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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Brigitte Baptiste

Aún no es cambio climático

Pese a las dolorosas imágenes de la nueva crisis invernal que azota el país, y que parecieran corroborar ya los temores y proyecciones de la comunidad científica en relación con el cambio climático, es necesario decir que lo que experimentamos estos días a escala nacional es aún indistinguible de la variabilidad histórica.

Si bien se han superado algunos registros de eventos extremos, ni el huracán en Providencia, ni las tormentas de granizo, ni las elevadas mareas cartageneras, el nuevo desbordamiento del Magdalena o las prolongadas sequías que ha experimentado el país en las últimas décadas son evidencia robusta de que el calentamiento global está actuando. Y eso no significa negacionismo, al contrario, es un llamado para entender que todo lo que viene será mucho más grave y apenas empieza.

 

Podría parecer contradictorio que en pleno desastre, cuando hay fotos, videos y evidencia dramática de los embates del diluvio, los deslizamientos y las crecientes, que causan toda clase de impactos negativos en la población, la infraestructura y la producción de alimentos, alguien insista en que aún no vemos el verdadero rostro del nuevo clima, pero lo cierto es que los fenómenos que estamos observando, aún en su condición extrema, se vienen presentando en Colombia con regularidad durante los últimos milenios, y si nos parecen más graves, no es porque sean atípicos, sino porque hemos hecho las cosas muy mal para convivir con ellos, empezando por el modelo de ocupación territorial que pareciera diseñado para el desastre, traducido en la producción de un modelo cultural de damnificados permanentes, funcional a los populismos que han regido la vida política y administrativa del país.

Cientos de municipios no han actualizado una sola vez su EOT o su POT incorporando la gestión del riesgo, más que todo por los costos de la consultoría especializada que a menudo implica el proceso, un reto para el nuevo “director de los desastres”, tal vez la institución pública más importante en la transición hacia un país adaptado a los tiempos que se vienen.

Es innegable que algunos indicadores ya demuestran comportamientos anómalos y que existen tendencias documentadas de cambios en los parámetros climáticos, especialmente a escala global. El IDEAM y el IPCC nos muestran con rigor científico la situación, pero el análisis de los datos presentes aún cae dentro de la varianza, es decir, dentro del margen potencial de comportamiento esperado del clima sin incidencia humana, que además, no es un promedio.

Y el factor más complejo dentro de esta ecuación se llama “Fenómeno del Niño/Niña” (ENSO), un mecanismo de ajuste de la circulación térmica de los océanos ecuatoriales que ha existido por millones de años y que indudablemente está siendo afectado por la intoxicación antrópica de CO2, pero no sabemos cuánto ni cómo.

Por este motivo, las cifras económicas asociadas con los desastres invernales son apenas las cuenta de cobro de la mala gestión ambiental histórica y actual del territorio, no la cuota inicial del daño producido por el norte global. De ahí que las proyecciones de inversión de las necesidades adaptativas de la población colombiana al cambio climático ni siquiera estén dentro del marco de inversión de largo plazo, pues implicarán el rediseño total de nuestra economía y la cultura. La única manera de enfrentar los efectos que apenas se vislumbran es invertir en educación creativa e innovación tecnológica, institucional y social, para que cuando el lobo sople de verdad, estemos mejor preparad@s.

Deuda por naturaleza, de nuevo

Hace unas décadas, luego de una intensa negociación, se logró que una parte de los intereses de deuda externa pública de Colombia fuese pagada in situ, es decir, en inversiones ambientales en el territorio nacional. Fruto de esos experimentos fueron la Corporación Ecofondo, creada como alianza entre 119 organizaciones ambientalistas en 1993, hoy inexistente, y el Fondo para la Acción Ambiental y la Niñez, en el 2000, una organización pequeña, sin ánimo de lucro y extremadamente eficiente y exitosa, capaz de movilizar recursos por 58 millones de dólares en 2021, un modelo del cual tod@s deberíamos aprender.

Los fondos derivados de lo que se llamó “canje de deuda por naturaleza” nunca afectaron el capital de la deuda, ni se estructuraron con criterios de negociación ajenos al mercado, dado que, en principio, las deudas hay que pagarlas, eventualmente renegociarlas. La idea de un “perdón” unilateral de deuda, o la eventual negativa a pagarla por reclamos objetivos de los contrayentes nunca estuvo sobre la mesa hasta que la noción de justicia ambiental o climática comenzó a desarrollarse formalmente, con la evidencia de que el crecimiento de las economías de ciertos países había sido posible gracias al uso de la atmósfera planetaria como “botadero” de CO2, un espacio compartido, convirtiéndonos en menos de un siglo en víctimas inesperadas del calentamiento global.

 

De ahí el reclamo por el decrecimiento o redistribución justa y equitativa de los costos de las transformaciones ambientales del planeta, al menos, y la definición de compensación adecuada por el daño causado a la biosfera y las graves implicaciones que esto trae para todas las sociedades. El problema es que en Colombia tenemos “rabo de paja”, pues si bien no contribuimos significativamente con las emisiones de CO2 a la crisis climática, si convertimos en humo la riqueza genética del planeta.

Clima y biodiversidad están entrelazados, así muchos gobiernos insistan en que se trata de temas diferentes. Pero la comunidad científica y gran parte de la sociedad ya no come cuento y sabe que la deforestación amazónica o de las selvas del Pacífico, por ejemplo, es una amenaza tan o más grave que la saturación de CO2 y que, de no considerarse integradamente, nunca podremos aspirar a superar la crisis ecosistémica que amenaza la humanidad.

Al final, el canje de deuda si tiene una moneda común, y es la probabilidad de supervivencia para el año 2101, algo que puede sonar tan apocalíptico e infundado como el paso del siglo 20 al 21, pero que tiene todo el respaldo de las ciencias contemporáneas.

El indicador cínico sería la cantidad de información genética evaporada por hectárea deforestada vs la cantidad de información genética restituida por la economía ecosistémica que requerimos implementar, una lógica en la que sabemos por ejemplo que un cultivo de cacao o un sistema silvopastoril son pálidos sucedáneos de la integridad biótica requerida para afrontar el futuro en la escala de los milenios.

La deuda climática existe y no se saldará condonando intereses, pañitos de agua tibia. Contabilizarla en términos de mercado puede que sea útil, pero conocemos las limitaciones de la contabilidad verde; es demasiado transparente. La solución es una nueva perspectiva internacional sobre las inversiones climáticas del mundo en Colombia, epicentro global de biodiversidad, tema central para Cancillería.

Migrar al sur

Hace décadas los españoles se acostumbraron a la invasión de trabajadores del norte europeo que ahorraban todo el año para pasar el verano en las playas mediterráneas. Se habla más alemán que catalán en la Costa Brava y que mallorquí en las Baleares, y de las rumbas épicas en Ibiza surgieron muchos amores y música memorable.

