Comienzan las vacaciones, igual al otro lado del charco, los colegios que llevan un programa de estudios internacional, también están disfrutando de días de asueto. ¡No hay nada mejor, que disponer de tiempo!
No sé en sus casas, en la mía, los ritmos cambian. El madrugón se lo lleva fundamentalmente el padre, que aún le quedan días para llegar a la tierra prometida, esa en la que te mecen las olas. Yo madrugo a su lado, pero disfruto de la libertad y el placer de volver a remolonear un rato más en la cama y darme a los caprichos de leer mis notificaciones, pasearme por aquellos perfiles que me aportan y me recuerdan algo, leo la prensa digital, me pongo al día. Esa es mi rutina estos días. Y una hora después o dos, me pongo en marcha. Hablo con mis amigas, las que viven el lujo silencioso de ser madre a tiempo completo, y compruebo que están igual de felices. Cambiando rutinas en casa, dejando de lado el látigo del tiempo, del no llegar.
A la caza del campamento de verano
El feed de mis redes se empieza a llenar de señoras que desean parar ese frenesí de vida al que nos hemos subido. Lo paradójico es que, en lugar de gozar la calma, añaden más estrés al inicio de las vacaciones escolares.
Con la conciliación como causa son muchas las que buscan campamentos de día, actividades extraescolares, cursos de idiomas, colegios abiertos en modo “aprender jugando”… donde dejar a los niños durante las horas de jornada intensiva (en Europa en la mayoría de las empresas en los meses de más calor se trabaja hasta las 15 horas), algunas empresas ponen en marcha, en las mismas instalaciones, programas de conciliación para los hijos más pequeños de sus empleados. Y que quieren que les diga, a mi empezar así unas vacaciones, me parte el alma. Que sí, que solucionan, pero también les digo, hay soluciones creativas que son mejores para el niño.
Pedagogía particular
No sé en que punto de la pedagogía infantil nos convencieron de que llenar a los niños en vacaciones de actividades, conocimientos a través del juego, tener horarios estructurados y estar sometidos a esa tiranía del tiempo -que supone tener horarios y ritmos de adulto- iba a mejorar, ensanchar y ayudar a sus capacidades: “los niños no se dan cuenta”, “les encanta ir al campamento”, “aprenden muchísimo”. Chorradas. Todas esas frases manidas van precedidas de: “¿y qué hago con él?”, “sin rutinas no hay quien aguante”, “no tengo otro remedio”, “no puedo pedir suspensión de empleo y sueldo”…
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Lo cierto es que a veces no hay remedio, otras se nos olvida que al niño lo que le gusta es jugar, comer, a veces dormir y estar en casa, en su lugar seguro, preferiblemente con alguno de sus padres. Luego, cuando van siendo mayores y piden ir con sus amigos a una acampada, un curso o una extraescolar, si se puede, conviene y es para bien, bien.
Yo crecí con una frase que no soporto y es esa de “descansar es cambiar de actividad”. Mira, no. Descansar es descansar. Uno descansa cuando acaba aburrido de hacer nada y quiere cambiar de actividad. Lo otro es un hiperactivismo insoportable que no hay quien lo aguante, ni aguante al que lo practica. Presiento que el futuro de la sociedad en la que vivo será insoportable precisamente por este hiperactivismo histérico que tiene a los niños como víctimas.
Vacaciones de niño
No voy a demonizar un sistema que a muchos les funciona o resuelve, pero si me gustaría dejar esta reflexión, mía y no sé si de alguien más: uno es niño mientras vive despreocupado y tiene capacidad de imaginación y fantasía.
Es en la niñez donde los niños desarrollan esa imaginación, con la fantasía y es la imaginación la que nos rescata de adultos cuando de forma creativa resolvemos un problema. Al menos es mi experiencia, la mía y la que he visto con mis hijos. Es en la pausa, en el aburrimiento, en el silencio exterior donde la fantasía eleva su voz, toma forma en cada uno. Hoy parece que corre el riesgo de perderse. No son sólo las pantallas, ni las extraescolares o el exceso de rutinas… es todo a la vez lo que hace que los niños sean menos fantasiosos, creativos, curiosos, exploradores del su mini mundo. Es la ausencia del lugar seguro, del que hay que salir para hacer siempre algo. Es la vida frenética en la que nos ha metido el carro del bienestar, que nos da todo. Es ese tiempo hiper lleno, que no deja espacio para asimilar, que silencia la fantasía y adormece a la imaginación.
Nosotros somos los privilegiados que hemos disfrutado de meses largos de verano, con un calor asfixiante, de tardes de calima y de ovillos de paja, tardes en las que la chicharra cantaba mientras nuestros mayores descansaban y hemos esperado esas dos horas religiosas de digestión antes de comenzar el baño de la tarde, antes de que la vida volviera al mundo, al pueblo, a la casa. Y la vida volvía, claro que volvía, en forma de chapuzón de bomba, bocadillo de merienda y refresco casero de limón, y de chicles de a peseta.
Otros tiempos
Tal vez, la nuestra haya sido la última generación de la calma. Del veraneo. Del traslado al pueblo, a la otra casa, a la playa. Hemos viajado en junio y vuelto en septiembre. Y coleccionábamos anécdotas con los de allí. Pelábamos pipas y la imaginación siempre estaba dispuesta para empezar a volar en forma de balsa de madera, de teatro con cortinas, de guerras de barro, de pan duro para vender.
Tal vez sean los hijos que como los míos viven un veraneo de antes; con una madre cansina, cansada y presente, un padre que lo da todo, en una casa en la que jugar, disfrutar y aburrirse, en el mar, en la montaña o en el más allá, sean los que salven al mundo de esta tiranía del tiempo y enseñen al resto que al menos en verano hay que echar el freno. Así lo espero, porque no hay mayor gozadera que tener tiempo y no hacer nada, y después descansar.