Ir al contenido principal

Horarios de atención

De lunes a viernes:
8:00 AM – 5:00 PM

Whatsapp: (+57) 317 599 0862
Teléfono: (+57) 313 7845820
Email: [email protected]

Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Laura Bonilla

Premoniciones

En el momento en que Gustavo Petro ganó las elecciones de 2022, los sectores que conformaron el Pacto Histórico, al igual que muchos analistas, pensaron que la victoria se repetiría en las elecciones regionales. A pocos días de estas, el vaticinio es que eso no sucederá simplemente porque en la política regional hoy en día no es relevante ganar con el pacto. Basta con tener algunos operadores políticos dentro de él para ganar, o adaptarse y buscar otros.

Lo triste es que la debacle no será solo del pacto, sino de toda la izquierda regional, que verá cómo se hunde la posibilidad más cercana que tenía para quebrar el fuerte poder de las élites, clanes, familias u operadores regionales. En el mejor de los casos, tendrán unos pocos apoyos en los concejos y probablemente menos de los que ya tenían. La frustración será tan grande como lo fue la expectativa.

¿Pero por qué no fue posible trasladar la victoria a municipios y departamentos en el primer gobierno de izquierda en Colombia? En primer lugar, porque no se logró mantener la alianza. Las disputas públicas entre distintas facciones de militantes, con otros partidos que formaban parte de la coalición y la imposibilidad de armar listas fueron de conocimiento público. Fue un error garrafal que puso a competir a personas que llevaban años apoyando proyectos de cambio social sin contraprestación alguna con políticos profesionales que elección tras elección se adaptan para mantenerse en el poder. Adivinen quiénes tenían todas las posibilidades de ganar.

En segundo lugar, porque la operación política regional es muy distinta. Las figuras nacionales no impactan en las elecciones regionales a menos que haya transacciones claras con los intermediarios de toda la vida y una muy amplia popularidad que haga que el votante tome decisiones motivadas y entusiastas porque ve la posibilidad de que su vida mejore. De lo contrario, el mecanismo de pago a líderes políticos locales para la consecución de votos con amplios costos de transporte y alimentación, así como las promesas de empleo, se impondrán. Apoyos como el del MAIS a Dilian Francisca Toro reflejan que los antiguos aliados hoy prefieren separarse del Gobierno Nacional con tal de no perder.

Ahora, partidos como el MAIS siguen siendo partidos de Gobierno, al igual que La Fuerza de la Paz de Roy Barreras, y todavía hay varios operadores políticos que vienen del partido de la U. ¿Por qué tan erráticos en su comportamiento? ¿No era más rentable para todos mantener la alianza que los llevó al poder presidencial y ceder en la competencia interna?

En teoría, sí lo era, pero muchos de los políticos profesionales en las regiones perdieron capacidad de negociación e interlocución con el gobierno central y tienen la percepción de que no lograrán obtener ni la burocracia prometida ni los apoyos necesarios para aumentar su capital electoral. Al mismo tiempo, la población común no percibe mejoras en su vida diaria, a excepción de sectores específicos como el campesinado organizado, que ha visto avances en sus agendas y la baja de precios gracias a la política macroeconómica. Pero eso no es suficiente. La política social y su implementación han sido opacadas por apuestas más ambiciosas del gobierno, pero menos conectadas con la gente.

A pesar de los cambios muy positivos, como el rechazo a la estigmatización de sectores sociales y la violencia a la que son sometidos, la tolerancia cero a la violación de los Derechos Humanos en la fuerza pública, la inclusión y la diversidad en el gobierno, no es suficiente. Petro está desaprovechando los instrumentos que le dejó el Plan Nacional de Desarrollo y, especialmente, la posibilidad de fortalecer la democracia y las instituciones locales con programas más locales, efectivos y masivos, como podría ser una renta básica universal para el campo o transferencias condicionadas más eficaces. Incluso, podría avanzar en programas de desarrollo menos retóricos si permitiera que instituciones como el DPS tuvieran mejores desempeños y desconcentraran la burocracia en el próximo Ministerio de la Igualdad.

La premonición es que las elecciones regionales y locales tendrán un desenlace triste en el que el clientelismo regional tendrá un aire nuevo y renovado, incluso a título de independientes. Queda esperar que ojalá yo esté equivocada.

Laura Bonilla

Manual para entender la política colombiana

Nada define mejor nuestro sistema político bidimensional que la indignación selectiva contra quienes rompen las reglas y la negativa a revisarlas. Competimos ferozmente por ver quién hace trampa mejor, pero cuando alguien menciona obviedades como la compra de votos o el clientelismo, corremos a exigir pruebas. Esto quedó claro en el reciente escándalo de la campaña presidencial en Casanare, donde Sonia Bernal, una líder política tradicional, anteriormente afiliada al partido de la U, hizo lo que hacen todos los líderes políticos regionales: conseguir dinero y apoyo a toda costa para luego obtener beneficios.

Mi sorpresa ante los escándalos políticos suele ser mínima. Sin embargo, entre mis colegas analistas, es común preguntarse por qué cada reforma política que realizamos y cada conjunto de leyes complicadas nos devuelven al mismo punto. Mi respuesta es que quizás consideramos que el sistema político en la sombra es la excepción, cuando en realidad es la norma. Por eso, terminamos legislando sobre lo excepcional sin aceptar que es lo común. Por eso, propongo algunas nuevas premisas.

Primero, el sistema político se basa en operadores políticos, no en partidos. Estos operadores pueden ser individuos acompañados por grupos de clientela, apoyos, amigos, familias o clanes políticos profesionales, tendencias o grupos dentro de partidos, y, por último, estructuras partidistas. Estos grupos pueden o no tener una ideología definida, pero su función principal es sobrevivir y mantenerse relevantes. Lo logran mediante el respaldo de patrocinadores políticos nacionales, como César Gaviria u otros líderes, o posicionando estratégicamente a sus representantes en el Congreso de la República, preferiblemente en el Senado.

Esto no implica que nuestros Partidos Políticos carezcan de relevancia. Por el contrario, desempeñan un papel crucial en la organización y gestión de estos operadores políticos. No puede haber un clan exitoso sin el respaldo de partidos que lo respalden, aunque algunos operadores políticos recientemente han optado por crear sus propios partidos. El resultado de sus intentos en las elecciones nacionales aún está por verse, pero sin duda necesitarán formar alianzas.

En segundo lugar, la financiación de las campañas recae principalmente en los candidatos en las elecciones locales y en el Congreso, con raras excepciones. En las presidenciales, la financiación es una combinación de fondos proporcionados por las candidaturas y los recursos gestionados por los aspirantes presidenciales. Esto dificulta enormemente su control. Por lo tanto, los partidos tienden a otorgar avales a quienes puedan garantizar el financiamiento de costosas campañas y que también tengan el capital político y humano para asegurar una eficiente burocracia o contratación pública para cubrir lo que no se logra con la reposición de votos. Esto lleva a los candidatos a buscar desesperadamente apoyo financiero o en especie antes de las elecciones. Además, es importante recordar que los candidatos son responsables de los gastos de transporte y alimentación el día de las elecciones, lo que puede ser una carga significativa, especialmente en las regiones más marginadas.