Grandes artistas se iluminaron en las islas, pues el hábito de cambiar de latitud estacionalmente es inspirador, disruptivo y no es nuevo, lo hacen centenares de especies de aves, mariposas y tortugas, para no hablar de las ballenas jorobadas colombianas que migran con sus ballenatos recién nacidos hacia el polo sur para engordarlos con la abundancia de las corrientes más frías de la costa chilena. O de las ballenas jorobadas chilenas que migran al norte chocoano a parir sus ballenatos y celebrar la vida ecuatorial.

 

Al paso que se proyectan los precios de la electricidad y la crisis del suministro de energía en Europa querría pedirle a algún economista que donase unas horas de tiempo para calcular el costo/beneficio de migrar por unas semanas en este invierno que llega, hacia las cálidas y gratas tierras colombianas, donde a cambio de pagar una cuenta exorbitante de calefacción podrían disfrutar de espacios de trabajo y rumba más benéficos o equiparables para las cuentas globales de CO2, pero con otra perspectiva del bienestar: unas vacaciones climáticas extendidas.

Además de calcular los costos financieros y en carbono del viaje transatlántico, que se podrían compensar en una gozosa sembratón de arbolitos en un día de fiesta al aire libre con temperaturas garantizadas entre 15 y 30°C, habría que contrastar los costos del uso de oficinas o lugares de trabajo con plena conectividad y servicios, ya que las diferencias del costo de vida entre Bogotá y Tallin (donde según Nimbeo.com, el costo de energía es 330% más alto, en promedio, no en invierno) o Varsovia (donde el costo de vida es un 63% más alto), resulta ventajoso para nosotros, para poner unos ejemplos sencillos.

No es una propuesta viable para trabajadores con salario mínimo, es cierto, pero tampoco es para millonarios: el turismo académico y de salud ya lo demuestran, venir por servicios odontológicos o de salud a Colombia podría representar 6,3 millones de dólares en 2025 según Colombia Productiva.

¿Qué tal un programa oficial de promoción a la migración invernal laboral desde el norte global hacia Colombia? Un paquete de tres meses con múltiples fines de semana de aventura en el país de la biodiversidad y todas las garantías para ejercer el teletrabajo desde la ciudad que escogiesen, según sus propias preferencias. Obvio, en Cartagena el reto es mayúsculo, las mojarras en playa y la luz son más caras que un almuerzo ejecutivo en Oslo, pero escapar varias semanas de crueles nevadas urbanas en Floridablanca, Villavo o Ipiales, por citar tres localidades maravillosas al azar, parecería un buen plan.

Algunos escoceses (claro, viven con libras) pasan 6 meses en Edimburgo y 6 en Ciudad del Cabo (la energía era 160% más costosa en promedio en la primera que la segunda, antes de la crisis), al otro lado del planeta y con ello contribuyen a equilibrar un poquito las economías de la Commonwealth, así como muchos colombianos que tienen que pasar las navidades bajo la nieve del norte (no siempre una aventura grata para los seres equinocciales), envían dinero a sus familias acá. Obvio, es diferente elegir a verse obligados y la invitación incluye el norte global asiático, a ver si nutrimos al menos por unas semanas el intercambio cultural y vencemos la xenofobia. Aun así, entre el invierno japonés y el bogotano (así sus tarifas de electricidad sean solo un 150% más altas) hay un buen tramo…

Queridos y queridas compatriotas del viejo continente, dos o tres meses en Colombia al año no hacen daño, por el contrario, podrían ser buenas para la economía y el ambiente, además de que ayudan a superar nuestro parroquialismo eterno y a relativizar la idolatría al extranjero que nos invade, porque querríamos tener más amigos globales, no sólo clientes o patrones.

Vengan al Guaviare, que se camella rico en San José, incluso en Puerto Carreño o Puerto Inírida, si quieren vivir libres del wifi por unos días, y lo digo sin ironía. Escojan plaza, miren lo que cuesta un arriendo con todo incluido (nada de turismo sexual, por favor) y tráiganse la oficina unas semanas, sus embajadas estarán felices de atenderles sin duda, porque hemos visto gozar Colombia a sus diplomáticos, nos conocen mejor que muchos compatriotas. Encontrarán un territorio desafiante, lleno de oportunidades de negocios si es lo que buscan, pero también, de espacios de reflexión y reencuentro personal: no solo en el Himalaya se puede reflexionar acera del sentido de la vida, el trópico ofrece otra perspectiva.

Si esta propuesta les parece ingenua o inapropiada, les invito a pensar a fondo las implicaciones de los costos de la energía a lo largo y ancho del planeta durante las próximas décadas, y si bien no se resolverán con una amable invitación a compartir beneficios por vía del turismo, es mejor abrir puertas que construir muros…

Migrar durante el invierno del norte al sur ecuatorial podría ser una buena opción.

El contagio trans

Así como con el invento de la “ideología de género”, con el cual un reconocido pontífice de los católicos lanzó hace un par de décadas su cruzada contra la diversidad sexual, de género y de familia, cada día aparecen movimientos de personas incapaces de respetar el fuero y el cuerpo y las maneras de expresar el amor de cada quien.

Afortunadamente el Papa Francisco ha revertido en su comunidad, al menos parcialmente, la barbaridad, pero es algo temporal, lo tememos. Pero ahora el turno de amenazar es de nuevo para la ciencia, o la mala ciencia, habría que decir, que como en siglos pasados se usa para justificar la discriminación y la construcción de miseria, en este caso a costa de la construcción de la identidad de niños y niñas y niñes que al crecer se confrontan profundamente acerca de su manera de manifestarse en el mundo, construir relaciones significativas y desarrollar su talento sin tener que preocuparse por darle gusto a los demás, esta vez, en temas de género, preferencias sexuales o concepción de la familia.

 

En síntesis, la misma lucha por la libertad de siempre, que, revirarán, no lo es, sino “libertinaje, que es otra cosa”.

La broma irónica acerca del “rayo homosexualizador” con la que nos reíamos ante los temores del potencial contagio gay está teniendo un nuevo despliegue contra las personas transgénero debido a la publicación irresponsable de un artículo en una de las revistas de ciencia más famosas del mundo, PLOS ONE, que acogió hace unos meses un escrito de Lisa Littman, quien afirmó en él, “con datos”, que había evidencia de cierto efecto de grupo, es decir, contagio de comportamiento, manifiesto a través de las redes sociales, que estaría impulsando a los y las jóvenes, vulnerables en plena adolescencia, a cambiar de género. Básicamente, “ponía en evidencia” una epidemia de transgenerismo.

