El siglo XX fue aquel en que la política se transformó en crimen. Organizaciones políticas de todo tipo optaron por las formas de la delincuencia organizada a través de la conformación de grupos terroristas, insurgencias armadas y milicias. Asaltaron bancos, secuestraron personas, cobraron extorsiones, ejecutaron informantes, traficaron drogas y armas, y crearon negocios de fachada para blanquear activos.
El siglo XXI es, en cambio, el tiempo en el cual las organizaciones criminales se están convirtiendo en organizaciones políticas. Este fenómeno no es el resultado de una estrategia predeterminada ni de una concepción abstracta sobre la naturaleza de la organización; no es un producto intelectual, sino el resultado del crecimiento desmesurado y veloz de los recursos, capacidades y alcance de estas organizaciones. Ya no se trata de sobornar al poder: se trata de tener el poder.
La hipertrofia del crimen organizado está transformando las democracias en el Tercer Mundo y ha llegado a capturar la totalidad de un Estado, como en Venezuela, donde se estableció una dictadura criminal, constitucional. La tecnología, la globalización, el crecimiento económico, la desaceleración de la cultura y el déficit de legitimidad de las sociedades abiertas han impulsado dinámicas identitarias y relatos de reivindicación que las organizaciones criminales han adoptado para expandir su influencia social y vaciar a la democracia de contenido, con el fin de capturarla.
Como lo expresa Daniel Sansó-Rupert Pascual en su libro Democracia sin democracia:
“La criminalidad organizada es, entre muchas otras cosas, una forma de manifestación de crisis constitucional: la progresiva degradación de las normas, de las instituciones y de los límites que estas imponen al ejercicio del poder.”
Y es precisamente en este sentido que la capacidad institucional para combatir al crimen organizado y negarle su influencia política se torna paradójica, porque las mismas normas que sustentan al sistema impiden la defensa del sistema.
Los eventos en desarrollo en el mar Caribe —donde la flota americana impone un bloqueo armado a las operaciones de tráfico de drogas, tratando a los narcos como combatientes enemigos, es decir, como terroristas—, a la vez que transfiere presión a sus centros de operaciones y estructuras de mando en Venezuela, suponen una transformación muy relevante en el enfoque de la lucha contra el crimen organizado, porque lo identifican en su verdadera dimensión: como una amenaza a la seguridad nacional.
Igualmente, las operaciones militares ordenadas por el gobernador del estado de Río de Janeiro para desvertebrar la estructura de control territorial del llamado Comando Vermelho reflejan una visión estratégica que interpreta la realidad del fenómeno de las organizaciones criminales como enemigos activos del Estado, y no como simples delincuentes violentos.
Abordar esta amenaza implica cambiar la doctrina legal —incluso en cuanto a lo constitucional— y la doctrina operacional de las fuerzas de seguridad. Es necesario adaptar normas y capacidades a un contexto muy complejo, frente a un enemigo que se encuentra transversalmente implantado en todos los niveles del sistema, pero que, a la vez, cuenta con recursos armados duros y tecnología de grado militar para sostener su base operacional.
El choque con estas fuerzas será urbano, no solo en las grandes ciudades, y las fuerzas de seguridad deberán combatir en medio de la población, expuestas a campañas de operaciones psicológicas destinadas a desprestigiarlas y limitar su capacidad. Se trata de un campo de batalla multidimensional e impredecible, del que dependerá el futuro de la democracia y la libertad.
Hace un siglo, en Ypres y Verdún, la pregunta de los estrategas militares era cómo cruzar un campo de batalla barrido por la metralla; hoy, la gran pregunta, frente a los nuevos desafíos, es cómo cruzar una esquina barrida por la metralla.
Jaime Arango
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