Por décadas, Colombia ha experimentado prácticas políticas que reflejan los principios del fascismo, desde el falangismo de Laureano Gómez hasta las expresiones más recientes de autoritarismo, militarismo y exclusión social. La amenaza de la ultraderecha en el país, en consonancia con el ascenso en el mundo de corrientes políticas que reviven las peores épocas del nacizmo y el fascismo, ha agudizado una serie de tendencias que tienen como meta poner en jaque el Estado Social de Derecho, la diversidad cultural y la democracia.
Uno de los pilares más sobresalientes del neofascismo que se refuerzan con discursos amplificados desde algunos medios de comunicación, es la consolidación de una casta superior, una pequeña minoría criolla que se arroga el derecho a definir la estructura del poder y relega a las grandes mayorías empobrecidas, a los pueblos étnicos y las diversidades, a una existencia marginal. Esta minoría, que paradójicamente logra atraer a millones de seguidores, insiste desde su práctica y sus discursos en despojar de oportunidades y representación política efectiva a los marginados, para perpetuar la exclusión y la desigualdad, mientras demagógicamente acusan a los demás actores políticos de caotizar el país.
Esta visión de superioridad conlleva un segundo fenómeno alarmante, la negación de la diversidad cultural y social. Esta minoría mestiza ha promovido una visión monocultural de la sociedad, intentando homogeneizar las identidades bajo el prisma de un pensamiento único occidental. Esto no solo atenta contra la riqueza pluriétnica del país, sino que fomenta el rompimiento de las resistencias de los pueblos cuidadores del territorio, la desaparición de conocimientos ancestrales, cosmovisiones y formas de organización distintas.
El caudillismo populista, otro rasgo clave del neofascismo, que no vacila en romper los mínimos acuerdos del contrato social, que no tiene ningún reparo ético en aliarse con estructuras armadas paraestatales, con el narcotráfico y la ilegalidad, se impone como una estrategia política que desmantela los principios democráticos. Odian el diálogo, la concertación, la transformación pacífica de conflictos, la justicia transicional y recurren al militarismo y a la represión como receta mágica. La concentración del poder en un liderazgo autoritario socava la soberanía popular y convierte las instituciones en meros instrumentos de su voluntad.
Desde principios de siglo, la administración estatal ha sido objeto de su estrategia de recentralización autoritaria, erosionando los principios de descentralización consagrados en la Constitución. Los gobiernos locales han sido debilitados y despojados de autonomía, mientras que el poder central acumula funciones que deben estar en manos de la ciudadanía y sus representantes territoriales. De allí su férrea oposición al acto legislativo 03 de 2024, a las reformas políticas que intentan fortalecer el poder soberano del pueblo y a la construcción de paz territorial. Que cunda el caos en lo Territorial, para justificar al Autoritarismo centralista y sus prácticas neofascistas, es su consigna.
Finalmente, el fomento del resentimiento y la división social ha sido utilizado como herramienta política. Medios masivos de comunicación han jugado un papel fundamental en la normalización de la discriminación y en la promoción de un individualismo exacerbado, donde la solidaridad desaparece y el «sálvese quien pueda» se convierte en regla de vida.
En este contexto, el desafío principal es defender la democracia y la diversidad ante las fuerzas que buscan homogenizar, excluir y perpetuar un modelo de sociedad injusto. El autoritarismo solo conduce al empobrecimiento de las mayorías y al estancamiento de las sociedades. Es imperativo que la ciudadanía reconozca estos signos de peligro y actúe en consecuencia, exigiendo paz, democracia a profundidad, inclusión y participación efectiva.
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Luis Emil Sanabria Durán
PORTADA
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