En tercer lugar, estos operadores políticos dedican los períodos entre elecciones a administrar y expandir su capital político y burocrático. Sus acciones varían según su proximidad al gobierno nacional. Si un grupo o un operador logra controlar la triada Senador + Representante + alcaldes, es probable que su influencia en el gobierno nacional se traduzca en burocracia y que esta burocracia se convierta en favores que gradualmente retribuyan los votos.

Si las lectoras consideran estas tres premisas, comprenderán por qué el clientelismo es la relación más importante en este sistema y por qué es propenso a la corrupción, al mismo tiempo que es resistente a la formación de líderes políticos que puedan desempeñar un papel más positivo en el país. Los avales rara vez se otorgan a líderes regionales comprometidos, y las decisiones en los partidos políticos a menudo son centralizadas. Además, ingresar a la política sin el respaldo de un operador es extremadamente difícil, si no imposible.

En política, todos buscamos ganar y creemos que nuestra victoria traerá mejoras y correcciones. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto y depende de múltiples variables. Por ejemplo, el Pacto Histórico amalgamó liderazgos sociales, políticos profesionales y algunos líderes políticos seleccionados por su capacidad para atraer votos o representar sectores importantes de la izquierda. Esto, en principio, no difiere de las coaliciones en otros lugares del mundo. Sin embargo, al atraer a operadores políticos profesionales, en este específico sistema en las sombras, los puso a trabajar de la única manera que conocen, siguiendo el mismo patrón de conducta de siempre. No se podía esperar un resultado diferente.

Laura Bonilla

Correlaciones y causalidades. La paz total bajo la lupa

Esta semana tuve una amable discusión en X con el exministro de salud, Alejandro Gaviria que puede ayudar a arrojar luz sobre un tema complejo, como la política pública de paz del presente gobierno y la política de seguridad, junto con sus diversos resultados. En el debate hoy hay una premisa casi incuestionable y es que la Paz Total ha causado la presente ola de violencia, lo que es impreciso y conduce a error. Voy a tratar de explicar con algunos datos por qué no es verdad que los incrementos de la violencia son consecuencia de la paz total y que el ejército no está actuando.

La primera variable que quiero analizar es el tamaño y la expansión de los grupos armados. En 2018, el país contaba con 18 estructuras, mientras que en 2022 esta cifra había aumentado a 41, con capacidad de operar y causar daño en 281 municipios. Para 2023, estos 41 grupos se redujeron a cuatro grandes agrupaciones: el ELN, las AGC o Clan del Golfo, la Segunda Marquetalia y el EMC, junto con dos grupos de menor capacidad, los Pachenca. Es importante destacar que, tanto en tiempos de guerra como de paz, resulta más manejable lidiar con seis objetivos en lugar de 41. Sin embargo, es alarmante que en Colombia se haya experimentado un crecimiento tan drástico en tan pocos años. ¿Cómo llegamos a eso?

Hay algo que es verdad y es que la ley de Paz Total, tal y como se pasó en el congreso creó el incentivo perverso del “politicómetro” para los grupos armados ilegales, que no causó la oleada de violencia pero contribuyó a reforzar la presión violenta de los grupos sobre las organizaciones sociales y reforzar el reclutamiento y la utilización de población mientras relajaban los principios de distinción entre civiles y combatientes. Esa es la razón por la cual mayoritariamente se ha asesinado a liderazgos indígenas y de comunidades étnicas, que son sustancialmente fuertes y organizadas. Una especie de “si no eres mía, no eres de nadie” para las organizaciones sociales que contribuyó a mantener al alza el asesinato de líderes y lideresas.

En 2022, hubo 180 casos en 12 meses; en 2023, ya van 123 en 9 meses. Analizando trimestres, los casos bajaron a medida que avanzaban las negociaciones, especialmente donde operaba el ELN tras el cese al fuego, de 44 en octubre 2022 a 35 en marzo, según el importante conteo de Indepaz. Sin embargo, en abril, con la ruptura del cese por el Estado Mayor Central y el paro minero de las AGC, subieron a 46 en junio. El 82% de los casos los involucra, pero no hay mesas de diálogo con ninguno de ellos.

Otras variables también se comportan de forma similar. En número de municipios afectados por masacres tenemos: 16 para el 2018, 38 para el 2019, 66 para el 2020, 73 para el 2021, 74 para el 2022 y 51 para el 2023, a septiembre según datos de Indepaz. En número, los años con mayor ocurrencia fueron el 2020 y el 2021 con 91 y 95 casos respectivamente. En lo corrido del 2023 van 64 masacres al 18 de septiembre.  

En cuanto a los departamentos afectados por la violencia, el Cauca lidera la lista con disputas en curso, pero no es el único. También el Chocó, Norte de Santander y Antioquia enfrentan graves problemas, incluyendo confinamiento y restricciones en la ayuda humanitaria. En estos lugares, se observa una variedad de violencias dirigidas hacia el control territorial y poblacional. En todos estos departamentos, el ejército ha llevado a cabo campañas que, en algunos casos, han provocado respuestas de estos grupos armados, tal como lo han expresado en comunicados públicos, como en el caso de las AGC y su promoción del paro minero. Esto contradice la idea de que el ejército no está tomando medidas. En el Cauca, la ofensiva militar ha impulsado al EMC a sembrar más minas y a aumentar la violencia contra civiles, en un intento de ejercer un «disciplinamiento social» y causar daño a las fuerzas de seguridad. Además, debido a las fluctuaciones económicas relacionadas con la coca, buscan expandir su control en el cañón del Micay y adentrarse aún más en la minería ilegal. Este es el epicentro de la actual disputa.

Entonces, ¿por qué la narrativa pública establece una correlación tan fuerte entre la Paz Total y la situación actual? Mi hipótesis es que el gran error del gobierno fue lanzar una política tan ambiciosa en un momento de tantos cambios significativos sin considerar la capacidad de las fuerzas y la institucionalidad para lograr la paz. Esto explica por qué existe una mayor atención en este gobierno en comparación con el anterior. Las expectativas eran elevadas, y hay más denuncias en la mesa debido a la esperanza de ser escuchadas. Y adicional a lo anterior, hay hoy más sectores políticos preocupados por la violencia, lo que nunca había pasado.

La conclusión puede ser la siguiente: No, la paz total no es la responsable del incremento de la violencia, pero tampoco ha contribuido seriamente a su disminución. Esperemos que una mejor articulación entre seguridad y paz pueda llevarnos a buen puerto. Hay que tomar decisiones. ¿Una mayor acción del ejército contribuiría a disminuir la violencia? No necesariamente. ¿Presionaría al grupo armado para forzar una tregua en la mesa de negociación que se instalará? Definitivamente. No es una decisión fácil, pero no tomarla es aún peor.

Laura Bonilla

¿Paracos en Tierralta?

