La reciente resistencia del empresariado colombiano a las reformas laborales propuestas por el Gobierno y su abierta celebración del hundimiento de la consulta popular en el Senado ponen en evidencia una interpretación preocupante del papel de los poderes establecidos en una democracia: una visión importada, elitista y ajena al contexto histórico y social del país.
Durante décadas, sectores económicos influyentes han adoptado sin matices la doctrina estadounidense del control contra mayoritario: esa idea, madisoniana en su origen, según la cual los jueces deben poner freno a las mayorías cuando estas amenazan el orden económico o los derechos individuales —entendidos casi exclusivamente como derechos de propiedad. En Estados Unidos, esta doctrina ha sido utilizada para blindar el capital frente al pueblo: contra sindicatos, contra regulaciones ambientales, contra leyes redistributivas.
Lo preocupante es que esta lógica, en un país como Colombia, se asume acríticamente por sectores empresariales que ignoran, o desprecian, la jurisprudencia de su propia Corte Constitucional. Esta ha desarrollado una interpretación distinta, más profunda y legítima del contenido de la Constitución: no como un muro de contención ante el cambio, sino como una herramienta para hacer posible una transformación pacífica de una sociedad profundamente desigual.
Desde las sentencia sobre la crisis humanitaria del desplazamiento forzado, hasta fallos que protegen a mujeres, pueblos indígenas, comunidades LGBTIQ+, o recicladores urbanos, la Corte ha puesto el acento no en el privilegio económico, sino en la protección de derechos fundamentales de quienes históricamente han estado al margen del contrato social.
Esa doctrina —acogida por académicos como Rodrigo Uprimny, Mauricio García Villegas y Manuel José Cepeda— sostiene que en Colombia el verdadero riesgo no es la dictadura de las mayorías, sino la persistencia de un orden oligárquico que impide el acceso equitativo a los derechos. En ese contexto, el juez constitucional y, desde luego el legislativo, deben ser actores comprometidos con la transformación y no garantes del statu quo.
Lamentablemente, buena parte del empresariado colombiano parece mirar hacia Washington y no hacia Bogotá, cuando se trata de definir su relación con la justicia y la democracia. En lugar de asumir el reto histórico de liderar una transición justa, prefieren invocar —selectivamente— el respeto al orden constitucional, siempre que ese orden sirva para impedir reformas sociales. De igual forma, los senadores pertenecientes a los partidos tradicionales que defienden los intereses de las élites y que conforman hoy la mayoría en el Congreso, no han tomado nota de que su rol no es conservar privilegios sino garantizar el goce efectivo de los derechos fundamentales, especialmente de quienes han sido históricamente excluidos.
Las democracias no se consolidan desde el miedo al cambio, sino desde la capacidad de dirigirlo. El empresariado tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de salir de esa zona de confort ideológico, vencer el miedo a la democracia y asumir su papel en la transformación que Colombia necesita. Porque si algo ha demostrado la historia reciente, es que sin equidad no hay estabilidad y sin transformación no hay paz duradera.

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