La banalización de la corrupción

Hace unas décadas, un sentenciado a muerte, condenado por asaltar un banco y haber asesinado a varias personas durante el asalto, fue preguntado sobre su declaración final; ¡maldigo a mi madre! dijo. Sorprendidos los funcionarios, la madre y el pastor le preguntaron el porqué de su afirmación. Cuando yo era niño, continuó, tomé de la cartera de mi madre 10 centavos sin ninguna autorización, y ella no me corrigió al darse cuenta, ni me reprendió ni hubo una enseñanza al respecto; si lo hubiera hecho, muy seguramente yo no estaría a punto de afrontar esta pena de muerte (adaptado de una historia real que es un poco más violenta).

Los pequeños actos de desviación a lo correcto como lo entiende una sociedad, sutiles podrán algunos decir, pueden tornarse en las enormes brechas de comportamiento de los ciudadanos pasado el tiempo. Parte del problema estructural de educación* sobre la ética y el comportamiento social contrarios al bien general está basado en que hemos relativizado lo que no está bien, hasta el punto de volverlo banal, y en esa debilidad conceptual dar paso a la inversión de los valores que valida como vivo, inteligente y sagaz a quien roba recursos que no le pertenecen o hace trampa a una ley. (*La educación en el sentido trascendente de Freire, que radica en la capacidad de pensar y desarrollar el pensamiento crítico, y no en la adquisición y repetición de memoria de conocimientos).

Surgió en estos días el conflicto con los motociclistas que permite ilustrar toda esta problemática. La ciudad de Bogotá está adoptando la prohibición del parrillero hombre (segundo pasajero) en las motos en algunos horarios para prevenir hechos delictivos cometidos con la ayuda de esos aparatos. Antes de estar vigente la norma ya se ha mostrado la forma de evadir el control de su cumplimiento usando un casco que tenga adherido pelo largo para simular que su usuario es mujer.

La cultura reinante hace que las personas sonrían ante esto y exclaman frases como ”que ingenio”, “que inteligencia” y otros más elaborados como “los mercados siempre encuentran la forma” (mercados en economía), como si no se estuviera ante una falta potencial ante la ley, como si no fuera el clásico “hecha la ley, hecha la trampa” y con un avance sorprendente que consiste en anticiparse a la promulgación de la ley. Es decir, sublimando la trampa.

Cualquier desviación a lo que “debiera ser”, a lo que está establecido como correcto en una sociedad, es una corrupción; en su acepción de “deterioro de valores, usos o costumbres” (RAE) y no sólo en el sentido de robar plata del Estado, que obviamente también lo es. Hay quienes dicen que en el sector privado se llama fraude, o como en el caso de las motos es una trampa. No importa como se le diga, o como se le quiera clasificar por los más académicos a quienes les gusta recitar lo aprendido en la facultad, todas las palabras significan un deterioro de los valores y por tanto todas significan corrupción.

Esto es de la mayor importancia porque, sin duda alguna, es la corrupción el más grave problema de los colombianos. A raíz de nuestra cultura de corrupción se explican prácticamente todos nuestros demás problemas, desde el narcotráfico, pasando por la violencia, hasta la “pequeña” propensión de los ciudadanos comunes a saltarse las reglas, como violar el orden en una fila irrespetando a sus congéneres. Ninguna forma, grotesca o sutil, se puede tolerar porque, como en la historia del condenado a muerte, las sutiles desviaciones de hoy engendrarán las terribles situaciones delictivas de mañana.

De ninguna manera podemos andar banalizando lo que es corrupto, porque el mensaje que se lanza es que saltarse la ley, hacer trampa y ser corrupto, es permitido, es consentido e incluso es admirado. Hay que ser enfáticos en que el inicio de una solución radica en esta claridad, en una frontera diáfana entre lo que está bien y lo que no, usando el marco legal que nos cobija.

Si es que el marco legal está mal, entonces lo que corresponde es mejorarlo, pero el cumplimiento de la norma debe ir hasta que se logre cambiar (muy claro en la filosofía de calidad japonesa de los 70). Hay quienes piensan que la norma promulgada con este tipo de restricción crea incentivos para que los motociclistas adopten un comportamiento tramposo dado el actual contexto de cultura reinante y capacidad coercitiva. Es de esperar que las autoridades de Policía y seguridad de la Alcaldía hayan valorado todas las alternativas posibles para lograr el objetivo superior de disminución de la asfixiante inseguridad en la ciudad capital, tanto en sus impactos positivos como en los riesgos que tendrían cada una de ellas (surgieron dudas por un estudio de la Universidad de los Andes que cuestiona la efectividad de esta estrategia (Valora Analitik)). Si no, el tiempo y los análisis de los datos lo revelarán.

Como se sabe, la Alcaldesa de línea política centro-izquierda, es poco querida por la izquierda y menos por la derecha. Una parte de las críticas, usando esta apología a la trampa (la “genial” forma de banalizar el cumplimiento de la medida (la foto)), podría ser más motivada por diferencias de ideología, o partidismo, o por pertenecer o haber pertenecido a un gobierno que le resulta contraria la ideología de la Alcaldesa, y que logra nublar la inteligencia hasta de los más destacados. Más que lamentable, ya que perdemos las mejores mentes en un ejercicio no honrado, cuando lo justo sería complementar la crítica con las propuestas de mejores alternativas para la estrategia de seguridad.

En todo caso, es vergonzoso que se haga eco de una apología a un actuar corrupto de los ciudadanos.

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