Después de la incursión pérfida de un grupo de militares encapuchados en la vereda Bocas del Manso, ubicada en el municipio de Tierralta, el presidente Petro lanzó una hipótesis que generó alarma en todo el país: se trató de militares que, auspiciados por «otras fuerzas», es decir, actuando en conjunto con sectores oscuros de la política o de la violencia, atacaron a la población con el objetivo de provocar que el miedo desencadenara una petición unánime para el retorno del paramilitarismo.

Después de esto, y como es usual en el último año, el debate se dividió entre quiénes le creen y quiénes no al presidente, quiénes vaticinan escenarios apocalípticos, quiénes piden mesura y quiénes ponen el espejo retrovisor para recordar que esto también ha pasado en gobiernos anteriores. En medio de todo, algunas organizaciones de Derechos Humanos piden actuación firme (y necesaria) para brindar justicia y reparación a la población víctima de este hecho deplorable.

Pero la hipótesis del presidente no es la única. Aunque puede verse como lógica y perfectamente plausible, en estos momentos el control territorial de la zona ya lo tienen las Autodefensas Gaitanistas que se abrogan un carácter político que está a medio camino entre las demandas regionales, la amnistía de capitales, la inversión territorial y el reconocimiento de su poder local. A las AGC no les interesa inflarse porque su poder ya es considerable, ni tampoco presionar la adhesión social porque su influencia ya es determinante y menos amedrentar a los pobladores de zonas propias. Es decir que la probabilidad de que este grupo haya estado detrás del asunto, en alianza con el ejército y otros sectores es bastante improbable.

La zona de la incursión, si bien se ha registrado presencia esporádica de frentes del EMC en Córdoba, en esta área son dueños y señores, con profundos vínculos con distintos niveles institucionales. Pueden tener a nivel local la interlocución política y económica que quieran y con quién quieran. Bloquean cuando les apetece, y son más que un grupo armado una gran red de capitales que han hecho exitoso el modelo de expansión de la combinación entre armas, dinero y política. Un gana-gana.  En caso de que un sector de la clase política y la economía quisiera revivir el paramilitarismo tendría que hacerlo con ellos. Y ellos no están interesados. Por el contrario, este año se han registrado tres combates con la fuerza pública en el municipio de Tierralta.  Pero, además, y este es el argumento más fuerte: los hostigamientos a esa comunidad venían desde el 2021.

Por eso traigo otra hipótesis que he confrontado con algunas fuentes en terreno: la tradición de hostigamiento. Las fuerzas armadas no tienen hoy en día otra manera de medir su éxito o su fracaso que la generación de incentivos perversos como los positivos en capturas, combates, bajas o información, y además con un actor con el que poco se combatía. En el pasado únicamente se habían realizado capturas que no tuvieron resultados, y los golpes de este gobierno están enfocados en las interdicciones. Aún en las fuerzas militares hay quien piensa que no es posible ganar una guerra irregular con métodos irregulares, y el favorito de la historia de Colombia ha sido la presión indebida y la utilización de civiles. Así que es posible que eso haya pasado, tal y como lo aseguró Luis Mauricio Ospina y se haya perdido el control de la tropa.

Esta hipótesis que lanzo en esta columna también resuena con la información que recopilé desde el 2018 sobre la génesis de este nuevo ciclo de violencia en Colombia, cuando el país vio renacer grupos armados sin que se les prestara atención. También en ese entonces ya se había perdido el control de la tropa en departamentos como el Putumayo, por no hablar de la negligencia en el Cauca durante el resurgimiento de las disidencias. También en ese entonces se prefirió no actuar.

Si esto resulta cierto, es imperativo que el Ministerio de Defensa revise no solamente este caso, sino todos los casos posibles, pero también en lograr que las fuerzas armadas puedan hacer presencia territorial e incluso adelantar sus operativos sin tener que recurrir o justificar métodos irregulares y violaciones a los DDHH que ahí sí, nos llevaron a décadas de barbarie paramilitar. 

El tonito

La semana pasada, el gobierno nacional expidió un decreto en el cual convoca a la organización de la movilización campesina para apoyar la reforma agraria. El decreto en sí no habría generado un mayor escándalo si no fuera por la cantidad y dimensión de prejuicios que persisten en el país, entre los cuales se encuentra el más nefasto de todos: la percepción de que la organización campesina y su movilización son violentas.

En síntesis, y a solicitud de muchas organizaciones campesinas, el gobierno va a apoyar logística y financieramente la creación de comités e instancias municipales para la reforma agraria. Y ahí es donde en Colombia se unen dos palabras malditas: reforma y agraria. En virtud de ese pánico, un periodista le preguntó a la ministra de Agricultura, Jhenifer Mojica, si el Estado iba a financiar grupos armados que participaran en las protestas. La respuesta pudo ser perfectamente un NO tajante, porque en ninguna parte del decreto se puede inferir que movilización equivalga a protesta, que se permitirá a grupos armados participar en ella, y peor aún, que se financiará a los mismos.

No obstante, la ministra respondió con firmeza: «¿De dónde saca eso?» Acto seguido, reprendió a la periodista por estigmatizar el movimiento campesino. Repetí el video varias veces, y, por supuesto, se notaba la molestia, pero nunca hubo un tono alterado.  Eso sí, su respuesta fue contundente y categórica. Las críticas, tanto en la forma como en el fondo, no se hicieron esperar. Al final, el debate se abrió, y es evidente que el gobierno de Petro busca implementar una reforma agraria y respaldar al campesinado junto con sus organizaciones en un país que tiene una deuda no solo histórica, sino también infame, con los y las campesinas. También es evidente la incomodidad de varios gremios, acostumbrados a gobiernos que tenían canales de diálogo exclusivos para ellos y que ahora deben compartirlo con el campesinado. Aún más, se pone de presente cuán distanciados han estado los gobiernos pasados – incluyendo el de Juan Manuel Santos – con las agendas más básicas de la ruralidad colombiana.

A pesar de ello, la discusión que llenó las redes sociales fue la forma en que respondió la ministra. Una vez más, el debate se centró en «el tono». Y una vez más, aquí estamos, llenas de hilos y columnas mayoritariamente escritas por hombres que nos explican cómo las mujeres debemos hablar y responder en público. Ramiro Bejarano, notable columnista y líder de opinión, llegó a mencionar en X que el tono soberbio y hostil de la ministra impedía, entre otras cosas, el acuerdo nacional. No dedica ni dos líneas de análisis a la propuesta. Solo pide que sea serena.

No sé si el señor Bejarano se dará cuenta de que su comentario es un machismo clásico, puro y duro, de ese que muchos tienen interiorizado y que instintivamente les hace rechazar cuando una mujer, además de tener poder, habla con firmeza. No gritando, no amenazando, no insultando. Simplemente con firmeza, o incluso solo siendo enfática, como es el caso. Me llama la atención y me pregunto con frecuencia si estos hombres, tan acostumbrados al halago, alguna vez se preguntan a sí mismos si esas frases contundentes que postean con facilidad se deben a un mínimo nivel de análisis o simplemente son expresiones de la frustración y el rechazo a un rol que en el fondo no quieren ver.

