¿Por qué nuestra gente no trabaja en equipo en forma natural?
“Un colombiano es mucho mejor que un japonés; varios colombianos son mucho peores que varios japoneses.” Esta frase fue expresada a mediados de la década de los setenta por el profesor Yu Takeuchi al explicar a sus alumnos de la Universidad Nacional de Colombia las idiosincrasias de ambos pueblos (mi hermano Carlos era parte de su grupo, y me contó hace muchísimo tiempo esta excelente y matemática explicación de nuestro problema más grave de desempeño) (tomado de Competitividad, la clave del éxito empresarial, Fonseca, 2013).
Nuestra productividad es baja, y consecuentemente nos hace poco competitivos. En la raíz de este problema se encuentra que no sabemos trabajar en equipo, ni menos colaborativamente. Una marca de subdesarrollo y falta de educación para vivir en comunidad que marca nuestra poca inteligencia colectiva.
Algunas empresas sí han logrado vencer la cultura reinante y han logrado implantar su propia cultura que hace que las personas sí trabajen en equipo como estrategia para lograr productividad, para lo cual han tenido invertir en sus trabajadores, entrenarlos y todos los días controlar que se actúe en consecuencia. Bien por esas empresas, ese es el camino. Pero en el resto, en la mayoría, la gente no trabaja en equipo.
Salvo contadas excepciones, las personas trabajan en las empresas en interacción con muchas más personas. Sin embargo, lo típico en nuestro medio es que se trabaja mal, descoordinadamente. ¿Por qué? Parecería lógico que el trabajo coordinado se diera en forma natural, teniendo en cuenta que las personas interactúan permanentemente con los demás para hacer su trabajo, pero no es así.
Puede haber muchas razones de orden cultural, empezando por el hecho de que no nos han enseñado desde pequeños a ser comunitarios, ni el valor de la asociación para emprender una acción. Por el contrario, el sistema por lo general ha tratado de aislarnos para podernos medir, a cada quien, como individuo.
En las empresas, la cultura ha sido bien marcada en este sentido. Los grupos no solo han sido tradicionalmente mal vistos, sino también considerados peligrosos. Prácticamente en todas las oportunidades, he observado que la idea tradicional de los directivos al respecto es que cuando las personas se forman en grupos buscan fines contrarios a los de la empresa, o, por lo menos, anteponen sus fines a los de la empresa. Seguramente en muchas ocasiones es así, porque, por ejemplo, si los grupos se forman para protestar o tratar de mejorar sus condiciones laborales, estarán en contra de la empresa que precisamente ha creado esas condiciones que, a su juicio, deben ser protestadas. Por razones como éstas se han perseguido los grupos en las empresas.
En consecuencia, se ha perseguido también el trabajo equipo, incluso sin saberlo. Esto se manifiesta, entre otros ejemplos, en la manera como se logra el éxito en nuestras organizaciones, que normalmente ni es grupal ni se basa en los méritos, sino más bien en el manejo de las relaciones de poder, o en la aplicación casi dogmática del dicho popular “divide y reinarás”, como si fuera una parte importantísima de la receta que todo buen directivo deba ejecutar. Aunque no es el foco de mi análisis, vale la pena explorar un poco la raíz de esa cultura que caracteriza nuestras empresas. Mi conjetura es que está enraizado en los directivos.
Para crear un orden de cosas diferente a lo que tradicionalmente se ha vivido, y que tiene que ver con un cambio profundo de las mentalidades, se necesita realmente valor, disciplina y tesón. Implica gran esfuerzo y, sobre todo, grandes riesgos para el directivo. En la práctica, es más fácil y seguro seguir igual y no cambiar el orden de las cosas.
En el esquema tradicional, dirigir es mandar, y mandar es dar órdenes. Quien las recibe las obedece, pero no comparte la responsabilidad, aunque finalmente siempre se le achaquen los errores causados por las malas órdenes. Es errático, pero más cómodo para todos: cuando se dan órdenes, los que las reciben deben cumplirlas, y quien las imparte no tiene que hacer la gran inversión del convencimiento. Esto último le demandaría para los jefes muchas cosas: desde dar ejemplo personal, la coherencia en las ideas, el compromiso abierto con una visión, hasta la argumentación sistemática de todas las políticas y estrategias, para acabar en un continuo proceso de venta interna que asegure resultados superlativos (o sea, líderes y no jefes). Eso es varias veces más complicado que dar órdenes a secas. Y quienes las reciben sienten que es más fácil cumplirlas a secas, porque no comparten la responsabilidad de los resultados, solo la de su ejecución conforme al control del jefe. Luego, si sale mal, la culpa es claramente de quien dio la orden.
Por otra parte, está el control. Debe decirse que, como parte de nuestra cultura, el cumplimiento estricto de la ley es solo una fantasía; quienes la cumplen lucen tontos con respecto a quienes no lo hacen, pues en la práctica pareciera que a estos les va mejor en los resultados, los logran más rápido, más fácil y prácticamente no tienen reglas que cumplir. Esto implica que no solo existe la posibilidad de que todo el mundo se salte las reglas, lo que genera desde improductividad, en el mejor de los casos, hasta robos, en el peor, sino que da pie para que el directivo implante la desconfianza como norma y trate de valerse de cualquier tipo de información para mantener el control. Así, se establece un mecanismo en el cual se favorece a quien delata y a quien trae rumores. Desde luego, en este ambiente no es posible que florezca en forma natural el trabajo en equipo entre las personas.
Cada persona está ahí, haciendo el oficio que le corresponde, pero cuidando su espalda de todos los demás y asegurándose, en caso de que haya un error en el proceso, de no ser señalado culpable. Nadie es lo suficientemente tonto como para no percibir las reglas de juego, aunque no estén explícitas, cada quien desarrolla su propia estrategia de supervivencia; en algunos casos aparecen verdaderos maestros que pueden incluso terminar siendo los gerentes.
Y eso ha funcionado así durante años. Unas pocas empresas han tenido éxito (otras muchas más han muerto). Y sus directivos saben (esa es su sabiduría) que esa es la forma como han alcanzado sus logros. Lo que no está siendo analizado por parte de esos directivos es cuánto más éxito habría tenido la empresa si hubiese tenido un esquema de productividad al mejor estilo de los que compiten en el mercado mundial. No se están preguntando cuántas empresas han muerto porque su capacidad de competencia no les permitió sobrevivir en un mercado menos provincial, precisamente por carecer de un “sistema” que les hubiera permitido mejorar a diario sus posibilidades en medio de la competencia feroz de los mercados actuales.
El trabajo en equipo es el embrión de la inteligencia colectiva de una sociedad. Es muy posible que la ausencia generalizada de inteligencia colectiva en nuestro país sea debida a que no tenemos trabajo en equipo en las empresas, ni en las entidades del Estado, ni en las familias, ni en ninguno de los espacios naturales que debiéramos tenerlo. Tenemos una fuerte tarea por delante, en equipo.