puede leer más artículos de Almudena González Barreda
En España, México, Argentina, en Colombia crecen los clubes de lectura y a mi se me abre en el alma un brote de esperanza al saber que la tendencia es al alza y que el libro no está muerto, que pervive a pesar del algoritmo, de los videojuegos, de las series… Entiendo que no son los jóvenes de 15 a 25 años el público mayoritario de un club de lectura, pero seguro que llegan a ellos más tarde que temprano.
Intento explicar a mis hijos que la magia que uno puede encontrar en las páginas de un libro es incomparable a la experiencia de la mejor película de cine en 3D. Que esa magia dura y perdura en uno mismo, que en cierta medida leer nos conforma, nos edifica y nos enseña otros modos de mirar una realidad que podríamos creer cercana; que sin ser nuestros esos ojos del alma con los que escriben los dotados, nos dan una visión del mundo más amplia, más rica, más plena. Abrir un libro es entrar; en ocasiones en la intimidad, o el mundo de otro, y vivirlo, esto es, hacerlo propio. Es también amar un poco, y lo haces hasta el final, cuando cierras la última de sus páginas. Y lo mejor es que vuelve a comenzar cada vez que se abre otro libro.
Joyas literarias
Yo este año he querido ser la Ana de Delibes, esa que era motor de un artista. O la España, de Carla de La Lá, y gozar al máximo la vida en un Madrid que pasa de lo casposo a la movida con ella de protagonista. He llorado de ternura con Zezé, ese niñito endemoniado que se me agarró al pecho y me tuvo leyendo y enganchada dos días enteros de verano, con sus noches. ¡Cómo lloraría que mis hijos, conmovidos, vinieron a consolarme! He descubierto, leyendo a Stefan Zweig, el quid del ser alemán, que tanto he ansiado encontrar: “ En vez de la eficiencia alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa”. Y he terminado ese ensayo maravilloso de María Elvira Roca, Imperiofobia y la Leyenda Negra, que creo que debería ser como el Quijote, un manual de estudio en la educación de nuestros hijos.
¡Ay, amigos, qué de momentos maravillosos pasa uno leyendo!, claro que también hay libros aburridísimos, pero de esos libros me quedo con el título y si alguien me habla de ellos, siempre respondo con un: “me aburrí y no lo terminé”, mi voluntad no está para leer cosas en las que no puedo penetrar, da igual que sea un ensayo, una novela o un reportaje, cuando no, no. No es tanto el autor, tengo miles sin leer, es la historia, el tema, la narrativa… Es un todo que cuando no encaja, no merece la pena seguir leyendo, porque aquí, a la lectura, se viene a pasarlo bien.
Batallas por ganar
Lo bueno del club de lectura es que siempre hay alguien (normalmente el que lleva la voz cantante) que recomienda y guía. Y llegado el día se habla del libro, se abre el debate y entonces la magia vuelve a surgir, porque ahora te empapas de las experiencias de los otros que han leído lo mismo y descubres matices que se te pasaron por alto. Estar en un club de lectura es algo valiente, audaz, porque seguro que ocurrirá que en algún momento del debate abrirás tus ideas al mundo, y eso edifica, y forma carácter, y para los tímidos, será una gran conquista de sí mismos. Además estar en un club de lectura es algo hasta rebelde, transgresor o ‘punky’, porque la mayoría no lee, la mayoría vive atrapada en ese algoritmo. Es interactuar con otros y conectarse de un modo u otro a algo superior a ellos mismos: el arte de la literatura.
¡Ojalá a mis hijos les gustara tanto leer! En casa hay dos batallas que tengo casi perdidas; la ingesta de fruta y la lectura. De la fruta no me extraña porque en Alemania es mala. Pero la lectura… tal vez ahora que estoy menos a merced del algoritmo y que abro cada semana un libro, empiece a calar eso que dicen del ejemplo porque leer es siempre ganancia de jugadores. ¿No creen?