La revista, de acceso abierto, que se compromete editorialmente a “verificar únicamente si los experimentos y análisis de datos fueron desarrollados rigurosamente, dejando a la comunidad científica evaluar su importancia, mediante debate y comentarios”, tuvo que reconocer luego que algo no funcionó, cuando se hizo evidente que el citado artículo no tenía la consistencia mínima requerida para hacer las afirmaciones que hacía, ya que la fuente “objetiva” de información habían sido precisamente los padres preocupados por sus hij@s transgénero.

Básicamente, una “investigación” con una pregunta legítima, resuelta de una manera totalmente inadecuada, puro sesgo de confirmación. La revista trató de echar reversa, pero el daño ya estaba hecho: padres y madres norteamericanos, desconsolados por las elecciones “inadecuadas e inmaduras” de sus hijes ya habían configurado coaliciones enteras y un movimiento “solidario” para protegerles, cosa rara, de si mism@s.

El argumento creciente es que la libre elección del género, que se expresa acorde con las certezas, convicciones y experiencia de vida de cada quien, desde que nace, no puede hacerse sin el consentimiento de los padres, debido a que los y las jóvenes que ansían manifestarse de acuerdo con su personalidad no están en condiciones mentales para hacerlo: la presión social de “una época de perdición” les tiene confundid@s, les ha lavado el cerebro y hay que encerrarles en el asilo hasta que hayan reflexionado lo suficiente como para reconocer su error y “aceptarse”.

La misma “terapia” de siempre, la disciplina disfrazada de buenas intenciones, pero letal para una persona que sabe desde su primera infancia que no puede expresar su identidad de género porque a alguien no le parece, una persona que al cumplir la mayoría de edad ya tendrá lacerada el alma y el cuerpo.

La educación en casa y en la escuela es un vehículo central para transferir los valores y principios de una civilización a lo largo de los tiempos, dando cohesión a la sociedad, un sentido y un propósito compartido. Pero sabemos que puede utilizarse para adoctrinar con el simple gesto de suprimir el libre albedrío, restringir la libertad de expresión y anular la capacidad crítica de las personas, para aprovecharse de ellas. La historia es ese debate.

En el tema de género, en occidente aún existen instituciones que separan niñas y niños con argumentos pseudocientíficos, seguros de que su encuentro, regulado, producirá en su momento seres cada vez más virtuosos. En esa polaridad, los estados intermedios (que somos la mayoría, pues “puros” machos o hembras solo existen en la deficiente y violenta biología imaginaria de quienes pretenden ejercer la autoridad de género) son violentamente “corregidos”, incluso apelando al cuerpo médico y otros recursos, cierto, y peor, en otras sociedades sólo hay un género con derechos, pues ni siquiera existen las mujeres como personas o continúan siendo desaparecidas.

La disciplina de género existe, es ruda y aún está presente en el país, para no irnos al extremo de Afganistán, y también se usa acá como arma de guerra y control político, causando muertes, dolor y frustración.

El reciente informe de la Comisión de la Verdad sobre violencia contra la comunidad LGBTIQ+ lo muestra sin tapujos. Pero lo más grave es que se siga buscando justificación estadística y apariencia de rigor científico en las cruzadas contra la diversidad sexual, de género o sus expresiones de cuidado, es decir, de familia, como en el caso de las demandas de personas preocupadas por el “contagio transgenerista”; China ya vetó muchos de sus artistas por “exceso de feminidad”, como si no tuvieran un problema inmenso de asimetría demográfíca causado por los abortos de mujeres en tiempos de la política de un solo vástago.

El trasfondo del asunto sigue siendo la convicción, que puede entenderse como producto de la historia, pero no justificarse más, de que existe solo una manera “natural” (una falsa correlación con “virtuosa”) en las que el sexo, el género y la familia pueden existir, y sobre todo, manifestarse estética y comportamentalmente, que es lo que fastidia a la larga, como si en la multiplicidad de culturas y los miles de años de existencia de lo humano no se hubiera demostrado lo contrario, que la diversidad es regla.

Con la anotación de que nadie está obligado a ser o “hacerse diferente”, pero sí, a respetar el deseo y las búsquedas de sentido de los demás.

La construcción de conjuntos de datos para justificar cualquier cosa es parte rutinaria del entrenamiento de un científico, con el fin de detectar las falacias y las intenciones o sesgos voluntarios e involuntarios en los que incurrimos las personas cuando deseamos tener la razón o nos conviene más una versión de las cosas que otra. La mejor escuela para practicar al respecto y divertirse al tiempo es el famoso programa de “alienígenas ancestrales”, una maravillosa producción de falacias, desarrolladas de manera plausible a partir de una manera particular de ver y juzgar las correlaciones entre hechos (a menudo también supuestos), una práctica a la que estamos confrontadas las personas y que resulta fundamental en la construcción de todo tipo de conocimiento.

Al final, somos libres de adherir a las hipótesis que queramos, torpe o cuidadosamente sugeridas por cualquiera: twitter, como los chismógrafos premodernos, también es una fuente inagotable de tonterías y errores (a veces mortales cuando creemos en publicidad engañosa), pero le damos la bienvenida como reto y parte fundamental de la libertad de expresión, a menos que inciten al odio o la discriminación negativa.

La verdad es un producto colectivo de estabilidad incierta, pero que requiere unos niveles mínimos de consistencia para permitir la adaptación de la sociedad al mundo. Funciona hasta que la suma de contradicciones del acuerdo que la sostiene se hace tan evidente que debe ser reemplazada.

A eso se llama cambio de paradigma, y no sucede sin traumatismo, es cierto. La diversidad de género que hoy evidenciamos, por ejemplo, no es resultado de ninguna epidemia, sino el reconocimiento de un complejo proceso de liberación humana de un mecanismo de opresión milenario y una invención arcaica que fue conveniente a lo largo de la historia para ciertos fines, pero a un alto costo, y que hoy emerge como una revolución inusitada, una que viene reestructurando las civilizaciones, obviamente algunas más que otras.

Porque sabemos que el solo hecho de vestirse con “las ropas inapropiadas” conlleva al destierro en muchos países del mundo, cuando no a la pena de muerte.

A ver si entendemos que lo que se contagia realmente es la libertad, en este caso de género, como vacuna defin

Seres del agua

In memoriam José Iván Mojica

Las cosas son más o menos así: en la categoría de seres que habitan los ríos, los lagos, las ciénagas, y en general todos los cuerpos de agua de nuestro país, incluidas las represas y las pozas de acuacultura, los manglares, los acuarios caseros o las selvas inundables se encuentran los renacuajos, las tortugas planas, las babillas y algunas aves, los camarones y los peces. Eso, en este nivel del mundo.

 

Las toninas o bufeos son gente, coqueta, y hay un hombre caimán suelto en medio de otros misterios. Los patos, aunque vuelen, no son de la misma naturaleza que los tucanes o las águilas, se agrupan con las ranas, los micos y los grillos. Y adivinan bien si establecen un parentesco claro entre las libélulas, no cuando vuelan, que son de otro mundo, y los peces, porque en el reino donde rige la anaconda, es el agua la que define el régimen de identidades, los derechos, la palabra de cada quien. Y aunque el jaguar sepa nadar, su dominio es la tierra, su lógica es andar, no nadar.