Si ellos quisieran hacer la tarea, al menos de pensarlo en silencio para evitar validadores y aduladores, podrían hacerse la pregunta: ¿Se le ha atribuido el mismo tono hostil y soberbio a un hombre en un cargo público similar, en un caso parecido? ¿Por ejemplo, cuando responde a una pregunta que claramente está fuera de contexto? ¿Ha exigido la misma corrección, postura y serenidad a otras mujeres cuando hablan con firmeza sin faltar al respeto? ¿Compara a las mujeres que tienen un tono tal vez enfático con otras mujeres con poder que hablaban de una forma más dulce o elegante?

Hay temas difíciles y la reforma agraria tal vez sea uno de los más polémicos, y el hecho de que una mujer esté liderando la cartera también va a agregar dificultad al debate. No sé si ustedes, queridas personas que me leen, se han dado cuenta de que también la semana pasada se aprobó una rebaja significativa en las tasas de interés para campesinos y pequeños productores: un 4% de interés efectivo anual. ¿No les parece que lo realmente sorprendente es que algo tan básico nunca se haya hecho antes? Sin embargo, aquí estamos hablando del tono de la ministra.

Laura Bonilla

¿Tiene el EMC voluntad de paz?

El hecho de que exista hoy el Estado Mayor Central es una muestra de que los colombianos podemos alcanzar un acuerdo de paz, pero somos incapaces de mantenerlo. Durante los últimos siete años, hemos sido testigos de cómo emerge un nuevo ciclo de guerra y de la capacidad de la violencia organizada para perdurar. Las analistas hemos presentado una hipótesis tras otra, y no hay una sola estrategia contra la violencia que Colombia no haya intentado. ¿Por qué seguimos fallando una y otra vez?

Repasemos lo sucedido. En primer lugar, el frente primero de las FARC se negó a ingresar al acuerdo de paz de 2016. El actual líder del EMC, Iván Mordisco, fue uno de los primeros disidentes, pero también estuvieron Gentil Duarte y otros mandos medios de algunos frentes que desconfiaban del pacto o nunca lo quisieron. Sin embargo, en general, casi toda la guerrillerada se desmovilizó. Las primeras disidencias comenzaron a llevar a cabo lo que sabían. Se ubicaban en lugares estratégicos para la movilidad, retenían y decidían quién podía pasar. Realizaban patrullajes y se hacían presentes. Amenazaban a los líderes sociales que no se sometían a su disciplina. En algunos casos, reclutaban jóvenes con la promesa de obtener poder y respeto a través de las armas, y en otros casos, en contra de su voluntad.

Entre el Huila y el Caquetá, las organizaciones sociales que tenían esperanzas en el cumplimiento del pacto advirtieron lo que estaba sucediendo. Sin embargo, pocas personas les prestaron atención. Durante la época en que el frente Carolina Ramírez se estaba formando y los Comandos de la Frontera se fortalecían en el Putumayo, apenas se podía discutir el tema. Incluso los informes de verificación eran minuciosamente revisados por Mauricio Archila, quien además vetaba a cualquiera que hablara sobre la implementación del acuerdo de paz. «Paz con legalidad» se convirtió en un conjunto de programas de emprendimiento rural, de los cuales pocos sobreviven. Cada uno de los grupos que conforman el EMC comenzó a buscar mantenerse y crecer, que es el primer y más importante propósito de cualquier grupo armado.

Para alcanzar su objetivo, retomaron los contactos en Putumayo y Cauca para la venta de pasta base de coca, y cuando aumentaron su número, comenzaron a regular los precios del mercado. Sin embargo, mientras que las organizaciones campesinas cocaleras tradicionales tenían como objetivo la sustitución de cultivos, estos grupos optaron por establecer como estándar político la legalización de la totalidad del negocio. Al no contar con una base social propia, empezaron a reprimir la autonomía de las ya existentes. Lo impactante es que, en esa fase inicial, cuando se podría haber controlado su expansión (entre 2017 y 2022), no se hizo nada más que un puñado de detenciones y persecuciones a los campesinos cocaleros.

En el Catatumbo, el frente 33 se estaba consolidando, y en Arauca, el frente 10. La guerra entre el frente 10, el ELN y la Segunda Marquetalia -otro grupo rearmado- dejó a miles desplazados y un ambiente desesperanzador, donde se perdió el esfuerzo financiero y de desarrollo para la paz, que ya era frágil y embrionario. Tanto la Marquetalia como Gentil Duarte intentaron unir a los diversos grupos para fortalecer su capacidad de control y respuesta. Finalmente, quien tuvo éxito fue Iván Mordisco, al prometer una nueva negociación: La Paz Total. Esto los posicionó como el grupo posiblemente más exitoso, ya que tenían el paquete «premium» de la oferta, mientras que la Marquetalia y el Clan del Golfo tenían el «básico». Un incentivo pernicioso que llevó a unos y otros a intentar alcanzar el anhelado estatus político a través de la presión sobre las comunidades.

Hoy en día, los medios me cuestionan sobre los ataques del EMC a la fuerza pública en el Cauca y su repetición de tácticas conocidas en el país: atentados a estaciones de policía, secuestros, minas antipersona, retenes y homicidios selectivos. Su respuesta radica en imitar lo que consideran exitoso para las FARC, sin percibir que están socavando la oportunidad de paz y que no hallarán una oferta tan generosa. Inmersos en la obsesión por crecer, cruzan límites y, quieran o no, pierden respaldo de la masa crítica en Colombia que aboga por la paz. Al estigmatizar el valioso trabajo de Indepaz, un destacado think tank en defensa de líderes sociales, realizan una acción grave contra la sociedad civil que aleja de la paz. Con ellos, nuestra solidaridad. Con el EMC nuestro firme llamado a que muestren voluntad de paz. La sociedad civil no estará en silencio.

Vender la sala

Una persona con la que tuve la oportunidad de conversar recientemente acerca del desempeño del gobierno de Petro compartió conmigo esta analogía: Imagina a alguien que llega a su hogar y descubre a su pareja siéndole infiel en el sofá. Sin pronunciar una palabra, abandona la habitación y al día siguiente, sin vacilación, decide vender el sofá. Pues bueno, el presidente Petro está vendiendo toda la sala.

En el primer ajuste ministerial, resultaba notable la disparidad entre el programa acordado, las perspectivas de Alejandro Gaviria y las de Cecilia López. Esto era especialmente notorio con el primero, en relación al asunto esencial de la ponderación adecuada entre el papel del Estado y el del sector privado. También se tornaba patente que el presidente no toleraba divergencias y que la anhelada búsqueda de un acuerdo nacional comenzaba a perder vigor. Con el paso del tiempo, se volvía igualmente evidente que incluso sus colaboradores más leales no cumplían todas sus expectativas.

