La noticia del atentado al precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay este sábado, cuando salía de una reunión política en Bogotá, estremeció al país sudamericano y le hizo recordar sus peores épocas de la violencia en las décadas de 1980 y 1990. (BBC, 8 de junio de 2025)
Aunque me hubiera encantado seguir escribiendo sobre sostenibilidad —centrándome en los retos de la economía verde, ESG, finanzas de impacto, entre otros—, me resulta imposible concentrarme en esos temas tras conocer las terribles noticias del atentado contra Miguel Uribe, precandidato presidencial de Colombia, ocurrido el sábado pasado. Al momento de escribir este artículo, el hospital que lo atiende ha confirmado que su estado es de máxima gravedad.
Hoy predominan la confusión y las especulaciones, alimentadas por mensajes, videos y fotografías que circulan en redes sociales. Sin embargo, lo primero y más urgente es rodear al señor Uribe y a su familia con solidaridad y esperanza, y desear profundamente su recuperación. La reacción inicial debe ser, sin duda, profundamente empática.
No obstante, esa empatía no debe impedir un análisis sereno de lo ocurrido. El humanismo que muchos expresan —producto del impacto de la noticia y del estupor que naturalmente genera— no puede reemplazar el examen riguroso de los hechos y de sus posibles repercusiones, no solo en el proceso electoral, sino también en lo que queda de la administración Petro. Empatía y análisis no se excluyen.
Lo primero que debemos entender —nos guste o no— es que, aunque no sea lo ideal ni una reacción deseable frente a una tragedia como esta, el atentado será instrumentalizado políticamente por algunos (o incluso todos) los partidos y actores políticos del país. Los fines de esa instrumentalización serán múltiples: influir en las elecciones, posicionar a un candidato, desprestigiar a un adversario, ralentizar aún más los trámites en el Congreso o ganar simpatías dentro de sus propias colectividades. Por eso, debemos —y ya deberíamos haberlo aprendido— estar preparados para este tipo de reacciones.
Lo segundo: este atentado no beneficia al actual gobierno. El contexto de esta administración en materia de seguridad es, en el mejor de los casos, muy desfavorable. La política de “paz total” ha fracasado estrepitosamente: falta de coordinación entre el Ejecutivo y las Fuerzas Armadas, incremento de la violencia en regiones estratégicas, y expansión de grupos armados durante los ceses al fuego. A esto se suma la ausencia de una estrategia clara y realista para negociar con múltiples actores criminales, lo cual ha erosionado gravemente la credibilidad del Gobierno y sus resultados.
Por lo tanto, sería insensato pensar que el Gobierno podría haber buscado —o siquiera contemplado— una acción tan demencial como esta. No hay razón para sumarle más desprestigio a su ya cuestionada política de seguridad con un atentado contra un precandidato presidencial. Sería, criminal y absurdo. Al contrario, el Gobierno debe hacer todo lo posible para evitar quedar en la historia como aquel que permitió el regreso de los atentados políticos al más puro estilo de las décadas de los 80 y 90.
En tercer lugar, es previsible que la oposición salga fortalecida —e incluso, con algo de fortuna política, unificada— tras este atentado. Siguiendo la lógica de la instrumentalización, es probable que este hecho sirva como catalizador para reagrupar a las fuerzas opositoras. Los miembros de esas colectividades, y quienes comparten sus ideas, serán probablemente más contundentes, críticos y vocales en sus señalamientos contra el Gobierno.
Las tres ideas anteriores son escenarios posibles. Pero en cuarto lugar hay una realidad innegable que vivimos a diario: el discurso incendiario del presidente Gustavo Petro contribuye a crear un ambiente donde atentados como el ocurrido pueden volverse más probables. Aunque es evidente que ese discurso —cargado de división, antagonismo y confrontación— favorece políticamente al propio Petro, él y su equipo deben ser plenamente conscientes de que, en un país plagado de intereses oscuros e ilegales —narcotráfico, bandas criminales, disidencias armadas, corrupción— no es admisible lanzar ciertos mensajes.
Con tantas armas en circulación, como ocurre en Colombia, el jefe de Estado no puede permitirse agitar aún más los ánimos con afirmaciones como estas:
Contra las élites y el poder económico:
“La oligarquía colombiana es asesina, es mafiosa y se alimenta de la sangre del pueblo.”
- (Discurso en campaña, 2022)
“Ellos, los ricos, han vivido del robo del Estado toda la vida. Ahora chillan porque llegó el pueblo al poder.”
- (X, 2023)
“¿Quiénes han sido los verdaderos criminales de este país? ¡Los banqueros, los paramilitares de corbata!”
- (Universidad del Valle, 2019)
Contra los medios de comunicación:
“Semana, Caracol, RCN… son el cartel mediático del odio. No informan, manipulan.”
- (X, diciembre 2023)
“Los grandes medios quieren volver al uribismo porque es un régimen donde pueden vivir de la corrupción.”
- (X, septiembre 2023)
Contra la fuerza pública y sus líderes:
“Hay generales que no quieren la paz porque perderían los negocios de la guerra.”
- (Discurso en Cauca, 2023)
“Los altos mandos no sirven al pueblo, sirven a los terratenientes y a la mafia.”
- (Entrevista en campaña, 2022)
Contra instituciones del Estado:
“La Fiscalía es un nido de ratas al servicio de los corruptos.”
- (X, enero 2024)
“El Congreso se ha convertido en un burdel de intereses privados disfrazado de democracia.”
- (Discurso en Plaza Bolívar, 2023)
Contra opositores y ciudadanos que no lo apoyan:
“Los que marchan contra el Gobierno son los idiotas útiles del poder mafioso.”
- (X, noviembre 2023)
“No hay peor enemigo del pueblo que el propio pueblo cuando se arrodilla ante sus verdugos.”
- (X, abril 2024)
La actual administración, hasta donde se sabe, no tiene relación alguna con el atentado —y es fundamental que así sea. Sin embargo, sí es urgente que revise su estrategia política y, en particular, el nivel de confrontación que ha adoptado en su discurso. No se puede deslegitimar a quienes disienten llamándolos “paramilitares” o “idiotas útiles”. No se puede gobernar desde la estigmatización constante del oponente.
Lamentablemente, Gustavo Petro, su partido y muchos de sus seguidores han caído en la misma lógica de polarización que criticaron durante años: la que durante más de dos décadas ha caracterizado al uribismo. En ese sentido, ambas facciones políticas —aunque en orillas ideológicas distintas— se parecen cada día más. Y Colombia sigue atrapada en ese círculo vicioso.


Juan Camilo Clavijo
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