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Detrás de cada conflicto, siempre hay una causa. Una pretensión de justicia, de un mundo mejor. Un ideal consustancial que tiene la función de dar sentido y, en últimas, legitimidad. El fin, que justifica –o no- los medios, creyendo tendenciosamente que es posible separar estos de aquellos.

Causas las hay unas más nobles y loables que otras, algunas más bien instrumentales y oportunistas, ventajistas. Pero cuando una idea toma forma, cuando hace séquito y comienza a ser parte de la agenda pública de una sociedad, merece ser tramitada.

 

La democracia del siglo XX se consolidó alrededor de la representación política, bien con mecanismos institucionales a través de corporaciones públicas con mecanismos de elección popular, o bien mediante dispositivos de participación civil, “alternativas” frente a sistemas políticos que operan con lógicas selectivas de participación, sistemas excluyentes. Precisamente estas democracias cerradas fueron el caldo de cultivo que justificó y validó la vía armada y, por ahí derecho, la insurrección frente al Estado-Nación.

El asunto espinoso es que estas causas siempre reclaman la construcción narrativa de un sujeto desvalido a nombre del cual se reclama. Grupos organizados, alzados en armas, se reclaman como representantes legítimos “del pueblo”, de los “sin voz”, de la “voluntad popular” o incluso de “la sociedad civil”. Los esgrimen, instrumentalmente, para dotar de validez sus medios.

Pero la democracia que madura, llega al siglo XXI con la pregunta de ¿quién habla a nombre de los marginalizados? ¿y por qué?

La crisis de la representación política no solo encubre a las instituciones públicas y a los cargos de elección popular. Llega también a las organizaciones y movimientos sociales, y con especial contundencia a los grupos alzados en armas. La ciudadanía, actor cada vez más activo en la apertura democrática, no permite que se le utilice. Nos muestra lo difícil que es ahora mismo tomar la voz por los otros, y reclama una participación directa.

Siempre hay algo de grosero en comparar guerras, que debe ser compensado con la bondad que hay al comparar experiencias de construcción de paz. Tal sea el faro que guie el camino de estas líneas.

Santiago Sánchez Jiménez

Sociólogo-Antropólogo

Columnista

commanager@confidencialcolombia.com

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