In memoriam José Iván Mojica
Las cosas son más o menos así: en la categoría de seres que habitan los ríos, los lagos, las ciénagas, y en general todos los cuerpos de agua de nuestro país, incluidas las represas y las pozas de acuacultura, los manglares, los acuarios caseros o las selvas inundables se encuentran los renacuajos, las tortugas planas, las babillas y algunas aves, los camarones y los peces. Eso, en este nivel del mundo.
Las toninas o bufeos son gente, coqueta, y hay un hombre caimán suelto en medio de otros misterios. Los patos, aunque vuelen, no son de la misma naturaleza que los tucanes o las águilas, se agrupan con las ranas, los micos y los grillos. Y adivinan bien si establecen un parentesco claro entre las libélulas, no cuando vuelan, que son de otro mundo, y los peces, porque en el reino donde rige la anaconda, es el agua la que define el régimen de identidades, los derechos, la palabra de cada quien. Y aunque el jaguar sepa nadar, su dominio es la tierra, su lógica es andar, no nadar.
Hay muchas maneras de organizar y nombrar el mundo, aprendería pescando por los ríos de Araracuara, y ninguna más verdadera que la otra. La diferencia no es trivial, sin embargo: si bien los sustantivos, cuando existen, tienden a coincidir con entidades con las que compartimos el mundo, los adjetivos, cuando existen, transforman su esencia hasta el paroxismo. No es lo mismo una sabaleta de sol que de luna, así en el sistema de Información de Biodiversidad para Colombia sean la misma cosa. No es lo mismo que sea de quebradón que de propio río, así parezca que la subienda o las migraciones las empareje. No es la misma en verano que en invierno, así su cuerpo lo parezca.
No es lo mismo un pez que lleva nadando décadas en formol, triste y descolorido, en medio de un cardumen de frascos de museo que una sardina que destella cuando brinca por el raudal. Y no es un ejercicio de valoración estética lo único que define la legitimidad de las clasificaciones: es la coevolución de cada cultura con su entorno la que hace que existan diferentes epistemologías y haya que respetarlas, así los chamanes de ahora, benevolentes, sonrían cuando las llamamos magia. Vengan con su ciencia a habitar las selvas, nos dicen, tras quinientos años de intentar comprenderlas, coloniales, o trescientos de modernidad, si se quiere: casi que lo único que hemos producido es violencia, deforestación y desecación como alternativa, muerte.
La neuroecología nos enseña que el aparato cognitivo de los humanos, es decir, la suma de mecanismos perceptivos e interpretativos con los que construimos nuestra posición física y simbólica en cada ecosistema es un hecho determinante con el que damos sentido a nuestra vida, y si bien somos capaces de reconocer nuestra libertad para cazar, pescar, criar, cultivar, hacer mina o hacer casa, nada de ello está desconectado de lo demás. La adaptación, si bien es un hecho material y concreto, requiere interpretación, coherencia y conexidad: no existe la naturaleza allá afuera, y si la ciencia occidental insiste en tratar lo no humano como objeto, es porque lo ha arrancado con violencia de su ser, causando un desgarramiento letal, pues la gente, las personas no pueden vivir sin mundo. La soledad es brutal, además.
En el río grande y espeso, los silúridos no se ven casi, hay que lanzar un anzuelo o malla para atraparlos, el agua es turbia y solo podemos presentirlos. No son buenos para comer, pero como los blancos no habitan, en el pleno sentido de la palabra, la selva, pagan por ellos y los llevan a Paloquemao congelados en un avión. El intercambio legitima la captura; la deuda ecológica se acumula en las plazas de mercado, los restaurantes, la barriga de los que comen sin pensar, a menudo a medias porque dejan en el plato para que se pudra lo que su hambre no entendió o no supo agradecer.
Doña Juana acaba por consumir lo que las tripas de los bogotanos abandonaron, y el río, poco a poco va quedando vacío. Por fortuna, los cachacos comen pocos peces con escama, salvados de su voracidad porque las espinas atoran; los únicos que sajan bien el bocachico son los costeños anfibios, arrinconados en ciénagas cada vez más pequeñas, donde las vacas y el arroz rompen las conexiones vitales del agua y no dejan más remedio que salir a la carretera a vender una sarta de pescaditos para comprar un analgésico para mamá, con cáncer.
No sabemos, desde acá, si en esa vía se encuentran y chocan las epistemologías o es solo un problema coyuntural en el cual los modelos de salud de dos culturas no pudieron hablar y colaborar entre sí porque uno se impuso a la fuerza, tal vez lleno de buena voluntad, presumiendo un alcance de verdad que para el otro fue inusitado en algún momento de la historia.
Ya no: la lógica agroindustrial no dejó espacio para las comunidades anfibias, paga pírricos impuestos o cobra subsidios para seguir engordando y destruyendo, mientras el trabajo de otros provee, con las uñas, la ciencia de un sistema de salud que, con otra verdad, a veces cura el cuerpo, nunca el ecosistema, porque el presupuesto que Colombia designa para hacer ciencias es tan miserable, que deja en evidencia la discriminación contra todos los sistemas de conocimiento. La discusión por el alcance de la verdad es inútil si el Estado solo reconoce la suya, la de la voracidad y la codicia con que algunos justifican su gobierno.
Dr. Wasserman, el problema no es que aún existan las creencias mágicas, que los pueblos más aislados del Amazonas crean que con gárgaras de plantas mediterráneas se cura el Covid, o que la gente en las oficinas bogotanas hubiera usado hipoclorito para lo mismo. El problema es que la construcción de conocimiento en nuestro país no es del interés del país, y por eso el Dr Patarroyo recibió los fondos para sus investigaciones como dádivas de los lores gobernantes, no como parte de un sistema que cree en las ciencias, en el debate abierto y crítico que propone la investigación metódica y genuina, y no en el fomento de un sistema que confunde la carrera por los “papers” con la relevancia y la bondad que requeriría el uso de los impuestos.
Comparto su preocupación por el uso de la verdad, escaso, pero la prevalencia de la homeopatía me preocupa más que la financiación de proyectos a las comunidades locales, porque sé que en su pragmatismo utilizarán mejor los recursos que muchas de nuestras universidades, y mejor aún si desde ellas trabajamos hombro con hombro.
José Iván dedicó su vida entera al conocimiento de los peces en Colombia. Nunca dejó de viajar por todo el país, de pescar, de comer pescado, de hablar con los pescadores. Ahora se llevó sus historias a la maloca del río, allá donde Nano lo recibirá con alborozo para debatir por el futuro de las palometas y, ojalá, del resto de nosotros. Sin sumercé y esa clase compacta de ictiología que tuve el privilegio de recibir en la cafetería de la U, que luego completaría con mis paisanos en Amazonia, nunca hubiese entendido el alcance de la ecología.
Gracias por la vida, gracias por todo.
Foto: Twitter/Instituto de Ciencias Naturales – U. Nacional
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