De manera similar, de manera gradual, iba destituyendo a los funcionarios que le resultaban incómodos, o en casos como el del Fondo Nacional del Ahorro, aquellos que estaban involucrados en las prácticas políticas y clientelistas tradicionales. Simultáneamente, al interior de las entidades gubernamentales, se encomendaba a sus seguidores más fieles la tarea de remover a todos los que habían representado al gobierno anterior. La intención era prácticamente desmantelar el aparato estatal para luego reconfigurarlo. Sin embargo, esta estrategia fue lo que verdaderamente condujo a la mayor fractura con el Congreso de la República, ya que muchos senadores y representantes vieron mermada su capacidad de intermediación y, en consecuencia, su influencia política. Ante tal situación, se cerraron filas. La inmovilidad se apoderó del Congreso, arrastrando consigo la esperanza de reformas legislativas.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Cada vez que llega un nuevo ministro o director, pasan al menos cuatro meses de parálisis, ya que todos desean gobernar con su propio equipo. En nuestra cultura pública marcada por la desconfianza, se valora más la lealtad que la capacidad, y se premia más la adulación que la eficiencia. De igual manera, como se evidencia en las cifras de ejecución, cuanta menos experiencia tenga un funcionario en contratación estatal, más tiempo le tomará comenzar con sus programas y alcanzar sus objetivos. Si además de eso se le exige tener todo preparado en vigencias anuales (lo que no se gaste en un año se pierde), es prácticamente una receta para el desastre. Ya existen entidades en las que se han presentado denuncias serias por incumplimientos graves en el pago de funcionarios. A pesar de todo esto, Petro solicita a todos los directores de entidades que presenten renuncias protocolarias y luego amenaza con destituir a quienes no cumplan con la ejecución. Es decir, no solo puso en venta el sofá, sino toda la sala.

Así, el presidente está hoy en una encrucijada. Intenta por una parte llamar nuevamente al acuerdo nacional, pero con la distancia que hay entre él y los distintos jefes de partidos deberá optar por la negociación uno a uno, pero con parlamentarios que hoy creen tener la sartén por el mango. Entre mejor les vaya en las elecciones de octubre y entre más baje la popularidad presidencial, más alto es el precio que cobrarán. El problema es que lo que debe pagar el presidente es tal vez más tóxico para la democracia que lo que uno pudiera creer: significa en la práctica darle aire y burocracia a las élites políticas regionales y a los propios clanes. Es un acuerdo nacional con lo peor de la política que no puede salir bien.

Los zapatos de Petro son mucho más difíciles hoy que nunca porque depende enteramente de empezar a cosechar resultados que no parece que se le vayan a dar. Para avanzar en el congreso necesita ceder control, poder y burocracia a grupos políticos que no tienen interés alguno en los buenos resultados, ni en la superación de la desigualdad y tampoco en la paz total. Siempre en cuando puedan manejar oleadas de hojas de vida y dilapidar en ello el presupuesto de inversión del país, el resto no importa. Y en el bando de sus propias alianzas ni la fuerza ni la capacidad de hoy le es suficiente, mucho menos si el estilo de liderazgo es desmoralizar a su propio equipo.

La energía y la adrenalina de alguien que cree estar contra la pared son, por supuesto, elevadas. Incluso alcanza para trabajar las 24 horas del día, los 7 días de la semana, hasta cierto punto. Sin embargo, al final colapsa porque no basta con decir que algo debe hacerse para que esté realizado. Por el contrario, la evidencia en América Latina demuestra que los mejores resultados en las metas que Petro quiere lograr se consiguen con mayor nivel de consenso y políticas pragmáticas, bien planeadas y basadas en la evidencia. Pero al ritmo al que el presidente está avanzando, terminará cumpliendo su propia profecía y se quedará solo en un palacio frío.

 

El Estado contratista y la financiación de las campañas

Casi sin darnos cuenta, llevamos todo este gobierno debatiendo el tamaño del Estado. Si puede o no manejar el sistema de salud; si puede o no poner las reglas laborales y hasta dónde llega su injerencia; si debe fortalecerse e incrementar sus plantas de personal o, por el contrario, debe seguir ahondando en contratar con privados. La incapacidad del Estado se oculta detrás de la contratación pública.

Revisé uno a uno los convenios del reciente escándalo con la OEI, documentado por la revista Cambio, y solamente puedo concluir que el Estado Colombiano, tan carente de presupuesto para la ciencia, la tecnología y el conocimiento, se gastó 20 mil millones de pesos para promover la vocación científica de los niños. El problema es que nunca sabremos si eso funcionó. No hay evaluación de impacto, y los resultados son flojísimos. Pero queda la pregunta: ¿un megacontratista tiene un mejor desempeño que incrementar el presupuesto y la planta docente en ciencia para los niños? ¿es al menos más barato? ¿queda algo? ¿es sostenible?

Tenemos un Estado que aparenta ser grande, pero no lo es. Lo que es hoy es un gran contratador donde se mezclan todas las necesidades de los grupos políticos que ganan el poder con el cumplimiento de los objetivos y metas de las distintas políticas públicas. Pero es casi imposible diferenciarlos. Billones de impuestos de los presupuestos de inversión se gastan en órdenes de prestación de servicios o en contratos para pagar favores y campañas. La ejecución presupuestal puede ser impecable, mientras la ejecución física es cero. Contratos, no resultados es la manera como medimos la ejecución de los gobiernos.

Además, resulta que es casi imposible implementar con vigencias fiscales de un año. El incentivo es tan perverso que se termina contratando cualquier cosa. Más talleres en vez de equipos o infraestructura. Capacitaciones a docentes que están reventados de trabajo en vez de ampliar las plantas de personal. Llevar el Estado a los lugares más remotos, pagando costos excesivos en vez de asignar recursos a gobernaciones y alcaldías, porque según nosotros el núcleo de la corrupción son los alcaldes.

Pero todo esto no es más que un embeleco. El origen de la corrupción no es el alcalde, sino la intermediación obligada y por debajo de cuerda que tiene que hacer cualquier mandatario de municipio pequeño para hacer hasta un kilómetro de placa huella. Incluso el control es tan complicado que solamente lo más sofisticado puede ganar la contratación. Si la ley 80 realmente ayudara a prevenir la corrupción, no tendríamos el deshonroso lugar que tenemos en los indicadores de percepción.

Por eso cualquier grupo de contratistas busca con desespero al candidato que va a ganar. En una campaña presidencial son miles de personas que se acercan a ofrecer dinero, aviones, afiches o favores que luego van a cobrar. Necesitan tener senadores o representantes a la Cámara que busquen cuotas en los ministerios y que estas cuotas faciliten la contratación por ley 80 que es imposible para cualquier empresa normal. Entonces, tenemos una economía gigante y sombría basada en la contratación estatal, que es en esencia una contratación destinada a dar dinero a cambio de operaciones ineficientes.

Lo que en las democracias más estables hacen los partidos políticos, en Colombia lo hacen los grupos políticos y los clanes, dado que los primeros son incapaces siquiera de tener un programa único. No se puede saber a ciencia cierta hasta que la justicia falle que dineros oscuros llegaron a la campaña del hoy presidente Gustavo Petro. Lo que sí es más que seguro es que buscaron desesperadamente caminos para llegar a la campaña del posible ganador, así como lo han hecho durante décadas.

