Escribo esta columna sin conocer aún los resultados de las elecciones en Venezuela. Un proceso que despierta el interés de millones de por la posibilidad de que ocurra un cambio en el régimen político que ha gobernado el país durante más de dos décadas. Lo cierto es que el debate sobre el futuro de esta nación hermana tiene grandes desafíos sea cual sea el resultado.
Muchas de las discusiones que se dan sobre este tema giran en torno a la existencia o no de un proceso democrático. Si han existido las garantías suficientes para que la oposición desarrolle una campaña equilibrada. Es claro que las elecciones son necesarias para que haya democracia, sin embargo no son suficientes. Y esto indudablemente es lo que pasa en Venezuela, hay elecciones pero no hay democracia plena.
No importa si gana la oposición, es evidente lo harían a pesar de la persecución interna y de la exclusión de millones de votantes que están por fuera del país. Y es por esto mismo que una victoria del chavismo estaría empañada por las ventajas que le suponen estar por cuarto de siglo en el poder. Aquí no se trata de cuál posición es mejor o peor, sino de las condiciones esenciales para la democracia.
La democracia requiere de difíciles condiciones que implican un respeto profundo por la diferencia, el disenso y el pluralismo. La renuncia a instrumentalizar la justicia para la eliminación de los adversarios. La protección de las minorías ante el poder aplastante de las mayorías. Los límites sociales a los discursos intolerantes que busquen desaparecer grupos políticos o sectores sociales. Garantías y respeto profundo a la libertad de expresión y de pensamiento.
Pocas sociedades son capaces de lograr estas condiciones y mantenerlas a través de las generaciones. Para lograrlo es necesario que existan transiciones en los gobiernos. Como decía Bolívar, nada más peligroso que permitir que haya alguien mucho tiempo en el poder. El resultado siempre termina siendo el origen de una tiranía.