El escenario al que nos hemos tenido que acostumbrar recrea las condiciones propias de otros momentos en la historia. Por eso pese a que no abandonamos nunca el 2020, vivir en Colombia es un constante viaje de regreso en el tiempo.
La primera parada del viaje, hace ya un par de meses, nos llevó hasta 1918, periodo en el que fue normal confinarse a esperar a que una pandemia pasase como por arte de magia. Tratamos al Coronavirus como si fuera la mismísima Gripe Española, aún vivimos en la primera parte del Siglo XX.
El recorrido continuó hacia mediados del Siglo XIX en dónde la filosofía aún se encargaba de determinar si todos los miembros de la sociedad podíamos ser entendidos como sujetos de derechos. Si bien todas las personas somos iguales ante la ley, para este momento el acceso a elementos básicos de protección, como un tapabocas, dependió más del estatus que de otra cosa.
Esta expedición siguió su rumbo hacia un periodo difuso entre los siglos X y XI, en el que un trabajador ordinario, o vasallo para entonces, se exponía a cualquier clase de actividad con tal de asegurar las condiciones básicas para su supervivencia. Fuimos testigos de tragedias como la de Tasajera, catalogada por muchos como absurda, pero en vista de la ausencia de garantías (anacrónicas para el contexto), los ciudadanos aceptan cualquier riesgo por llevar el pan a la mesa.
A lo largo de este turbulento viaje, o, dicho de otra manera, repaso noticioso de los últimos meses, me han surgido varias preguntas sobre el rol de las instituciones que con el paso del tiempo hemos ido conformando para garantizar nuestra seguridad como ciudadanos.
Esa misma es la máxima de la Constitución del 91, que reza en su artículo 5° lo siguiente: “El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona …”. Por ello mi duda se trasladó al sujeto de este mandato.
¿Ha reconocido el estado, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos? Y si lo ha hecho, además de reconocerlos ¿los ha defendido?
Las ultimas semanas la opinión pública ha visto, uno tras otro, indignantes episodios en los que representantes del Estado han sometido y violado los derechos de la población más vulnerable, replicando antiguas formas de gobierno en las que los militantes aprovecharon su militancia, para aplastar a los escalones inferiores de esa pirámide social.
¿Cómo puede un Estado Social de Derecho permitir tal disparidad? Me niego a afirmar que el Estado colombiano es un experimento fallido, pues no encuentro ningún argumento que sostenga tal acusación. Sin embargo, urge reparar las grietas que han quebrantado la confianza de los ciudadanos y perpetuado interacciones profundamente abusivas.
Estoy convencido de que el Estado, del que por cierto hago parte, necesita modernizar sus formas, y renovar el degastado contrato social que lejos de la seguridad que promete, infunde miedo.
Por mi parte, seguiré trabajando por renovar los sistemas actuales que funcionan como si viviéramos 100 años atrás. Propongo que desde nuestras labores cotidianas hagamos posible que la vida en Colombia deje de ser un retroceso y por el contrario, el futuro, brillante por demás, nos transmita seguridad, confianza y la siempre inagotable esperanza.
¿Viajamos al futuro?