Hay muchas maneras de organizar y nombrar el mundo, aprendería pescando por los ríos de Araracuara, y ninguna más verdadera que la otra. La diferencia no es trivial, sin embargo: si bien los sustantivos, cuando existen, tienden a coincidir con entidades con las que compartimos el mundo, los adjetivos, cuando existen, transforman su esencia hasta el paroxismo. No es lo mismo una sabaleta de sol que de luna, así en el sistema de Información de Biodiversidad para Colombia sean la misma cosa. No es lo mismo que sea de quebradón que de propio río, así parezca que la subienda o las migraciones las empareje. No es la misma en verano que en invierno, así su cuerpo lo parezca.

No es lo mismo un pez que lleva nadando décadas en formol, triste y descolorido, en medio de un cardumen de frascos de museo que una sardina que destella cuando brinca por el raudal. Y no es un ejercicio de valoración estética lo único que define la legitimidad de las clasificaciones: es la coevolución de cada cultura con su entorno la que hace que existan diferentes epistemologías y haya que respetarlas, así los chamanes de ahora, benevolentes, sonrían cuando las llamamos magia. Vengan con su ciencia a habitar las selvas, nos dicen, tras quinientos años de intentar comprenderlas, coloniales, o trescientos de modernidad, si se quiere: casi que lo único que hemos producido es violencia, deforestación y desecación como alternativa, muerte.

La neuroecología nos enseña que el aparato cognitivo de los humanos, es decir, la suma de mecanismos perceptivos e interpretativos con los que construimos nuestra posición física y simbólica en cada ecosistema es un hecho determinante con el que damos sentido a nuestra vida, y si bien somos capaces de reconocer nuestra libertad para cazar, pescar, criar, cultivar, hacer mina o hacer casa, nada de ello está desconectado de lo demás. La adaptación, si bien es un hecho material y concreto, requiere interpretación, coherencia y conexidad: no existe la naturaleza allá afuera, y si la ciencia occidental insiste en tratar lo no humano como objeto, es porque lo ha arrancado con violencia de su ser, causando un desgarramiento letal, pues la gente, las personas no pueden vivir sin mundo. La soledad es brutal, además.

En el río grande y espeso, los silúridos no se ven casi, hay que lanzar un anzuelo o malla para atraparlos, el agua es turbia y solo podemos presentirlos. No son buenos para comer, pero como los blancos no habitan, en el pleno sentido de la palabra, la selva, pagan por ellos y los llevan a Paloquemao congelados en un avión. El intercambio legitima la captura; la deuda ecológica se acumula en las plazas de mercado, los restaurantes, la barriga de los que comen sin pensar, a menudo a medias porque dejan en el plato para que se pudra lo que su hambre no entendió o no supo agradecer.

Doña Juana acaba por consumir lo que las tripas de los bogotanos abandonaron, y el río, poco a poco va quedando vacío. Por fortuna, los cachacos comen pocos peces con escama, salvados de su voracidad porque las espinas atoran; los únicos que sajan bien el bocachico son los costeños anfibios, arrinconados en ciénagas cada vez más pequeñas, donde las vacas y el arroz rompen las conexiones vitales del agua y no dejan más remedio que salir a la carretera a vender una sarta de pescaditos para comprar un analgésico para mamá, con cáncer.

No sabemos, desde acá, si en esa vía se encuentran y chocan las epistemologías o es solo un problema coyuntural en el cual los modelos de salud de dos culturas no pudieron hablar y colaborar entre sí porque uno se impuso a la fuerza, tal vez lleno de buena voluntad, presumiendo un alcance de verdad que para el otro fue inusitado en algún momento de la historia.

Ya no: la lógica agroindustrial no dejó espacio para las comunidades anfibias, paga pírricos impuestos o cobra subsidios para seguir engordando y destruyendo, mientras el trabajo de otros provee, con las uñas, la ciencia de un sistema de salud que, con otra verdad, a veces cura el cuerpo, nunca el ecosistema, porque el presupuesto que Colombia designa para hacer ciencias es tan miserable, que deja en evidencia la discriminación contra todos los sistemas de conocimiento. La discusión por el alcance de la verdad es inútil si el Estado solo reconoce la suya, la de la voracidad y la codicia con que algunos justifican su gobierno.

Dr. Wasserman, el problema no es que aún existan las creencias mágicas, que los pueblos más aislados del Amazonas crean que con gárgaras de plantas mediterráneas se cura el Covid, o que la gente en las oficinas bogotanas hubiera usado hipoclorito para lo mismo. El problema es que la construcción de conocimiento en nuestro país no es del interés del país, y por eso el Dr Patarroyo recibió los fondos para sus investigaciones como dádivas de los lores gobernantes, no como parte de un sistema que cree en las ciencias, en el debate abierto y crítico que propone la investigación metódica y genuina, y no en el fomento de un sistema que confunde la carrera por los “papers” con la relevancia y la bondad que requeriría el uso de los impuestos.

Comparto su preocupación por el uso de la verdad, escaso, pero la prevalencia de la homeopatía me preocupa más que la financiación de proyectos a las comunidades locales, porque sé que en su pragmatismo utilizarán mejor los recursos que muchas de nuestras universidades, y mejor aún si desde ellas trabajamos hombro con hombro.

José Iván dedicó su vida entera al conocimiento de los peces en Colombia. Nunca dejó de viajar por todo el país, de pescar, de comer pescado, de hablar con los pescadores. Ahora se llevó sus historias a la maloca del río, allá donde Nano lo recibirá con alborozo para debatir por el futuro de las palometas y, ojalá, del resto de nosotros. Sin sumercé y esa clase compacta de ictiología que tuve el privilegio de recibir en la cafetería de la U, que luego completaría con mis paisanos en Amazonia, nunca hubiese entendido el alcance de la ecología.

Gracias por la vida, gracias por todo.

Foto: Twitter/Instituto de Ciencias Naturales – U. Nacional

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Daktari

Foto: Cortesía

No creo que la nostalgia sirva para mucho, pero recordar el pasado permite entender, a la vez que disfrutar, algunas de las razones. Nada me gustaba más un domingo en la mañana que ver en televisión, después de Animalandia, las aventuras del combo elefante-chimpancé-león bizco filmadas en un refugio de animales en California que simulaba algo parecido al África.

 

Tendría unos 7 u 8 años entonces y era ávida consumidora de series con bichos, incluidos Flipper y Lassie, el pato Saturnino y Lancelot Link. El tiempo infantil es eterno y entonces aguantaba más horas de televisión de las que tiene un día: el aparato de propaganda anglosajona era avasallador y no había manera de sustraerse a esas aventuras o a las de Tarzán… filmadas en Georgia.