Así que debo confesar que no me extrañan ni sorprenden los escándalos de los últimos días. Y no porque exculpe al gobierno, es porque esa es la política en Colombia. Es un secreto a voces, aunque nos neguemos a aceptarlo. ¿Será posible que esta fractura nos permita por primera vez tomar medidas? El presidente está en una encrucijada: si acepta lo que los congresistas quieren, va a tener que hacer concesiones muy negativas para el país. Si no los acepta, se puede hundir su propuesta de cambio. Pero una decidida política anti-corrupción le ayudaría a salir un poco del pantano actual. Debería considerarlo.

Cinco puntos

Conocí a una candidata al Senado que me contó esta historia una vez. Una líder de Barranquilla la llamó para decirle que estaba muy interesada en apoyar su propuesta y que quería sumarse a su campaña. La candidata de nuestra historia pertenecía a un partido en ese momento de oposición y sus costos de campaña eran 100% cubiertos por crédito, cuya garantía la daba el propio partido político. Muy emocionada, ella tomó de inmediato un bus (sí, un bus) a Barranquilla para hablar con la líder política.

La reunión no pudo haber ido mejor. Había un perfecto entendimiento político e ideológico, un sorprendente conocimiento de qué y cómo quería que su comunidad fuera representada en el Senado y, además, un profundo conocimiento. Acordaron que la líder se uniría a su campaña. Hasta que la líder dijo: «Necesito para empezar 300 millones de pesos en efectivo para agendar las reuniones.» La candidata le contestó: «No tengo 300 millones de pesos en efectivo, ni tampoco en cuentas. Estamos esperando el desembolso del crédito, pero no será tanta plata.» La líder contestó muy extrañada: «Entonces, si no tienes plata, ¿qué haces aquí?»

Esa historia me recuerda al chat de Day Vásquez con sus cinco puntos (cinco millones de pesos). En Colombia nos negamos a ver la verdad, y por eso nos inventamos complejas normas que dan apariencia de legalidad cuando en realidad pocas cosas lo son. Para la primera vuelta del 2022, los registros oficiales contabilizaron que los candidatos gastaron 125 mil millones de pesos, casi el presupuesto de atención a víctimas para un año. Lo peor es que todas y todos sabemos que se gastó mucho más que eso.

¿Cuánto cuesta llenar la plaza de Bolívar? ¿Cuánto cuesta un edil, un concejal, una lideresa política? ¿Cómo cambian las tarifas de los operadores políticos en las regiones? ¿Cuánto del presupuesto público hemos gastado los últimos cincuenta años pagando estas cuotas? Estas son las preguntas que nunca nos hacemos. Pobres y ricos viven y ganan de esa intermediación, los primeros porque no hay otra forma más a la mano de movilidad social y de tener empleo, y los segundos porque la contratación pública es más rentable hoy que el propio narcotráfico. Además, aunque lo neguemos, no hay contrato sin mediación en el mejor de los casos, o coima en el peor de ellos.

En los círculos intelectuales y del análisis político, no falta el colega que, ante la evidencia de las entrevistas, los testimonios y la propia realidad, opta por decir: «Es que no hay pruebas de que eso suceda». O aún peor, no falta el político que repite: «Si tienes pruebas, denúnciame a la fiscalía».

En el pasado gobierno de Juan Manuel Santos, lo que era tradición se convirtió en delito: no reportar gastos de campaña era una falta administrativa y hoy es el delito que tiene a Nicolás Petro Burgos bajo la lupa de la justicia. El otro escándalo que ha salpicado a este gobierno es la declaración de Armando Benedetti, donde afirma que consiguió 15 mil millones de pesos para la campaña, lo que correspondería a más de la mitad de los gastos reportados entre la primera y segunda vuelta. Sobre ambas declaraciones, lo único que se puede asegurar con certeza antes de que la justicia falle es que la política en Colombia cuesta demasiado dinero, que los candidatos vuelan en aviones privados, que los operadores políticos existen y que incluso un hombre como Alex Char necesita dar cinco puntos, que pueden ser sus gastos de caja menor en un día, para ganar apoyo en el círculo del que consideró que sería el próximo presidente. Y que sin ellos, no se gana. Pero de ellos no hablamos.

Cuando el hoy presidente Gustavo Petro lanzó la idea de un acuerdo nacional con la política, estoy segura de que pensaba en su fuero interno que el poder presidencial era tan grande que se podía trabajar con estos operadores para ganar y luego hacerlos partícipes de un proyecto nacional a punta de darles una porción de burocracia pública que bastaría para que votaran a favor de todo lo que venía. No dimensionó que la intermediación política es el gran poder en las sombras que se ha mantenido a punta de tener un Estado aparentemente pequeño, pero lleno de contratistas.

La lideresa barranquillera, Day Vásquez, Nicolás Petro Burgos y Alex Char, tienen muchas cosas en común. Queremos vivir como dioses, con dinero, puestos y contratos. Vivir del Estado, controlarlo, decidir quién entra y quién sale. Queremos honestidad, pero toleramos los niveles desaforados de clientelismo que nos hacen esclavos de la clase política. En eso se ha convertido la política para Colombia y si algo cambió en este gobierno es que nos está enfrentando con quiénes somos en realidad. A ver si empezamos a aceptar que tenemos un problema. Uno de verdad.

Laura Bonilla

¿Hay crisis en la intermediación?

La última semana la he pasado revisando las cifras de la gestión del gobierno de Petro ahora que se cumple un año. Medir la gestión gubernamental pareciera algo ya conciliado en la Ciencia Política, pero es uno de los grandes debates. Uno bien pudiera decir que un gobierno que se gasta todo el dinero que presupuestó es un gobierno eficiente, pero también puede significar un gobierno profundamente corrupto.

Si a eso le sumamos nuestra animadversión por medir resultados o impacto, pues tenemos un serio déficit de datos. Es decir, estamos medio a ciegas tratando de entender qué hacemos bien y qué hacemos mal. El gobierno ha tenido, por supuesto, aciertos y desaciertos organizando su gabinete y tratando de empujar el monstruo estatal hacia los cambios que se prometieron en campaña, pero también tratando de responder a los compromisos políticos (léase cuotas burocráticas) que pueden estar generándole más peso del que quisiera. En todo caso, no es sencillo.

Sin embargo, al 30 de junio, el porcentaje de ejecución fue solo del 30.1% – según datos de la Dirección General del Presupuesto Público Nacional – es realmente bajo. No se explicaría simplemente por dificultades en la gestión. Para que me entiendan las personas que me leen: la ejecución corresponde a lo que el Gobierno tiene ya comprometido, mediante actos o contratos, del total de la asignación máxima de la cartera. Sin embargo, si las obligaciones no son cumplidas a cabalidad, los pagos no se realizan. Lo que ya está listo para ser pagado es solo el 16% del total apropiado.

