“Colombia es un país rico donde insistimos en vivir como pobres”. Esta frase, que escuché recientemente, resume con claridad la paradoja de nuestras políticas laborales. Hoy, cuando más de 39 millones de colombianos están en edad de trabajar, 14 millones no participan en el mercado laboral, mientras otros 2,8 millones buscan empleo sin éxito. A esta cifra, se suman los más de 12 millones de trabajadores informales, obligados a sobrevivir con malabares, en lugar de contribuir plenamente al desarrollo de sus familias y del país.
En medio de esta realidad, el gobierno presenta una reforma laboral que, aunque promete avances, encarece y complica la creación de empleo formal. En lugar de solucionar el problema de la informalidad, lo agrava, promoviendo la lucha de clases y una hegemonía sindical politizada que amenaza con perpetuar la división social.
Por si fuera poco, desde la oposición se impulsa el Proyecto de Ley 459 de la Cámara, que busca modificar el código procesal del trabajo. Este proyecto, aprobado casi en silencio, limita las garantías de defensa para los trabajadores y reduce el alcance de las organizaciones sindicales.
El resultado de estas iniciativas es desolador: los trabajadores pierden al ser empujados a la informalidad y despojados de sus derechos de asociación y negociación; los empleadores pierden al enfrentar relaciones laborales conflictivas que limitan la generación de valor económico, social y ambiental. Y, sobre todo, pierde Colombia, atrapada en un paradigma obsoleto de confrontación social, en lugar de avanzar hacia la cooperación y el desarrollo sostenible.
Es urgente que el Congreso de la República actúe con responsabilidad, hundiendo estas propuestas y abriendo el camino para un régimen laboral digno del siglo XXI. Un régimen que responda a los retos de la cuarta revolución industrial, y que, mediante un compromiso sincero, ponga fin a la horrible noche de inequidad, para dar paso a una aurora de bienestar que podamos legar a las generaciones futuras.