Debemos asumir los humanos una actitud más amorosa y respetuosa frente a la vida, pareciera que solamente nos interesa vivir biológica y mecánicamente con descuido del arte misterioso del vivir bien.
Esta razón es la que me lleva a escribir, preferente y hasta exclusivamente sobre la vida y todos los matices que la hacen agradable, dichosa y plena; criticar o cuestionar todo aquello que la envilece o la hace menos valiosa de lo que en realidad es.
El francés Michel de Montaigne, a una edad más bien juvenil, renunció a todo aquello que le menoscababa su placer de vivir, incluido el empleo de cargos de mucha distinción para dedicarse en solitario a escribir sobre la vida, sobre su vida y sus ensayos son unos profundos y agradables escritos sobre el vivir correctamente. Walt Whitman dedicó también buena parte de su vida a contemplar vidas ajenas y a vivir la suya con mucha conciencia.
Cómo nos hace falta que en las sórdidas escuelas en vez de datos, cifras y conocimientos que se imparten y que de poco sirven, más bien se enseñe para aprender a vivir bien la vida o que en las serias universidades se impartan conocimientos sobre el arte del buen vivir. Hay ausencia de enseñanzas respecto del valor supremo de la vida y las reglas mínimas para llevar una vida agradable y feliz, esa es una de las causas de muchísimos de los suicidios que a diario informa la prensa y las redes sociales o las absurdas matanzas colectivas de jóvenes psicópatas que acaba con las vidas de otros y finalmente con las suyas. En Estados Unidos, país materialista y superficial, donde el Dios dólar rige los destinos del norteamericano y el éxito empresarial o comercial, conseguir dinero es la meta mayor que cumplir por cada gringo. Es frecuente la ocurrencia de masacres en colegios, empresas y centros comerciales, aparentemente sin móvil pasional alguno. La causa, parece ser, la locura y la ignorancia respecto al saber vivir.
Los jóvenes son los que más se matan y resulta un absurdo y una paradoja que alguien acabe con su vida en una etapa en la que apenas empieza a conocer la existencia. Cierto es que a los veinte años la vida es difícil porque sobre el presente y el porvenir mujeres y hombres tienen dudas, incertidumbres y múltiples dificultades, sin embargo, en las aulas escolares, los entes universitarios o en los hogares, no se les enseña a niños, adolescentes y jóvenes a manejar estas etapas de sus vidas que infligen a las personas muchos miedos, temores.
Desde niños deberían prepararnos para que al llegar a la juventud sepamos manejar con destreza el deseo sexual para no confundirlo con el amor y a tomar consciencia que contraer matrimonio a una edad de inmadurez puede ser un suicidio personal a largo plazo o que el amor mal manejado y los celos pueden conllevar a tragedias humanas irreparables.
Soy un convencido que el amor, los celos, los matrimonios mal avenidos, causan más muertes que la guerra. El ser humano en su trayectoria vital en la tierra pasa por la inconciencia feliz de la niñez, pero son muchos los que no dejan de ser niños eternos y de allí sus vidas amargadas, arruinadas e infelices de su madurez y vejez.
El alma femenina y masculina sufre a causa de los interrogantes, misterios y dificultades que la vida de cada uno brinda en el diario vivir. Para dónde vamos, de dónde venimos y cuál es nuestra misión en la tierra, son preguntas y respuestas que deberíamos aprender a formular y a responder desde niños.
Deberían los maestros y profesores desde la tierna infancia, enseñar los asuntos mas medulares de la vida humana. Un siglo hace que el gran periodista y escritor Luis Tejada Cano, clamaba para que, desde los bancos escolares, las cátedras universitarias y otros medios de enseñanza nos indicaran lo seria, bella y divina que es la vida.
Cien años después somos más ignorantes en el arte de vivir. Hoy más que antes no nos ilustran los docentes, los maestros o los guías intelectuales o culturales que la vida en todas sus formas, el universo tiene una importancia grandísima y una trascendencia infinita.
Parece que solo importa enseñar que el dinero, el trabajo, el éxito, el casarse, el tener hijos, es lo que vale. Contemplar y admirar la naturaleza, gozar de los placeres, amar sin ataduras ni celos y realizarnos nosotros mismos a través de la individualidad y no de los hijos, son materias y enseñanzas que deberían ser las asignaturas de la educación infantil, colegial y universitaria.
No nos enseñan a ser optimistas ni alegres, por el contrario, un pesimismo morboso se impone desde el mismo contenido trágico de las noticias de telediarios, periódicos y radio.
El becerro de oro, la acumulación de dinero, el conseguir muchos bienes, han sido, por mucho tiempo, los dioses de la sociedad moderna.
Los magnates tipo Nelson Rockefeller o Aristóteles Onassis, acumuladores mecánicos de miles de millones de dólares, fueran los iconos del siglo XX. Los nuevos ricos de la centuria vigesimoprimera lo son Bill Gates, Donal Trump o Carlos Slim.
Estos falsos modelos de la humanidad y de los valores personales de mujeres y hombres son potenciados y alentados por una incorrecta y equivocada educación en la que los miedos de vida son más importantes que el fin último y superior de la vida de los seres racionales en este vapuleado planeta que habitamos.
La demasiada riqueza material causa más problemas que beneficios a quien la deleita porque a menudo esta posee, esclaviza y le conlleva sacrificios, aflicciones y penas para conservarla al que cree encontrar en ella la felicidad terrena.
A no dudarlo, los que no somos banqueros, industriales, comerciales, ni propietarios de muchos bienes, no tenemos las preocupaciones, trabajos, dificultades, ni el nivel de estrés que son verdaderos cánceres potenciales para el cuerpo y motivos de tristeza para el espíritu.