Hace unos días, conversando sobre los desafíos que tienen los niños y adolescentes en estos días, un conocido me dijo: “es que las niñas de hoy son tremendas…”. La frase, que está cargada de un gran desconocimiento y arrastra una fuerte herencia de desigualdades, me hizo volver a pensar que el trabajo de equidad está lejos de estar finalizado y que somos todos participes de un juego equívoco que pone rótulos a formas de vestir, frases, miradas y comportamientos, que en un lado de la balanza son normales y en el otro se toman como autorizaciones para la agresión o el abuso.
Que las niñas o los niños sean más “tremendos” unos que otros, es un error inmenso de interpretación y demuestra lo atrasados que seguimos en nuestra forma de ver el mundo. Es entendible que nos cueste trabajo cambiar percepciones que por siglos se sedimentaron en nuestra psiquis gracias a una sociedad que no podemos desconocer, se construyó desde una mirada plenamente machista.
Hoy les decimos a nuestras hijas que pueden hacer lo que quieran cuando sean grandes, las invitamos a que jueguen con lo que más les guste, y cuando van creciendo les enseñamos que su cuerpo es de ellas, que lo respeten y lo hagan respetar. Las orientamos para que, dentro de ese respeto, tengan libertad de elección y de acción, siempre y cuando sus actos no vayan en contra de los derechos de otros y no vulneren a los demás. Diríamos algunos que estamos empoderando a nuestras hijas para que puedan escoger con tranquilidad y, además disfruten de su vida a plenitud.
En general esas declaraciones parecen obvias y de consenso extendido, todos queremos mujeres empoderadas, mentalmente fuertes y tan conscientes y seguras de su cuerpo como parecería que son los hombres (puede que aquí este yo bastante sesgado…). Precisamente por esto resulta inaceptable que una mujer sea agredida por la forma como decide vestirse, o que se le rechace un comentario en alguna clase porque está levantando su voz ante una situación que es claramente discriminatoria. ¿Será que todas estas declaraciones de igualdad se siguen quedando en lindas frases de cajón que no estamos dispuestos a asumir como realidades? ¿Será que estamos hablándole más a las niñas y dejamos aún a los niños sueltos para que vayan por ahí interpretando lo que pueden?
El respeto no puede limitarse a un 50% de la población e impartirse selectivamente. Necesitamos estimular construcciones colectivas que pongan en evidencia los miedos que tenemos frente a lo que antes no se podía decir. Hoy es indispensable entender que una mujer puede salir a la calle como se le dé la gana y eso no significa que ella está otorgando derechos para ser agredida. Una mujer puede ser hermosa y eso no le da autorización a nadie para acercársele, tocarla o decirle cosas que están, a todas luces, mal.
Es que hasta esta columna parece una apología al despropósito, porque no se nos ocurre que esto le suceda a un hombre cuando camina por la calle o entrena en la mañana. Nunca he visto a un hombre ser asediado al estar practicando su deporte favorito en la calle, en cambio sí he tenido que intervenir (lamentablemente más de una vez y con mayor frecuencia de la que me gustaría), en agresiones físicas y verbales a las que son sometidas deportistas matutinas que están disfrutando de su ejercicio. Y alerta, no lo minimicemos diciendo que era un “lindo piropo”. ¿Son “terribles” esas mujeres que salen a correr en pantaloneta y camiseta? ¿Están incitando a que las acosen esas jóvenes que usan ropa ajustada? ¿Tienen deseos insatisfechos o ganas incontrolables esas señoritas que hablan fuerte y hacen sentir su voz? ¿Estarán buscando encuentros fortuitos en cada esquina todas las mujeres que le resultan atractivas a un hombre? La doble moral nos hace sonrojar pensando en las respuestas que podemos darle a estas preguntas y la sola idea de que sigamos justificando violaciones porque “claro ella se lo buscó por ir vestida así”, o “es que para eso vino al mundo, para aguantar…”, terrible y aterradora foto de una sociedad que tiene inmensos desafíos en este sentido.
Y es que la cifras hablan por sí solas, en las pasadas semanas la directora del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), Lina Arbeláez, declaró su inmensa preocupación por el alto número de casos correspondientes a violencia sexual contra adolescentes, niños y niñas. La alerta es real y desgarradora, este año se han abierto 47 casos diarios y en el 85% de ellos las víctimas son niñas. Es claro que como país y sociedad tenemos un reto inmenso que debe empezar porque los adultos nos formemos más y aportemos, desde casa, a erradicar este mal.
En medio de este complejo debate sumamos a la ecuación educativa la cruda realidad de un mundo hiperconectado que además premia a los que persisten en demeritar a la mujer y se ufanan de grabar canciones y videos en donde no existe el más mínimo sentido de responsabilidad. Menores, y muy menores, cantan con gran propiedad las letras que detallan acciones que rayan con la esclavitud o la más cruda objetivación de otro ser humano. Y lo más triste es que le damos “me gusta” y creemos que eso no está teniendo ningún efecto.
De dientes para afuera no podemos seguir declarando que queremos igualdad y tirarle la responsabilidad al vecino. Porque sí que es claro que los mejores niños siempre serán los nuestros, pero eso no implica que no estemos equivocados en la visión de mundo que les estamos dando.
Alfonso Castro Cid
Managing Partner
KREAB Colombia