Está comprobado que Colombia es uno de los países más corruptos del mundo, tanto, que su corrupción no es de ovejas descarriadas sino sistémica, es decir, de un sistema de alianzas entre políticos, funcionarios públicos y particulares que les roban 50 billones de pesos al año a la Nación, los departamentos y los municipios. Según el exministro Fernando Cepeda, “No hay corrupción, lo que hay en Colombia, es evidente, es crimen organizado para apropiarse de recursos del Estado o en el sector empresarial o donde ustedes quieran” (Uniandinos, Mar.06.17).
Este sistema de corrupción tiene origen en un Estado clientelista en las tres ramas del poder público y en todos los niveles de la administración, lo que además les asegura a sus beneficiarios poder gobernar contra el progreso nacional y así y todo ganar casi todas las elecciones, con lo que se niega la base mínima de toda democracia, que se supone se funda en que no se reelige a quienes gobiernan mal. Y esta descomposición se cocina desde hace sesenta años, porque nació con la antidemocracia bipartidista del Frente Nacional y continúa con el oligopolio político del duquismo.
A tanto han llegado en su descaro estos carteles público-privados de nacionales y extranjeros, que pasaron de hacerles trampas a las leyes a aprobar leyes que contienen las trampas, con lo que, aunque parezca mentira, crearon la corrupción legal. Así lo ilustra el volteo de tierras, en el que se asocian propietarios de predios, alcaldes y concejales, todos ellos corruptos, y, contra el interés general, cambian las normas de usos del suelo. Igual ocurrió con las corruptelas de Reficar y los Bonos Carrasquilla, que contrataron gasto público con normas de contratación privada, las cuales son tan laxas que es juego de niños robarse la plata de un Estado en cuya cúspide no tiene quien lo defienda. Parecido pasó con Odebrecht, Saludcoop, Cafesalud y Medimás. ¿Y qué tal las licitaciones sastre, a la medida de cada contratista abusivo y ladrón, que se emplean en la mitad de la contratación oficial?
Enfrentar la cleptocracia nacional exige nuevas normas, por supuesto. Pero lo principal, lo que no puede faltar, es elegir un presidente de la República que de verdad tenga la voluntad política de enfrentar a los corruptos y de gobernar con otros colombianos del mismo talante, capaces de guiar una cruzada nacional de cero tolerancia con la corrupción, la cual deberá fortalecerse con las propuestas, denuncias y respaldo de toda la ciudadanía.
Esta lucha exige crear un muy representativo y poderoso Comité Nacional Anticorrupción, presidido por el propio jefe del Estado, que encabece las acciones para lograr, entre otros cambios, que Fiscal, Contralor y Procurador no representen a los mismos con las mismas sino a todos los colombianos, para que puedan jugar un papel clave en el diseño y ejecución de la estrategia antifraudes, sin complicidades ni alcahueterías. Entre los objetivos del Comité estará acabar con las falsas licitaciones en obras públicas, farsa que, tras de corrupta, consolida los abusos de los monopolios e impide el desarrollo de nuevas empresas.
Otro cargo clave será el de director de la Dian, quien, sin violarle a nadie sus derechos legales, golpeará la gran evasión tributaria en el país, en el exterior y en los paraísos fiscales, porque en Colombia no solo deben pagar los impuestos de ley asalariados y consumidores. El contrabando y el lavado de dinero, tan dañinos para la industria y el agro y el empleo, no serán más facilitados por el Estado, como ha ocurrido por décadas. Con todo rigor, se perseguirán las trampas con los precios de las importaciones y exportaciones, corrupción que le cuesta al Estado sumas inmensas por impuestos y regalías que literalmente le roban. Y como sucede en otros países, los grandes evasores de impuestos y sus asesores tributarios serán sancionados con cárcel, pero de verdad, no con la demagogia de ahora.
Dijo un Procurador General de la Nación que en Colombia eran comunes los fraudes antes de votar, a la hora de votar y después de votar. Pero lo peor fue que esa denuncia no causó conmoción alguna, aunque es sabida su veracidad. Cambiar esta corrupción debe empezar porque nos unamos en la idea de que la organización electoral no sea, como lo es hoy, la de una partidocracia sino la de una democracia, por imperfecta que esta sea.