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Confidencial Noticias 2025

| Columnista |

Desde la playa se observaba cercana la bruma que para todo navegante amazónico precede la presencia de una cachivera. Cruzamos el río Apaporis, amarramos la lancha en la orilla opuesta y empezamos el descenso a la parte baja del raudal por entre la selva. Aproveché mi situación de forastera en el grupo para intentar documentar, de manera no muy prolija, las rocas que iban apareciendo en el camino.  Salimos a la parte superior de la catarata y me detuve un rato a darle orden a la secuencia que ya tomaba forma en mi cabeza.

El hijo del payé, y quien dirigía la pequeña expedición del día, me preguntó sobre el bosquejo de columna estratigráfica que empezaba a aparecer en mi libreta amarilla. Cuando le comenté que en las que estábamos sentados eran rocas que, para nosotros los geólogos, son inmensamente significativas porque antiguas corrientes de agua dispusieron los materiales de los que están hechas hace fácilmente miles de millones de años, el hombre inmediatamente anotó: «cuando el cocodrilo le robó el fuego, Ayawa tumbó el Árbol de Remedio y así creó el río, los palos, los animales y las plantas. Y esas piedras que usted está pintando, son las astillas que quedaron de la caída del Árbol de Remedio».

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El habla se me escapó por un rato mientras reflexionaba sobre la bella coincidencia de que el origen del mundo cabiyarí estuviera en los mismos estratos que, para la geología, son algunas de las rocas sedimentarias más antiguas del planeta. Las palabras del payé en formación quedaron acompañando la descripción de las rocas de matriz rojiza que envuelve clastos alargados, aun más viejos, que fueron pulidos por antiquísimos ríos amazónicos.

Visitar el raudal de Jirijirimo, en el río Apaporis, es pararse en la médula del territorio de los Jaguares de Yuruparí. Esta región se extiende por ocho millones de kilómetros cuadrados y es el hogar de treinta comunidades descendientes de la anaconda, que hablan lenguas pertenecientes a tres familias lingüísticas. La que acabo de narrar no fue la única vez que sentí la sacudida de la selva. En las palabras que a diario nos entregaba con desprendimiento el payé era recurrente la idea del remedio y la curación. En esos días fui descubriendo una sociedad profundamente animista donde todas las entidades del universo, al poder sentir, pensar y desear, dialogan e interceden por la curación del mundo. Terminé entendiendo que el viaje por el río es también la anaconda y que someterse a la enorme serpiente es aceptar sanarse en el brutal viaje que por ratos es la vida.

La Sentencia T-106 proferida a fines de marzo por la Corte Constitucional es un bellísimo, exhaustivo y bien logrado ejercicio de escucha, estudio y diálogo que marca un hito en la administración de justicia hacia la apuesta por el reconocimiento de la diversidad cultural en Colombia. El texto en sí mismo resulta ser una lectura deliciosa que arranca con los antecedentes a la sentencia, que se remontan a la acción de tutela interpuesta por cinco autoridades indígenas respecto a los riesgos y afectaciones derivadas de la minería del oro y el uso de mercurio en esta región. En el acto legislativo, la Sala encargada estructuró el estudio a partir de tres líneas: el árbol de la vida o Libro Azul, que observa y describe el territorio y la identidad cultural; el árbol de las aguas o Libro Verde, que narra las afectaciones sufridas, se detiene en la minería y en el derecho al ambiente sano; y el árbol de los alimentos y el bienestar o Libro Amarillo, que mastica el acceso a la salud y la seguridad alimentaria. Finaliza señalando remedios en vez de culpables, con el Libro Raíz o el retorno, cerrando un periplo que reivindica la identidad, el conocimiento y el pensamiento de los Jaguares de Yuruparí, el Hee Yaia Keti OKa. Resultó ser un ejercicio de curación desde la perspectiva de la justicia dialógica que incluso limó mis viejas suspicacias hacia la cartografía, demostrándome que los mapas, más allá de ser una forma de representación y reproducción del mundo según los anhelos del proyecto imperial europeo, también pueden convertirse en elementos de auto observación y de remedio.

En buen momento llega esta sentencia porque no ha sido sólo Taraira en la región de los Jaguares, es también la engañosa bonanza del coltán en Guainía que deja cicatrices comparables con las del caucho, y ya lo empieza a ser el fetiche de los “minerales estratégicos” con la horda de habladores, oportunistas y apostadores que aderezan esta rapiña encarnados en agencias, organizaciones y personajes de todos los pelambres. La T-106 es una particular invitación a que los mineros entendamos que los fines de los minerales son muchos más que su producción, uso y acumulación o la creación de expectativas sobre su existencia.

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Como documenta la Sentencia, los accionantes son categóricos al señalar que los minerales son elemento de curación para las comunidades a quienes representan. “Los minerales fueron dejados en lugares sagrados por los Ayawa para la curación del territorio”, aparece en el escrito de tutela, y es esta la función que ya están desempeñando allí. El remedio, como vocación vertebral del macroterritorio de los Jaguares de Yuruparí, establece entonces la lógica de relacionamiento con los seres del suelo y del subsuelo. A diferencia de la visión dominante de los materiales inertes, los minerales acá tienen una función activa y viva, siendo preciso contemplar la del remedio dentro de los miles de transacciones económicas, culturales, afectivas, sociales e históricas que se gestan alrededor suyo en Colombia.

Me sumergí en la selva deslizándome en silencio sobre anacondas de agua. Aprendí a caminarla entre ramas y piedras sin golpearlas con malicia, y a observar las rocas sin codicia. Palpé en sus cerros los rastros dejados por el agua hace cientos de millones de años. Descansé en el recuerdo cálido de la respiración equina con el que serenaba la maloca en las madrugadas.  A la sombra de inmensos árboles, me interné en ella en la compañía de gente de lengua Caribe que busca reconstruir su cultura luego de una masacre que hace cuatro décadas casi los desaparece; de antropólogos que trabajan con ellos por salvaguardar y revitalizar su lengua y sus saberes; y de la generosidad de una comunidad de políglotas que me acogió del lado que su macro-cosmos shamánico dispone para los aliados. Encontré remedio en el cazabe blanquísimo, en el mambe dulce, en las carnes pescadas y cazadas con respeto, en el tabaco y en el ají. Me sometí a la anaconda y volví a mi realidad curada de una malencia que me atormentó cuerpo y alma por cerca de una década, y que la medicina occidental, incapaz de entender, solo supo atacar. Viajé de vuelta al altiplano sobrevolando esta selva cuya espesura se rompe violentamente con la funesta cercanía de la “civilización”.

Inmensa gratitud a la agencia de los accionantes, al impecable trabajo de los magistrados, a la siempre comprometida labor de la Fundación Gaia Amazonas y a todas las personas que hicieron parte del estudio en esta sentencia, porque curar la tierra de los Jaguares es curarnos como nación. El diálogo, como lo permite el mambe, es una esperanza que se construye. La selva es grande, la selva es dulce, la selva es poderosa, la selva es generosa y, por encima de todo, la selva es sanadora.

María José Nieto-Oliveros

*Magíster en geografía y geóloga económica. Directora Dharena (Discursividades, Historias Ambientales y Reflexiones sobre Naturalezas)

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