Como bogotano y recién graduado de la universidad tuve la valiosa oportunidad de ir a trabajar en los periódicos regionales El Liberal del Cauca, El Diario del Sur, Nariño Siete Días, corresponsalías a medios impresos internacionales, noticieros televisivos nacionales y otras actividades periodísticas en el sur occidente colombiano que me permitieron observar de primera mano un conflicto con diferentes y crueles matices, que a decir verdad, desde la comodidad capitalina, me eran desconocidos.
El enriquecedor ejercicio periodístico en esa amplia región, denominada en su momento por el fuete conflicto armado “zona roja”, me admitió cubrir tomas guerrilleras a pueblos desamparados por los gobiernos de turno, enfrentamientos constantes entre grupos armados al margen de la ley y el ejército, las denominadas “pescas milagrosas”, secuestros de militares y policías, pugnas a fuego y muerte entre autodefensas y guerrillas, y por supuesto, la pelea por la producción y el negocio de la coca, la amapola y la marihuana.
Agregado a ese fuego, sangre y muerte, se añadían las faenas de la delincuencia común, el comercio de armamento para nutrir a los grupos ilegales, la disputa por los corredores claves para movilizar los negocios ilícitos, la extorsión y el secuestro, el transporte por medios convencionales de cultivos ilegítimos y la dinámica de una guerra que parece una historia sin fin. El resultado doloroso de todo esto: masacres de cientos de personas de los bandos inmersos y la población civil soportando años de pobreza y abandono total.
Estoy relatando sobre hace más o menos 25 años atrás. El escenario es que, al parecer, poco o casi nada ha cambiado, teniendo presente las recientes noticias relacionadas con el desorden público en los departamentos de Cauca, Nariño y Putumayo, en donde las masacres aun destacan los titulares de medios regionales y nacionales, con el consecuente agravante de la “incapacidad de los gobiernos de turno durante décadas para apropiarse en primera instancia de los profundos problemas de extrema pobreza y oportunidades, y segundo de poner mano dura a los grupos criminales”, dice Camilo Echandía Castilla en su artículo, La Guerra por el Control Estratégico en el Suroccidente Colombiano.
Para fortalecer esta crisis histórica, dice InSight Crime, Centro de Pensamiento y medio de comunicación que profundiza sobre el crimen organizado y la seguridad ciudadana en las Américas “(…) los incentivos criminales para seguir luchando en Putumayo son fuertes. El departamento es uno de los principales enclaves del narcotráfico, ya que el río Putumayo da acceso a los puertos de Tumaco y Buenaventura, ubicados en el Pacífico colombiano. Asimismo, el río Putumayo, ofrece acceso directo para que los cargamentos de droga lleguen a Perú y Brasil, además de Ecuador”.
El control de todos los negocios detallados por parte de los grupos ilegítimos viene provocando ataques contra la población civil por medio de asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, masacres y en algunos casos la utilización de la sevicia como método de terror e intimidación contra comunidades acusadas de apoyar a la contraparte. En este sentido, el gobierno de Gustavo Petro debe tomar verdaderas y serias políticas públicas para enfrentar seria y contundentemente la ilegalidad y las necesidades básicas de millones de comunidades. Debe pasar del discurso a las acciones puntuales.
Los esfuerzos que se han adelantado para el restablecimiento del orden, como la modificación a la Ley 418 de 1997 —conocida como Ley de Paz Total—, la implementación de los acuerdos con la extinta guerrilla de las FARC, los recientes acercamientos con grupos armados como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los demás actores ilegales en el sur occidente deben ser un punto de partida para negociar una real y sólida salida a la histórica guerra en esa urgida región.