Tardé décadas en descubrir que la plausibilidad de esas series radicaba en la inclusión de imágenes reales de los paisajes donde se desarrollaban las aventuras de cada episodio, eso sí, filmados en estudios construidos en el patio de atrás de las industrias productoras. Otras series como Daniel Boone, Bonanza o El Llanero Solitario presentaban personajes originados en la sociedad y la ecología semidesértica del “lejano oeste” o de las grandes planicies centrales de los Estados Unidos, con sus colonos, indios y vaqueros estereotipados.

Creo que de no haber viajado tanto en mi infancia y juventud por las carreteras colombianas la intoxicación mediática hubiera tenido efectos letales en mi personalidad, algo que por supuesto no puedo excluir por completo de este ejercicio catalizador casero que son las columnas de opinión. Juzgarán…

Poner en su lugar cada una de esas experiencias culturales foráneas tomó un tiempo, pues la colonización no sólo fluía por unos canales de televisión que adquirían y retransmitían más del 70% de su contenido con base en la filmo y discografías estadounidenses, sino que iba empaquetada en la glorificación del modelo de desarrollo de la postguerra y de los valores de la democracia liberal, esa glorificación de la riqueza monetaria que liberaba a las personas gracias a las posibilidades de mercadeo de su talento y cualidades creativas. Con el tiempo también aprendía a relativizar esa meritocracia populista que más bien nos empareja a todos con los Tres Chiflados.

Necesitaría un viaje a Hyderabad en 2015 (cortesía de la convención de diversidad biológica) para tener una inmersión profunda en su contraparte bollywoodense (¿bolivudense?) India, maravillosa, que hizo más por relativizar mi colonial formación que Pinina o Capulina, con quienes nunca logré inspirarme. Me falta el cine nigeriano, promisorio, y agradezco como colombo catalana haberme salvé del soso y desteñido cine español que exportaba el franquismo.

Cada maquinaria de propaganda cultural configura un ejemplo de valores oficiales aparentemente compartidos por los miembros de las comunidades que las detentan, tristemente convertidos por el mercadeo en “marca país”, un mecanismo nada sutil mediante el cual se simplifica y limita la comunicación con el fin de colonizar la mente y los hábitos de “los otros”, una especie de fábrica de fanáticos ”light de unas industrias creativas que alimentan ferias, reinados y festivales de toda índole, alfombras rojas y toda la parafernalia de la farándula, extraño concepto contemporáneo que fabrica, eleva al cielo y eventualmente suicida a famosos y famosas con precisión irritante, por lo tedioso. Al menos el león Clarence o la mona Judy nunca necesitaron asesores de imagen…

La identidad, personal, regional o nacional, que buscamos ansiosamente es un problema complejo. Lo plantean los grandes filósofos contemporáneos, los sicoterapeutas y los “influencers”. De ahí tanto libro de autoayuda, tanto marketing con propósito. Curiosamente, conocerse a sí mismo ahora parece imposible, pues “si mismo” es una amalgama increíble de posibilidades, algunas sugeridas cariñosamente por la familia, otras impuestas por las costumbres, las instituciones formales y la necesidad de ser o parecer alguien… distinto.

El asunto es que la velocidad conspira contra la identidad, todo cambia demasiado rápido y la fugacidad impide aprehender ningún fenómeno, diría qué para bien, porque se acelera la producción de posibilidades y aunque nos angustia lo efímero, crece la incertidumbre y con ella florece el Arte, con mayúscula. Así la comunicación se haga más compleja, podemos estar siendo quien se nos dé la gana y nos podemos inventar una y mil veces, un fenómeno emergente y paradójico derivado de la interconexión entre sobrepoblación y redes sociales, que representa la frontera de lo humano y nuestras capacidades de explorar y habitar este extraño mundo que hemos construido.

Bizca como el león de Daktari, vi la instalación del nuevo Congreso de la República y decidí mejor buscar en Youtube episodios viejos de Tierra de Gigantes y la Isla de Gilligan que nunca creí poder volver a ver. A ver si entiendo en qué país me desperté hoy.

“Tenemos que dejar de depender de los hidrocarburos”: Brigitte Baptiste

La reconocida Bióloga, rectora de la universidad EAN  y columnista de Confidencial Colombia Brigitte Baptiste, nos contó qué piensa de lo que acontece en el país en el sector ambiental.

¿En qué anda Brigitte?

 

Brigitte Baptiste: Estoy regresando de la entrega de la evaluación de valores de la biodiversidad (IPBES) por sus siglas en inglés, que es la Plataforma Intergubernamental Cientifico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas.  Después de cuatro años de trabajo con más de 80 expertos, llegamos a una serie de mensajes para todos los gobiernos que hacen parte de la plataforma. Mi intención es  contarle al mundo de qué se habló y cuáles son esos resultados, el más importante indudablemente: tenemos que entender que la biodiversidad se tiene que valorar desde muchos ángulos, desde muchos puntos de vista, y por muchos actores, para luego controvertir donde sabemos que tenemos diferencias o convergencias también. Eso me tiene muy contenta, porque es el cierre de una etapa de trabajo internacional importante, y luego aquí en la Universidad EAN por supuesto continuando con esa reflexión sobre lo que significa el emprendimiento sostenible, que queremos ofrecerle no solo a los estudiantes sino a toda la comunidad que está reflexionando sobre qué viene para Colombia en estos próximos años, que van a ser tan críticos tanto en la economía como en la ecología.

Se habla de una hambruna mundial causada por el cambio climático y la guerra, ¿eso sí se puede dar?

Brigitte Baptiste: Muy  paradójico que después de tantos años volvamos a tener que mirar de frente al hambre y, si viene una recesión vamos a tener más hambre, seguramente y, con cambio climático pareciera que el panorama no es el más promisorio. Pero lo cierto es que sabemos que hay muchos retos para mejorar las condiciones de la producción, distribución, consumo y disposición de desperdicios en toda la cadena alimentaria, y hay mucha gente que sabe cómo hacerlo bien. Yo creo que el tema es de organizarnos para para no morirnos de hambre y para que todo el mundo tenga la posibilidad, como dice el Objetivo de desarrollo sostenible: “ de no pasar hambre”, y ese reto, lo compartimos  todas las personas, independientemente de nuestra ideología.

¿ Los recursos asignados al  Ministerio de Medio Ambiente están cumpliendo con los objetivos de proteger el medio ambiente?

Brigitte Baptiste: Creo que ese es otro de los retos de la institucionalidad: aprovechar al máximo los recursos, priorizar. Yo creo que la palabra siempre es priorizar, y hacer que esos recursos actúen en sinergia con los del sector agropecuario, con los del sector minero energético y con los de todos los sectores.  La sostenibilidad se construye de manera transversal, no podemos pensar que los proyectos ambientales son solo ambientales, todos tienen que estar enraizados en algún tipo de actividad realmente sectorial.