Hay algo que no cuadra en las cifras, incluso dando por sentada la tesis única de la gestión. No solo porque al final el número de contratos solo habla de la capacidad de contratar, sino porque no es lógico que los contratistas que han vivido tantos años del Estado y tienen tanta experiencia en manejar a su antojo la ley 80 simplemente pararan su gestión. Estoy segura de que estos últimos siguen presionando a sus intermediarios en el Congreso para continuar con cualesquiera fueran sus negocios, y que muchos de estos intermediarios fueron parte de la coalición de gobierno, o incluso todavía lo son. ¿O no?

Entre más ahondo en casos y entidades específicas, más me convenzo de que lo que estamos viviendo es una sumatoria de causas que no estamos viendo en perspectiva. En primer lugar, es verdad que el presidente Petro paró las firmas de los compromisos pasados, basándose en una profunda desconfianza, para nada infundada, en el gobierno anterior. También es verdad que el “saber público” consta de una cantidad de información que se aprende haciendo y navegando entre las normas informales y las costumbres públicas que no necesariamente obedecen a la ley, y que se ubican en una zona gris que puede ser kafkiana para cualquiera que no esté acostumbrado. Y la izquierda colombiana tiene preparación académica, pero no tiene tanta gente que cumpla con la condición fundamental de ser indiscutiblemente leal al gobierno y saber “hacer” en las aguas públicas.

La paranoia inicial también hizo que este gobierno prescindiera de gente capaz y bien intencionada, pero no explica del todo el bajo porcentaje de ejecución. Aquí, es posible que estemos ante un mercado de la contratación mucho más pequeño de lo que creíamos, pero sobre todo construido a imagen y semejanza de los políticos que lo gestionaban. Al verse en crisis los intermediarios y al no saber cómo responder ante los cambios de gobierno, simplemente hay un sinfín de convocatorias y licitaciones que están quedando desiertas.

Al mismo tiempo, el saber contratar con el Estado tampoco se aprende fácilmente. Desde el 2012, Colombia no ha mejorado en su calificación de corrupción, según el índice de transparencia internacional. Y en prácticamente todos los casos donde existen transacciones de estas se necesita de la conjunción entre el gobierno, un privado y un político que intermedia. No sé si es intencional, pero en cierta forma esto se está fracturando. El político ya no es tan eficiente, el gobierno no los recibe de la misma forma y el privado está bajo muchas más lupas.

En las grietas de este modelo se está mostrando la realidad de lo que somos: un Estado cuya capacidad es inversamente proporcional al peso de su contratación pública y a un acumulado de normas que se hicieron a la medida de los contratistas más profesionales (y puede que los más corruptos), pero que han despojado al resto de la sociedad de su capacidad para ejecutar. Bueno sería no perder esto de vista. Finalmente, gobernar no es contratar.

Laura Bonilla

El Otoño de Podemos

Viví en España cuando en 2011 un movimiento ciudadano movilizó a Madrid, golpeada por la crisis. Muchas personas nos volcamos a las calles en lo que creíamos era una primavera española, motivada por la crisis de representación del bipartidismo Partido Popular – PSOE y demandando cambios, obviamente impulsados por la profunda crisis económica que había golpeado al país. La revolución española, así lo llamaron muchos medios. Otros lo denominaron el 15-M. En síntesis, nos indignamos, como sugería Stéphane Hessel en su famoso manifiesto de la época.

De esa indignación nació Podemos. Un partido que después de las elecciones de hoy no tendrá ya lo que se necesita para siquiera volver a existir. Víctima del autosabotaje y de su propio invento de gobierno simbólico, pasó de ser la representación de la esperanza en una sociedad más justa e incluyente a una vergonzosa coalición de figuras públicas que son las grandes perdedoras de estas elecciones en España.

Podemos nació como el partido de los indignados, pero también como la opción política de una generación que no veía en un partido excesivamente burocrático como el PSOE la concreción de sus demandas, pero tampoco les votaba a las opciones tradicionalmente “perdedoras” o “caducas” como Izquierda Unida. Así que, el partido nació esencialmente como la agrupación colectiva y política de los millenials. En el apogeo de su primavera, Pablo Iglesias logró el apoyo popular de la indignación, ofreciendo símbolos: los de arriba y los de abajo, fue su frase favorita en campaña. Por supuesto, fue altamente exitosa en una postcrisis.

Los problemas de Podemos empezaron con las victorias. Y es que cuando se gobierna, los símbolos son importantes, pero no suficientes. Y el programa del partido era vacío en cuanto a cómo llevar a cabo las iniciativas de mayor envergadura como el mínimo vital y la reducción de los feminicidios. Cambiar el panorama político puede ser importante para quienes seguimos la política, pero no lo es de la misma forma para la ciudadanía de a pie. Si no hay resultados, poco a poco, como pasa con cualquier colectividad, la calle les empieza a dar la espalda. Y también los votantes.

Una de las características de los partidos que nacen de la indignación es que no han tenido suficiente tiempo para entender las complejas burocracias estatales y las promesas de ampliación de derechos no se terminan viendo en la práctica. Pero, además, hay otro componente común a este tipo de agrupaciones y es que terminan replicando barreras de acceso a los liderazgos políticos emergentes, de mujeres o incluso populares. La razón es que los líderes más famosos, como en este caso Pablo Iglesias, terminan acumulando poder solamente por el hecho de “ser ellos mismos”. Y así, se crearon autocracias, nepotismos y demás comportamientos tóxicos que iniciaron la debacle del partido.

La suma de personalidades insoportables y simbolismos ineficientes, más disputas internas que pudieron ahorrarse, agotaron a sus otrora votantes, que siguen indignados porque en realidad las cosas en su vida diaria han cambiado poco. Pero dentro de los partidos se crean coaliciones y tendencias bajo cada personalidad, igualmente vacías de contenido, pero profundamente públicas. Los trapos sucios de Podemos siempre se lavaron en Twitter y en las tertulias de televisión.

Pero hay algo más. El voto indignado es un voto frágil y temporal. Cuando prima la indignación, se tiende a juzgar al que gobierna con la misma vara que otrora juzgaron a otros en los mismos cargos. La ciudadanía del voto no orgánico o no organizado cambia con frecuencia de opinión. Y una cosa más: usualmente las ganancias o victorias se le atribuyen, como es esperable, a un individuo, generalmente al líder más carismático. Pero las derrotas son colectivas. Podemos no permitió construir una estructura sólida y hoy carece de ella para poder superar su propia crisis. Es más, la autofagia y el autosabotaje sustituyeron a la reflexión y al análisis.

Esta historia que va desde la primavera hasta el otoño de una coalición que nació de uno de los movimientos ciudadanos más importantes para España, tiene muchas lecciones para Colombia. Voy a proponer solo una: No es buena idea sobrevalorar los símbolos. Si los resultados no van en balance, no sirven para nada.

 

Sahagún y la Ñoñomanía

Sahagún es un municipio eminentemente agrícola, pero exporta políticos. Desde la fundación del departamento de Córdoba en 1952, todos los parlamentarios – con excepción de Eleonora Pineda – provienen de apellidos que se repiten, se juntan y se separan como en una danza cerrada de castas: Náder, Elías, Besaile, López, Burgos, Bula, Amín. La profunda devoción con la que liberales y conservadores llevaron a cabo sus cruentas guerras en La Violencia se ha sustituido por acuerdos entre casas y familias que han acumulado poder y riqueza a través de un negocio: la intermediación.

