La presencia de mercenarios colombianos en conflictos internacionales ha puesto a nuestro país en el centro de una controversia global. Desde Yemen hasta Sudán, y más recientemente en Ucrania, exmilitares y combatientes colombianos han encontrado en la guerra extranjera una nueva ocupación, alimentando debates éticos, legales y sociales sobre las raíces de este fenómeno y las responsabilidades que tenemos como nación.
Colombia, un país con una historia marcada por décadas de conflicto interno, ha producido una fuerza militar con habilidades excepcionales en combate y contrainsurgencia. Estas competencias, desarrolladas en escenarios de guerra prolongada, se han convertido en un activo valioso para empresas internacionales de seguridad privada. Sin embargo, el vacío laboral y la falta de reintegración efectiva para quienes dejan las armas han hecho que muchos vean el mercenarismo como una salida económica ante la falta de oportunidades. En el caso de Ucrania, el conflicto armado entre Rusia y las fuerzas ucranianas ha atraído a combatientes internacionales, incluidos colombianos, que ven en este escenario un lugar para poner en práctica su experiencia militar a cambio de una remuneración significativa.
El problema no es solo económico, sino profundamente estructural. La transición a la paz dejó a miles de hombres y mujeres entrenados para la guerra en un limbo laboral. Sin programas sólidos que les ofrezcan un camino digno en la vida civil, el mercado internacional de la violencia se convierte en una opción atractiva. En Ucrania, el reclutamiento de mercenarios no solo se ha presentado como una cuestión económica, sino también como un llamado ideológico, en el que algunos colombianos dicen unirse para “defender la libertad”, mientras otros lo hacen exclusivamente por la paga.
Este fenómeno plantea serias preocupaciones éticas. ¿Es legítimo que colombianos con experiencia militar exporten su conocimiento para perpetuar guerras en otras naciones? Por otro lado, ¿podemos culpar a quienes ven en esta actividad una forma de sustento cuando no se les ha podido brindar mejores opciones para un retiro digno? En el caso de Ucrania, la participación de mercenarios colombianos no solo amplifica las tensiones en un conflicto con implicaciones globales, sino que también expone a estos combatientes a riesgos extremos sin garantías legales o protección por parte de ninguna institución.
Además, la participación de mercenarios colombianos en guerras internacionales tiene implicaciones legales. Aunque existen tratados como la Convención Internacional contra el Reclutamiento, Uso, Financiación y Entrenamiento de Mercenarios, Colombia no ha firmado ni ratificado este acuerdo, dejando un vacío normativo que perpetúa esta práctica; no obstante, se debe resaltar que en agosto del presente año el Ministro de Relaciones Exteriores y el Ministro de Defensa presentaron ante el Senado de la República la Convención, para que esta sea ratificada por el Congreso y se subsane el vacío normativo.
El caso de Ucrania resalta esta problemática: muchos de estos mercenarios viajan bajo la figura de “voluntarios internacionales”, lo que los sitúa en una zona gris legal y los deja a merced de las dinámicas del conflicto.
Es hora de que Colombia aborde esta problemática de manera integral. Primero, debe firmar y ratificar tratados internacionales que prohíban el mercenarismo y comprometerse a cumplirlos, paso que ya comenzó su trámite. Segundo, es fundamental establecer una legislación nacional que prohíba estas actividades y sancione a quienes participen en ellas, incluyendo a las empresas intermediarias. Finalmente, el gobierno debe invertir en programas de reintegración que brinden oportunidades reales a quienes dejan las armas, rompiendo el ciclo de exclusión que lleva a muchos a buscar trabajo en escenarios de guerra.
La discusión no es sencilla. Los mercenarios colombianos son, en muchos casos, víctimas de un sistema que no les ofrece alternativas, pero también se convierten en actores que perpetúan la violencia en otras regiones del mundo. En Ucrania o en Sudán, su participación se suma a las complejidades de un conflicto que ya ha costado miles de vidas y que tiene consecuencias para la estabilidad global. Reconocer esta dualidad es el primer paso para enfrentar el problema con una visión ética y responsable. Colombia tiene la oportunidad de liderar con el ejemplo, regulando este fenómeno y mostrando que la paz no es solo un discurso interno, sino un compromiso global. En un mundo cada vez más interconectado, nuestra responsabilidad no termina en las fronteras. Es hora de actuar.