Se ha vuelto lugar común. En nuestros debates públicos se ha querido instalar la idea, por parte de “neutrales” opinadores y autoproclamados “centristas”, que toda polarización política es dañina, toxica y riesgosa para la democracia. Paradójicamente, con verborreas altisonantes extrañas a la moderación que proclaman, estos profetas de lo “políticamente correcto” se comprometen en una diatriba colectiva contra la polémica y la confrontación política al tiempo que invitan a convertir la arena pública “en un océano de mermelada sagrada” en “paraísos afortunadamente inexistentes”, como muy lucidamente advertía el pensador colombiano Estanislao Zuleta.
Se ha querido instalar en el imaginario colectivo que una democracia polarizada entraña una fatalidad para el Estado de Derecho. Confunden ingenua o deliberadamente el discurso del odio, el fanatismo o el extremismo, que transcurre en la levedad y el estiércol de las redes sociales, con la defensa vehemente y argumentada de un punto de vista desde cualquier orilla del espectro ideológico. Espoleando miedos en sociedades que como la colombiana tienen una larga tradición de solución violenta de nuestros conflictos políticos, se atreven a condenarnos inevitablemente a nuevos ciclos de enfrentamiento armado si estimulamos el debate y la confrontación ideológica y política.
Me atrevo a plantear la hipótesis contraria. La vitalidad de la democracia colombiana depende en buena medida de que seamos capaces de fomentar en la ciudadanía una inmensa capacidad de discernimiento alrededor de las interpretaciones de los hechos sociales y los acontecimientos políticos. Que la consolidación de nuestra convivencia civilizada derive de que la alternancia política izquierda/derecha, con el triunfo de Gustavo Petro, haya llegado para quedarse. Y que la confrontación política, contrariando a Clausewitz, es la continuación o la antítesis de la guerra por otros medios.
Es lo que estamos viviendo por fortuna. Mientras la violencia, incluso aquella que reivindica una motivación altruista, pierde aceleradamente su naturaleza política y resulta cada vez mas atrapada en las economías ilegales y en entramados criminales, el debate político se toma las calles, incursiona en los resquicios y espacios que ofrece el mundo virtual, y aun con precariedades en el escenario parlamentario. Quien primero partió las aguas en nuestro siglo XXI fue el hoy enjuiciado Álvaro Uribe Vélez, encabezando un proyecto político de derecha dura que partió las turbias aguas heredadas de un bipartidismo malsano. Un proyecto que se ha mantenido en el tiempo, con el Primer Santos en el 2010, Zuluaga en el 2014, Duque en el 2018 y que jugará sus cartas en la contienda presidencial del 26. Al tiempo se fue forjando un proyecto político de izquierdas y centro izquierdas viable, que compitió de igual a igual en el 2010 con Petro y Mockus, en el 2018 y el 2022 con el hoy Presidente, y que deberá aglutinarse en un Frente Amplio Progresista para ofrecer una solución de continuidad a la agenda de reformas en la próxima contienda.
Nada de nervios con las recientes movilizaciones pacíficas de las derechas del 21 de abril y de las izquierdas el primero de mayo. Hace parte de esa madurez que esgrimen las democracias contemporáneas. Cuando Norberto Bobbio en su texto “Derecha e Izquierda” promueve el gusto por la moderación democrática a ambos lados del aun frondoso árbol de las ideologías, lo hace en defensa del territorio común del Estado de Derecho y como un recurso para espantar las derivas autoritarias y dictatoriales que siempre nos acechan a lado y lado. Esta invitación del pensador italiano también nos sirve para ahuyentar las equivocadas diatribas de los “puros” y las “puras”.