¿Le gusta Susana Muhamad como ministra de Medio Ambiente?

Brigitte Baptiste: Por supuesto,  le damos la bienvenida y, nos alegra mucho que es una persona que conoce el sector, que ha tenido una trayectoria importante aquí en Bogotá, que es un escenario donde hay que torear muchas cosas. Tiene que abrir la mente para llegar a todo el país para que el proyecto de construcción de una ciudadanía ambiental sea realmente incluyente, que sea un proyecto que contribuya con la paz y con la concertación. Esto último, porque hay diferencias muy grandes en la forma en que entendemos esa construcción de sostenibilidad y sería muy triste que sea en el sector ambiental donde se radicalicen más las visiones y eso no quiere decir que no tengamos una propuesta con carácter, una propuesta decidida como ella misma lo ha mencionado, de revisar todos los temas de  minería a gran escala, todos los temas de deforestación y, un tema de ordenamiento territorial basado en agua y biodiversidad con lo que también concuerdo. Se abren muchas expectativas para que todos los sectores encuentre  ahí un espacio de conversación, un espacio de renovación y no de conflicto.

¿Es posible que  lleguemos a una economía verde?

Brigitte Baptiste: Estábamos hablando de esto en el Congreso de Acodal (Asociación Colombiana de Ingeniería Sanitaria y Ambiental), con Elizabeth Hudson de Jaramillo, quien es miembro de la Misión de Sabios, con la exministra Mabel, y con Clara Solano de la Fundación Natura, quienes nos recordaron que ya existen diez volúmenes de la Misión de Bioeconomía donde hay un análisis muy profundo sobre el potencial que tenemos y los caminos para que eso se acelere. Creo que  los empresarios,  los sectores de la economía nacional y todos los actores, saben que es inminente una transición hacia un modelo bioeconómico y que tenemos que hacerlo rápido pero con serenidad.

El Gobierno Petro plantea una economía verde al incrementar el cultivo de aguacate y así dejar de la minería, los hidrocarburos, ¿usted ve viable este cambio?

Brigitte Baptiste: Tenemos que dejar de depender de los hidrocarburos y esto es parte de una transición planetaria, el tema de saber  marcar los momentos y los movimientos más adecuados para no causar un traumatismo que resulte más costoso que los resultados que podamos ir obteniendo, porque se trata de algo que está muy en entreverado  con las prácticas de la economía colombiana y hay que saber cómo desprenderse sin causar  grandes heridas.

Colombia es un país que debe migrar hacia la producción de alimentos, la exportación de alimentos, generar seguridad y soberanía alimentaria de nuestras comunidades. Es increíble que hayamos dejado de producir comida en el campo y eso la pandemia lo demostró y coincido con la ministra Cecilia cuando dice que Colombia tiene que volver a producir comida, así que con la bioeconomía tenemos una oportunidad importantísima.

El tema de los biofertilizantes, por ejemplo, se mencionó también en el  evento de Acodal para poder contrarrestar esa dependencia que tenemos de los fertilizantes de síntesis. Tenemos una oportunidad gigantesca de hacer agroecología, creo que el próximo gobierno tiene ahí una gran beta para cambiar el país.

Fedemol dice que las tierras colombianas no son aptas para cultivar trigo, ¿eso es cierto?

Brigitte Baptiste: Yo conozco la historia del trigo sobre todo en la región del norte de Boyacá donde fue tan importante en los años 50 y 60, El Cocuy exactamente, en Chita que tiene una tradición panadera deliciosa, y claramente el trigo dejó de cultivarse, no porque los suelos no lo permitieran, sino, por el trigo canadiense importado que comenzó a inundarnos en los tiempos de la apertura de la economía. Sí tenemos tierra para sembrar trigo, yo creo que tenemos que volver a activarla, pero, Colombia no es un país triguero, es un país donde hay unos niveles altos de autoconsumo de trigo. Es muy difícil competir con cultivos subsidiados industriales que vienen de Canadá o de Ucrania o que vienen de cualquier otra parte del mundo.

Colombia tiene no solamente cereales de especies foráneas, sino, que tiene una cantidad de productos especiales empezando por el maíz, que realmente es el que tenemos que reactivar en primer lugar para ocupar todos los espacios de la agricultura que tenemos que recuperar.

Mr. Webb´s universo

Algo de oro colombiano debe haber en el recubrimiento de 48 g que hay en los espejos de berilio del telescopio espacial que acaba de revelar las imágenes más impresionantes del universo, después de una inversión de diez billones (miles de millones) de dólares, años de trabajo de más de 20.000 ingenieros y las ansias de demostrarle a un mundo que cambia de poderes que los Estados Unidos de América son aún la gran potencia que transformó todo con su tecnología. Entre tanto, los Emiratos Árabes se proclaman los colonizadores naturales del desierto marciano, la India, mas pragmática, reina de las comunicaciones interestelares y, eventualmente con China, de la minería extraterrestre.

Sin su antecesor, el venerable Hubble, nunca hubiésemos tenido la inspiración de la belleza revelada y multicolor de la diversidad estelar, un paisaje de millones de años luz de amplitud visto en el primer mapa completo del universo en 2020, annuus horribilis pandemicum, así como centenares de miles de artículos científicos que verificaron, descartaron o pusieron en duda las teorías de la física contemporánea, además de nutrir los escenarios espaciales del cine de ciencia ficción.

 

Miles de planetas, por otra parte, han sido descubiertos en los últimos años, dándonos una sensación de abundancia inigualable, como si estuviésemos a punto de encender el motor colonizador y dispersarnos: hay tantas oportunidades allá afuera, que estamos a nada de establecer una colonia boyacense en SQ267 sin pelear con nadie.

No me malinterprete, Mr. Webb, soy la más apasionada de la exploración espacial, de pequeña reconocía la topografía de la Luna y sabía que Ganímedes era un satélite joviano que no tenía las ciudades imaginarías que Josip Ibrahim le había implantado. Tuve armado en mi armario el modelo del cohete que había llevado los astronautas del Apolo 11 por mucho tiempo y también sabía que el Dr. Spock era Leonard Nimoy, que mis verdaderos amigos eran los que se aguantaban sin chistar las escenas infinitas de la construcción del Enterprise antes del primer episodio del “boldly go…” en cine y que mi rol model era la consejera Deanna Troy.

El problema Mr, Webb, y sé que ya no nos acompaña en este planeta, es que este, precisamente su planeta, donde logró convertir a la NASA en la más poderosa agencia de exploración espacial gracias a su talento, está a punto de colapsar, un poco antes de tener listas las naves para evacuar; una mala idea, sin duda.

