Me conmueven las noticias, esta semana vibraba con la proeza del nado sin brazos de Jincheng Guo, el chino que ha roto todos los récords sin sacar la cabeza del agua. Un misil. Un hombre superando a la adversidad, haciéndose grande en su diferencia, en su superación.
Hoy, sin ir más lejos, me he despertado algo apesadumbrada al saber que Edmundo González, se ha puesto a salvo en España, se ha cobijado en Europa, porque ya recaía sobre él la búsqueda y captura que el dictador ha lanzado, por medio de la fiscalía venezolana, su mano derecha, por el único delito de llamar a la liberación de Venezuela después de haber ganado unas elecciones y no querer guardar silencio. Espero que no decaiga la esperanza de mis amigos. Que la violación constante de derechos se detenga pronto. Que caiga muerta la represión, la violencia, la arbitrariedad judicial y policial, rezaba para mis adentros mientras escuchaba la noticia.
Pero de lo que vengo a hablarles es de un tema que me asombra enormemente por la maldad tan grande y absoluta que encierra. Me refiero al caso de Gisele Pelicot, la mujer francesa a la que su marido drogó, sedó, dejó inconsciente en numerosas ocasiones para que otros hombres, alrededor de 50, abusaran sexualmente de ella. No contento con ello el indeseable quiso grabarlo y traficar como un magnate más, de esos a los que el porno les da vida y les ha enseñado todo. Repitan conmigo: su marido drogó, sedó, dejó inconsciente para que otros hombres abusaran sexualmente de ella.
Examen de sexualidad
Hace tiempo les propuse hablar de sexo, les comentaba que se nos había ido de las manos y que andábamos inmersos en lamentos. El causante de todo, liberalizar tanto las relaciones sexuales, el acto en sí, y la sexualidad, modo en el que nos relacionamos sexualmente, que se acaba deshumanizando y desvirtuando tanto el hombre y como la mujer. Y acabamos comprando estereotipos que van calando a través de la música, la literatura, el cine y sobre todo hacia lo que propone una industria dañina, adictiva, macabra y soez, la del porno. ¿Dónde han aprehendido esa sexualidad dañina, corrosiva, marranísima? Pongo la mano en el fuego de que son fruto de experiencias pornográficas.
No soy una experta en el tema, ni hablo con mis amigas de esa parte tan íntima de la relación con sus parejas, pero a la vista de los acontecimientos me atrevo a pensar que esos 50 hombres de Pelicot, como las manadas de violadores, como tantos y tantos hombres de este mundo no han tenido mejor y más formación de su sexualidad que el maldito porno. Hombres cuya única forma de relacionarse sexualmente con una mujer es buscando su propio placer, usando a la mujer como mera cueva donde dejar sus restos vitales, con más o menos violencia, egoísmo o ritual, en función de su propio cansancio, humor y ganas. Un entrar, descargar, salir y dormir rutinario.
Hijos del cine X
Primero fue el papel, desconozco si alguien sigue usando revistas o guardándolas bajo el colchón. Después, detrás de esa cortina rugosa del vídeo club, llegó el videocasete y ahora, desde la intimidad de casa, la pornografía es tan accesible como deslizar el dedo por una pantalla. Desde ahí el hombre desarrolla una sexualidad terriblemente enferma: por solitaria, por egocentrista, por violenta, porque se hace una idea equivocada de lo que es una mujer, porque aprende a usarla para su propio disfrute, porque asume que a la mujer hay que poseerla, a cualquier precio y a toda costa y lo peor es que así acaba forjando una masculinidad tóxica, asquerosa y terriblemente egoísta y peligrosa.
Muchos, no la mayoría, pero sí más de los deseables, acaban enganchados, toxicómanos de la paja podríamos llamarlos y repiten una y otra vez sus actos, primero con excitación por la novedad, después con cierta vergüenza, y al final como parte de su forma natural de comportarse, es el ciclo natural del vicio adictivo; te engancha con una promesa de placer y cuando te tiene cogido te hace dependiente y deja de darte placer, y para entonces ya es tarde porque eres un adicto.
La adicción al sexo, al porno, a la excitación sexual es tan encadenante que el adicto espera su propio placer, sin pensar ni un segundo en otro. Los más simplones, aquellos que se han matado a pajas con un vídeo, son egoístas supinos en la cama. Los que además dan rienda suelta a su imaginación morbosa son capaces de pagar por descargar sus flujos en una mujer tan inconsciente como si estuviera muerta. Porque si estuviera muerta- necrofilia- olería aún más todo a podrido y llevarse esa peste encima, sería poco menos que sospechoso.
Frutos de la sociedad que lo permite
Pero las adicciones no son enfermedades, ni locuras, ni nada eximente de los actos atroces que el hombre pueda hacer. Las adicciones son un reflejo de la debilidad propia, algunas inofensivas, otras destrozan vidas, familias, sociedades enteras. Todas a la larga pasan factura.
El porno daña la socialización humana en lo relacional, en lo íntimo, en lo más íntimo que hay, lo sexual. Y esos hombres, de tanto vivirlo en solitario, en sí mismos, acaban siendo incapaces de relacionarse, de amar, de donarse, de acariciar por sentir la piel suave y mostrar cariño, de contemplar a la mujer en toda su grandeza, de sentir ternura a su lado, de mirarla a los ojos y verla más allá. Ellos son los inútiles, los parias. Son lo que vomitan las feministas histéricas, lo que vomitamos todas.
Una dama
En el otro extremo de la historia está ella, Gisele Pelicot, terriblemente ultrajada por su marido y por todos los que hoy se sientan en un banquillo, hoy es consciente, y se pone de frente para escuchar sus sucias excusas, cobardes falacias.
Estos días Gisele se hace grande al hacer entrega su vergüenza- la que tienen todas las víctimas de ultraje- a cada uno de ellos. Los mira de frente, con los ojos abiertos, bien despierta y nos enseña que una es grande a pesar de un depravado. Ella nos da una gran lección: la vergüenza es del que ultraja, mira de frente, con la cabeza bien alta.
Yo sería cruel, colérica, terriblemente vengativa. Exigiría fotos públicas, de todo ellos a tamaño fachada, archivo de hombres violadores y castración química a todos sin importar edad o si sólo lo intentó y no consumó. Exigiría la retirada del título y número de colegiado al ginecólogo que me tachó de pesada, quejica, menopáusica… Mandaría al ostracismo al que suministraba las drogas, a todos y cada uno de los malnacidos que se sientan en el banquillo.
Ella, mucho más generosa que yo, se enfrenta a esto por el bien del resto de mujeres que puedan estar sufriendo la misma situación y sospechen: lesiones genitales, pérdida de memoria, ETS de repetición… Muchas no pueden ni denunciar, son presas de mafias, de clanes oscuros, viven de una industria que tal vez les dé de comer pero viven esclavas.
Ella es grande, enorme y da sentido a su vida sacando del mal vivido algo grande en favor del resto.