En Bogotá, las preocupaciones por el consumo de sustancias psicoactivas en el espacio público no son nuevas, pero hay que admitirlo, siguen siendo ignoradas.
Por esta razón, debemos hacer un llamado urgente a nuestros gobernantes, y en este caso, a la administración Distrital, para que tome cartas en el asunto de una vez por todas.
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Esta semana propuse, a través de un Proyecto de Acuerdo que presenté en el Concejo de Bogotá, señalizar las zonas donde no está permitido el consumo de sustancias psicoactivas, teniendo en cuenta que está vigente el decreto 825 de 2019. Dicha norma establece en 200 metros el perímetro circundante del área en el que no se permite el consumo.
La iniciativa es un recordatorio urgente de que la capital del país está fallando en proteger a sus comunidades más vulnerables, en este caso los niños, niñas y adolescentes y las familias.
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En muchas zonas, los ciudadanos han tenido que tomar medidas desesperadas ante la inacción de las autoridades. Un ejemplo es el caso de Villa del Prado en la localidad de Suba. Allí, sus habitantes decidieron instalar alarmas comunitarias y megáfonos en un parque frente a sus viviendas.
La razón de lo anterior es que están hartos de que los jíbaros tengan ese espacio para el expendio y algunos jóvenes para sus fiestas desmedidas. En adelante, al notar presencia de consumidores, los vecinos activarán las alarmas con el fin de atraer la atención de las autoridades y hacer cumplir la medida de restricción.
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Esta idea fue adoptada porque el consumo de drogas en ese espacio se ha vuelto incontrolable. El parque, que antes era un lugar de esparcimiento para los niños, ahora es el escenario de consumo, incluso, a plena luz del día, afectando la convivencia y la tranquilidad.
Pero hay que admitirlo, ante el mar de confusión sobre la normatividad que está vigente, el decreto 825 de 2019, está siendo un “saludo a la bandera”. En teoría, este decreto debería garantizar espacios públicos seguros, especialmente cerca de colegios, parques y zonas deportivas y residenciales. Pero en la práctica, su aplicación es casi nula. Además, no hay señalización que indique estas restricciones ni procedimientos claros para hacerlas cumplir.
En contraste, ciudades principales como Medellín, Cali y Barranquilla han implementado medidas similares. Allí, las autoridades locales han delimitado claramente los perímetros de las zonas libres de consumo y, en algunos casos, han instalado señalización visible para que tanto ciudadanos como autoridades tengan claridad sobre las normas.
El problema no solo es la falta de regulación, sino las consecuencias directas sobre las comunidades. En el caso del barrio Villa del Prado, donde se instalaron las alarmas, los padres de familia temen que la exposición constante al consumo de drogas normalice esta conducta para los menores de edad. Los parques y entornos escolares deberían ser zonas seguras, pero en Bogotá, parecen haberse convertido en “zonas grises” donde la autoridad no llega y los infractores actúan con impunidad.
Señalizar las zonas restringidas no solo facilitaría el control por parte de las autoridades, sino que también enviaría un mensaje claro a los ciudadanos: el consumo de sustancias psicoactivas no es permitido en estos espacios. Propongo además que esta medida esté acompañada de un plan integral que incluya campañas de sensibilización.
Es fundamental que Bogotá no se quede atrás frente a otras ciudades del país que ya han avanzado en la implementación de estas políticas. No podemos permitir que el miedo y la resignación lleven a las comunidades a tomar medidas extremas. El espacio público debe ser un lugar de encuentro y convivencia, no un territorio de consumo y desprotección.