Estaría bien entonces, apelar al recuerdo de sus habilidades burocráticas en la interfase científico política para mirar si con una fracción de lo que costó el telescopio que hoy lleva su nombre, salvamos este aporreado mundo y lo que lo sustenta, que no es otra cosa que la expresión de las leyes de la física en formato bioquímico, la potencia de un planeta carbónico en crisis, amenazado por su último invento biológico, la gente.

Mr. Webb, estamos a punto de clarificar el origen del universo. Pero si no nos da una ayudita, también el de nuestro fin. Hay que invertir en este planeta y recuperar algo de su funcionalidad ecológica, lo dice todo el mundo, y parece que existen los recursos y capacidades para hacerlo, usted lo demostró, sólo que están ocupados en otras tareas. ¿Cómo le hacemos?

Ecología del metaverso

Nos hicieron creer que dejar de utilizar papel y convertirnos en usuarios digitales de la lectoescritura era un gesto ecológico que convenía, para ahorrar árboles. Como si lo que se sembrara no se pudiese cosechar y luego, reciclar y compostar para volver a incorporar al maravilloso ciclo de la vida que gracias a hongos y bacterias nos permite continuar sobre el planeta. Nos dijeron que comunicarnos mediante las redes sociales era más barato y eficiente y que la conectividad global era un regalo de la tecnología que nos iba a permitir dejar en paz el mundo tosco de lo orgánico y, gracias a su capacidad de transformar energía eléctrica (térmica, hidro o solar, no importa la fuente) en datos, abrir un universo de bienestar inimaginado.

Nos dijeron muchas cosas, además de convencernos de que ir abandonando el mundo en aras del otro mundo nos haría más libres y felices, ante sus infinitas posibilidades, un cuento que ya nos han echado varias veces en la historia las instituciones religiosas. Lo que no nos dijeron es que ningún mundo está aislado, e incluso la construcción de mitos e historias en nuestra mente depende de la cantidad de carbohidratos, grasas y proteínas que hayamos ingerido: el metaverso, el pluriverso o el multiverso, poblados cada uno con sus ángeles y demonios, sus videojuegos o sus campeonatos de fútbol, su pornografía interactiva o sus galerías de arte y sus museos, son ecosistemas donde la materia, energía e información se siguen intercambiando con mayor o menor entropía, con o sin agujeros de gusano, al menos hasta que se confirme la teoría de que existe un universo de antimateria paralelo al nuestro que tiene goteras.

 

Muchas cosmogonías proponen diversos planos o niveles de la existencia: la clásica griega, que al mezclarse con la judeo cristiana se convirtió en un aterrador y unívoco modelo “infierno-mundo-cielo” o como las amerindias americanas, con mundos invisibles pero interconectados en lo cotidiano y donde hay que estar negociando constantemente con ayuda del chamán, o como las hinduistas y budistas, que proponen ciclos infinitos de creación y destrucción que pueden ser letales si nos atrapan en una rueda de transmigraciones entre mundos, la gran simulación, el Samsara.

El metaverso tecnológico es, por ahora, mucho más prosaico, pero no por ello menos retador en términos de nuestra búsqueda de una redefinición del cuerpo y de su mundo material, en una perspectiva identitaria y ecosistémica de escala cósmica. Si la humanidad alcanza a constituirse en creadora de planetas y coloniza el universo gracias a su capacidad de domar la energía de las estrellas sin haberse autoeliminado (lo que la ecuación de Carl Sagan consideraba seriamente), seguramente lo hará con una profusión de materialidades mucho más diversa de lo que incluso la más avezada novela de ciencia ficción ha hecho…

Prohibir la pesca deportiva es un claro ejemplo de esos actos que nos distancia de la materialidad relacional con la que debemos enfrentar y dar significado a nuestra carnalidad y existencia en el mundo, en este caso una imposición errónea de las cortes que confunde la relación entre individuos de diferentes especies con la relación sistémica de la cual dependemos, confundiendo peligrosamente niveles de operación bajo premisas bondadosas pero que insisten en que la humanidad migre a lo sobrenatural como “solución”. Ya ha pasado muchas veces en la historia, de manera más lógica, como en el caso de los consumos restringidos de carnes en los diferentes mundos superpoblados del pasado, como bien señaló Marvin Harris.

El poblamiento de entidades en el metaverso avanza rápidamente y como era de esperarse, ya hay guerra entre innumerables frentes. China, Europa y los Estados Unidos necesitan decenas de nuevas plantas nucleares o represas para mantener el ciberequilibrio que apenas deja resquicios para ser habitado por las naciones con menos capacidades tecnoenergéticas, que quedarán rezagados en el mundo orgánico, para muchos, más que suficiente.

El sueño, sin embargo, es habitar el metaverso con renovada capacidad creativa, dada la libertad de movimientos que nos depara la existencia simulada dentro de la máquina. Habrá bandeja paisa digital, hipopótamos invasores y por supuesto, políticos reencauchados, pero más allá de ello, contingentes y avanzadas transnacionales para conformar esa amalgama intercultural inevitable, que, como en el ADN convencional, buscará retroalimentar nuestra paupérrima realidad con sus quimeras, liberándonos de muchas tonterías pero introduciendo otras: imaginen los regímenes de control de la sexualidad infinitamente más compleja que ya se despliega en el metaverso y que nada tiene que ver con la reproducción de la especie, al menos directamente.

No hay que equivocarse, la generación de una nueva capa de la existencia traerá una gigantesca revolución en esta, tanto por la energía implicada en su establecimiento y funcionalidad, como por la aparición de rutinas cibernéticas que se encarnarán en este mundo, algunas monstruosas, algunas virtuosas. Ya sabemos que la capacidad adquisitiva de un nuevo teléfono inteligente y un paquete de datos nos hace parte de un nuevo orden social…

Esperemos que Hawking haya estado equivocado, y logremos insuflar suficiente humanidad en el ciborg para que su presencia ecológica en el mundo no nos reduzca a presas de la inteligencia artificial. En cualquier caso, existe una ecología emergente del metaverso que no es independiente de la de este mundo, ya profundamente transformado por los seres humanos, que somos lo que está siendo la naturaleza, no lo que algunos, tal vez ingenuos, siguen imaginando que es.

¿Ordeñar matas?

Durante los últimos años se ha incrementado sustancialmente el consumo de leches vegetales (almendra, soya, avena, coco) bajo la premisa de que son más sanas y mejores para el ambiente y la salud porque no involucran sistemas de producción animal. Sin embargo, los datos no corroboran estas hipótesis que se han venido convirtiendo en mantra de ciertos modos de vida “alternativa”, cada vez más insostenibles por no incluir la ecología en sus reflexiones.

