No existe tal cosa como la “paz urbana” porque simplemente no existe una guerra urbana, al menos no en Colombia. El uso de la guerra como metáfora para calificar cualquier conflictividad conduce a una sobrevaloración de dicha conflictividad. Por definición, la guerra es política y si la persecución del crimen organizado es una guerra, entonces todo crimen es político, con lo cual el crimen deja de ser un delito. Si como lo planteaba Clausewitz, “El cometido de la política es alcanzar objetivos, y la guerra es el medio, y los medios jamás pueden estudiarse aisladamente de su propósito”, luego la guerra es la violencia razonada.
En este contexto, ¿si las economías ilegales han crecido tanto que han pasado de tener influencia en el poder a querer ser el estado mismo, entonces los actores de del crimen organizado deben ser reconocidos como actores políticos? El gobierno de Colombia piensa que sí.
A esa concepción la llaman “paz total”, pero se trata de una observación muy superficial sobre la naturaleza intrínsecamente moral de la democracia. Intentar convertir lo ilícito en lícito es suponer que lo lícito es absoluto, una entidad abstracta inamovible que puede absolver lo ilícito y anularlo, convirtiéndolo en lícito. La ingenuidad, la ignorancia, o la mala fe, o todas estas características a la vez, han servido para ocultar que en realidad sucede lo contrario, que es lo ilícito lo que transforma a lo lícito, destruye su legitimidad y pone a toda la sociedad fuera de la ley. Es la desconexión moral.
La sociedad no ha aceptado nunca la impunidad de las FARC porque supone la culpabilidad de la sociedad, responsabiliza a los ciudadanos de la guerra y en el centro de ese relato se pone en duda la justicia como objetivo del contrato social. Plantea que es necesario aceptar la injusticia para evitar la guerra, pero el resultado es la injusticia más la guerra y del deterioro de la legitimidad del sistema que desprende de esa suma surgió la deriva autoritaria que destruyó el frágil consenso que teníamos en torno al sistema liberal como forma óptima de gobierno.
Las negociaciones que llaman “paz total” están basadas en la misma premisa que se usó para los acuerdos con FARC, un lugar común que los expertos militares llaman la “falacia del vampiro”, es decir, que el enemigo es imposible de derrotar y que por lo tanto solo queda buscar con él algún acuerdo. El estado les dice a sus asociados que la guerra está perdida.
Esta invención es exótica y no existe en ninguna otra cultura política y tiene consecuencias catastróficas, como hacer posible que una minoría radical pretenda construir un nuevo modelo estado basado en utilizar las economías criminales para expulsar a los ciudadanos de la sociedad e imponer un colectivismo reaccionario y antimoderno basado en la fuerza de las pandillas y las bandas armadas, porque eso es “la paz”.
Una estrategia política que tenga como objetivo eliminar ese relato del imaginario colectivo debe en primer lugar hacer claridades. ¿Qué es la guerra? En su extraordinaria novela, Meridiano de Sangre, Cormac McCarthy la define “La guerra es la forma más auténtica de la adivinación. Es la prueba de la voluntad propia y la voluntad del otro dentro de esa voluntad mayor que, al unirlos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque, en última instancia, es una fuerza que fuerza la unidad de la existencia. La guerra es dios”. ¿Acaso estamos en “el juego definitivo”? Hay que dejar atrás el efecto dramático de la guerra y la paz, perseguir criminales es una obligación elemental del estado, no hacerlo prolonga el sufrimiento y socaba el fundamento moral de las sociedades democráticas, además la victoria es la paz real, la paz sin victoria no existe.


Jaime Eduardo Arango Ocampo
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