Es cierto que Antioquia ha tenido una tendencia política conservadora. Basta revisar las votaciones a la Presidencia por departamento en los últimos 30 años para corroborarlo. Y cuando el país parece girar por primera vez en su historia de espectro ideológico buscando posiciones más sociales y progresistas, el discurso que ha ganado popularidad en el departamento es la oposición férrea a esta tendencia de cambio en el país. De hecho, esta oposición ha ido tomando formas cada vez más extravagantes y caricaturescas. El fracaso de la vaca que promovió recientemente el gobernador de Antioquia, Andrés Julián, y el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, es un claro ejemplo de ello.
Sin embargo, hay otra Antioquia que con su historia y sus valores es distante de estas visiones. Es menos visible, tiene menos cobertura mediática, y, sobre todo, ha sido silenciada de forma recurrente. No es casualidad que nuestro departamento sea el que mayor número de víctimas ha aportado en la historia del conflicto armado. Según el Registro Único de Víctimas 1,915,590 personas han sufrido victimizaciones en el departamento, el 19.78% de la población víctima que ha tenido el país. Es decir, podemos afirmar con base en estas cifras que Antioquia es el departamento más violento en la historia de Colombia.
Las élites Antioqueñas siempre han negado cualquier tipo de responsabilidad en la configuración de este desolador panorama. Sin embargo, está probado judicialmente que grandes figuras políticas y empresariales promovieron directamente la creación de grupos armados que usaron la violencia en los territorios para asesinar adversarios políticos, adueñarse de grandes cantidades de tierras o construir megaproyectos de infraestructura. Para cumplir con estos planes miles de jóvenes sin oportunidades y sin futuro fueron reclutados por estos grupos y obligados a participar en esta historia de barbarie.
Toda esa violencia fue cobijada bajo una narrativa de legítima defensa y estos grupos armados se formaron bajo el discurso de impedir el avance de fuerzas insurgentes. Sin embargo, la verdad que ha venido emergiendo en los últimos años bajo el relato de las víctimas demuestra que gran parte de la violencia en los territorios fue dirigida en contra de campesinos inocentes, profesores, jóvenes, mujeres, sindicalistas y en general comunidades de diferentes municipios antioqueños que vivieron los horrores como el desplazamiento, la desaparición forzada, homicidios selectivos, masacres y otras violaciones a los derechos humanos.
La violencia rápidamente se transformó en violencia política y fueron asesinados grandes líderes por señalamientos injustos o por denunciar la evidente complicidad de los dirigentes políticos quienes no hacían nada a pesar de conocer estos hechos. La persecución se ensañó con los movimientos y organizaciones populares que luchaban por los derechos laborales, el medio ambiente o la justicia social. Esta historia aún no ha sido aceptada por el conjunto de la sociedad antioqueña, muchos la niegan a pesar de la creciente evidencia y muchos otros la justifican.
La hostilidad que se está promoviendo desde la dirigencia antioqueña hacia el proyecto de cambio en el país se parece a la narrativa que precedió a la violencia paramilitar. Cuando emergen con más fuerza los impulsos para establecer un pensamiento hegemónico es indispensable recordar nuestra historia.