Reconociendo que las leches vegetales son sabrosas, que hacen parte de la libre elección gastronómica de las personas y que son una alternativa para quienes se declaran (aunque a menudo sin datos) intolerantes a la lactosa, es bueno revisar sus aparentes bondades, especialmente para Colombia, donde copiamos modas sin pensar mucho en sus consecuencias. Lo primero que hay que decir es que las leches vegetales son todas importadas, lo que ya implica un costo y una huella ecológica importante: transportar líquidos envasados es gravoso, y hace que los sellos de sostenibilidad del producto en el país de origen, si es que los hay, pierdan su sentido. El 80% de las almendras del mundo se produce en monocultivos en California, un estado cada vez más seco, seguido por Europa y África mediterráneas, donde también el cambio climático comienza a afectar los agroecosistemas y la disponibilidad de agua para riego. En contraste, producir y consumir leche local, pasteurizada o transformada en queso y otros productos, implica una huella de carbono alta por las emisiones del ganado, pero comparativamente menor que todo el proceso de exprimir frutos secos para extraerles… agua.

 

Las ganaderías de leche pueden ser muy sostenibles con un adecuado manejo de los paisajes productivos, tanto desde el punto de vista social como biológico: aparte de generar una base de desarrollo rural para miles de personas, a menudo pequeños productores, podrían contribuir a la protección de fuentes de agua y al buen manejo del suelo en las regiones productoras. El problema en Colombia y en Cafarnaum es que muchos productores siguen jugando sucio, textualmente, permitiendo que las vacas defequen en el agua cuando van a beber a las quebradas, así la ley lo prohíba hace décadas. El manejo de las heces derivadas de los sistemas de producción animal es causante de uno de los peores problemas del mundo, la contaminación por exceso de nitrógeno y fósforo que terminan en lagunas y costas, donde alimentan mareas rojas de algas tóxicas. Curiosamente, en una era donde el precio de los fertilizantes se dispara por la guerra europea, seguimos desperdiciándolos y desconociendo las propiedades de la gallinaza o la porquinaza bien manejadas y el potencial de una agricultura ecológica menos mítica, basada en mierda local, casi siempre ubicable en el rango de la “ciudad de 30 minutos”.

Las leches vegetales pueden parecer buenas para la salud, pero no parece que lo sean tanto para el planeta, aunque los mercados siguan promoviéndolas porque, a su favor, en toda vereda hay una marranera que vierte sus deshechos en las quebradas locales, llenando el vecindario de moscas y malos olores, impulsando a los demás ganaderos a hacer lo mismo, y disparando el consumo de antibióticos para afrontar los riesgos de bioseguridad, con la complicidad de algunos coprofuncionarios. Un sistema perfecto de maladaptación, donde todes competimos por el premio Darwin, a ver quién se acaba primero, como si en la casa común hubiese realmente un lugar donde resguardarse de la porquería.

Ordeñar matas puede parecer más sostenible que ordeñar vacas, porque muchos le apuestan a ganar, haciendo las cosas menos peor; pero no bien. Las leches vegetales son a menudo un lujo que trae el consumismo “verde”, y que de verde no tiene nada, aunque la publicidad, como siempre, lo colorea. Consumir productos lácteos locales es sin duda una opción más concreta para construir paisajes sostenibles y equitativos, si se hace con las mejores prácticas disponibles y las contribuciones de la ciudadanía.

Precaución

Cuando Scrooge, medio animal, recibió la primera visita del fantasma de las cortes constitucionales futuras, estaba celebrando con su manada la llegada del fuego a su caverna, tras innumerables generaciones que habían buscado desentrañar el misterio de la llama. Con un sonido de tambores y gaitas de millo los múltiples seres de luz, imbricados maravillosamente en fríos destellos estelares, que contrastaban con el calorcito de los chisporroteos de la fogata, le hablaron. A él, Scrooge, el más bruto, que arrancaba en ese momento un mordisco al trozo de carne de algo, tal vez un ñamñam, que habían capturado entre muchos, algunos muertos en la faena. Nunca le había pasado nada así.

-Tienes el poder de cambiar la historia – le espetó la figura fantasmagórica con voz premuisca. -Piensa, ahora que empiezas a pensar que el fuego que has traído a tu caverna será la causa de inmenso sufrimiento para los de tu especie y del mundo entero (en una esquina acechaba un tal señor Dickens, preocupado por su propia existencia: temía lo peor). – Piensa – continuó la aparición, que de este fuego solo vendrán desgracias como las forjas que traerán espadas, calderas que torturarán el agua para convertirla en luz, civilizaciones que dependerán del gas ruso para no morir congeladas… (Ahí se perdió un poco Scrooge, llavaba pocos años vivo, de hecho, no viviría mucho y solo conocía la laguna helada del altiplano, eso sí, llena de buena comida que se podía asar). – ¡Piensa en el metaverso, en las innumerables guerras que seguirán si mantienes prendido el fuego! (Sonaron ciertas notas musicales en el fondo que le hicieron remover la cadera, sin saber tampoco por qué). – ¡Piensa y quédate quieto! – le gritaron los fantasmas, llegando a preocuparle un poco por primera vez.

 

– ¡Millones de seres como tú sufrirán lo indecible por tu causa! – tronó la voz cuando la escasa atención de Scrooge volvía a concentrarse en masticar ñamñam asado, asustándolo hasta el tuétano (el de él, por supuesto). – ¡Toda tu descendencia te maldecirá por el dolor causado! -. Ahí se atrevió a levantar y sostener la mirada y prometió, embelesado por la visión (y poder seguir comiendo en paz, tal vez), mantener viva esa memoria: con la grasa que escurría por su brazo rápidamente hizo un par de churumbelos marrones en la pared para trabajarlos al día siguiente. Dickens tomó nota del churo cósmico y también se prometió volver ¡atestiguaba un origen…!

– ¡Haz lo que debes hacer, Scrooge! ¡No te equivoques! – retumbó la aparición antes de extinguirse como hada madrina de película. Claro, Scrooge no conocía hadas, pero si había visto el rayo, y quedó medio pasmado. Acabó de comer pensando. Y pensó y pensó y pensó durante largos minutos y entendió todo de repente. Pensó escribir un libro sagrado. Pero recapacitó con su primer y último gesto de inteligencia proteica, y con valor y agallas (sus compañeros le miraban sospechosamente hacía rato) se paró, orinó en el fuego y lo apagó.

Dickens alcanzó a entrever entre la sombra las hachas de piedra iracundas que aplastaron el cráneo de Scrooge, quien murió satisfecho (y no tan prematuramente) por haber prevenido el sufrimiento, animal, de una humanidad que se desplegaba y un día, alcanzó a vislumbrarlo, causaría el calentamiento global. Al volver a su colonial Inglaterra en la máquina que le había prestado el Sr. Wells, le contó lo que había visto. Horrorizado, trató de introducir de nuevo las coordenadas del momento cavernícola para regresar al pasado, pero su gesto fue en vano, se desvaneció, inexistente: Scrooge, efectivamente, había cambiado la historia. Por precaución.