Los políticos de exportación están especializados en el manejo de la política real, aquella que se oculta a plena vista y se compone de alianzas y negociaciones, de relaciones prácticas con el poder central, que les garantizan siempre sobrevivir y jamás ser relevados. La política se pasa de generación en generación, simplemente porque el vínculo intrafamiliar es una receta local conocida contra la traición. Y tienen cierta razón. En el Congreso, donde constantemente se negocian apoyos por puestos, sobrevivir como grupo es lo más importante. Si algo caracteriza a los clanes políticos es su flexibilidad y apertura al cambio. Paradójicamente.

El poder de los clanes se basa en una relación muy simple: El gobierno central siempre les contesta el teléfono. Así, contratistas y empresarios, políticos nacionales, inversionistas buenos y malos, y cualquier interesado en hablar con el Estado Central y sus ministerios simplemente los «contratan» a cambio de una cita, una reunión o una oportunidad para que el gobierno, que es un monstruo en cuanto a contratación se refiere, les preste atención y les haga un guiño. Una vez dentro, el reto es mantenerse.

A la gente en Sahagún le interesa muy poco esta compleja relación. Salen a saludar a Ñoño Elías porque, ante todo, es alguien a quien conocen. Lo ven como el Robin Hood que roba al Estado para llevar obras al pueblo. A los ojos de muchos de sus habitantes, no existe otra forma de hacer política distinta a la que han conocido desde los años cincuenta. Y cuando el departamento empezó a producir en los noventa liderazgos sociales interesantes que estaban retando a las castas regionales, éstos fueron asesinados. La política, incluso después del gran escándalo de la parapolítica y la corrupción, sigue siendo un asunto de familia. En el fondo, la gente sabe que la corrupción tiene dos lados: el político local que hace la intermediación, y el gobierno nacional que la promueve, acepta y financia. Recuerde, quien me lee, que en municipios de categoría 6, los más pobres del país, el 90% del plan de desarrollo debe ser financiado a través del gobierno nacional. Una oportunidad de oro. Un incentivo perverso.

Las personas que han convivido durante años con esta clase política no son tontas. Saben que juegan al todo o nada: un Ñoño corrupto, pero presente, a cambio de un Estado Central que perciben igualmente corrupto, pero ausente. Un regalo el día de la madre, o nada en los próximos cuatro años. Un trabajo en el ministerio donde el Ñoño haya gestionado cuotas que sostendrán a dos o tres familias, o el desempleo. Ustedes ya saben que, si el político pierde su influencia, todas sus cuotas – sin importar si lo hicieron bien o mal – irán a la calle. Podemos reformarlo todo, cambiar el Consejo Nacional Electoral, meterlos a todos en la cárcel, hacer mil talleres invitando a la gente a «votar bien», pero nada servirá.

La candidez de la indignación centralista, que no ha encontrado una solución mejor que una combinación fallida de campañas educativas y concentración de recursos en el centro del país, comete un error al señalar a los pobladores de Sahagún como responsables de su desgracia, cuando el centro político, los líderes de los partidos, y todos y cada uno de los gobiernos centrales que han gobernado junto a ellos, son igualmente responsables. Un clan no se vuelve poderoso de la noche a la mañana, incluso si la contratación departamental es lucrativa.

Además, de forma muy subyacente, hay mucho de aporofobia en los análisis que se realizaron después de la caravana de recibimiento de Ñoño Elías en su pueblo. Se les pide a los pobres que cumplan con estándares democráticos más altos que cualquier otro colombiano, además de renunciar a sus mínimos de bienestar, a cambio de un futuro improbable. No suena muy racional. Al contrario, lo sería si su bienestar y acceso a servicios, empleo, agua potable y demás necesidades básicas no dependieran de que su intermediario siempre gane. Este gobierno no inventó el mecanismo de intermediación favorable a la corrupción, pero tampoco lo ha rechazado por completo. Sería una buena oportunidad para hacerlo, ¿no creen?

La disputa espuria por las cifras de violencia

Hay una corriente en la interpretación de la violencia y los conflictos que se basa únicamente en una lectura superficial de los datos de violencia, los cuales carecen de solidez suficiente como para ser considerados una única y confiable fuente. Un ejemplo de esto es cuando, hace varios años, se decía en ciertos círculos de analistas que la diferencia entre el recuento de homicidios entre la Policía Nacional y Medicina Legal se debía a alguna orientación política y no a la realidad, que es que cada entidad mide cosas diferentes. Mientras una cuenta los eventos – me perdonan la crudeza – la otra cuenta los cadáveres.

Muchas veces desde el escritorio hacemos lo mismo con el resto de los eventos violentos. Por ejemplo, se ignora que si el funcionario de la defensoría no logra ir a levantar denuncias en una vereda apartada, eso resultará en una reducción de las cifras de desplazamiento. O, que el grupo armado ya ha obtenido lo que buscaba y no necesita desplazar más. Lo mismo ocurre con el resto de las cifras: confinamientos, bloqueos, atentados o secuestros, entre otros. Esta obsesión por los números está directamente relacionada con una verdad de a puño y es que en Colombia no le creemos a las víctimas. Somos fetichistas con los números.

Así, es muy común que las historias queden relegadas y que aquellos responsables de garantizar los derechos, como el gobierno o quienes deberían ejercer una veeduría desde la oposición, escojan solo los datos que les conviene para respaldar o criticar su gestión. Esta práctica no solo es ineficiente, sino que da lugar a disputas infundadas que afectan directamente a las personas que viven en entornos violentos. A continuación, se exponen las razones que respaldan esta afirmación.

En primer lugar, los grupos armados no tienen un comportamiento estático. Es decir, no cumplen con una “cuota” anual o mensual de homicidios, secuestros o desplazamientos. Estos se dan en la medida en que los actores violentos toman decisiones, como confinar a una población para ejercer mayor control, o asesinar a una lideresa de un resguardo porque les está afectando el reclutamiento de niños, niñas y jóvenes. El carácter de un mando y el comportamiento de los demás actores en la misma zona produce cambios que se reflejan en formas distintas de ejercer la violencia.

Por ejemplo. En el Urabá Antioqueño posterior a la Ley de Restitución de Tierras el desplazamiento fue silencioso, uno a uno y casi que fantasmagórico. Bastaba con ubicar hombres en moto para que los reclamantes de tierra desistieran de su reclamo. Los homicidios eran selectivos y en los datos no se veía un incremento sustancias. Pero en la guerra entre las FARC y el ELN por el control de Arauca entre 1998 y el 2008 desplazó por lo menos 54.000 personas según información del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos. Zozobras distintas, cuyas causas y soluciones se pierden si sólo nos atenemos a la evolución de las cifras.

En segundo lugar, despreciamos sistemáticamente la fuente primaria, haciéndola inconscientemente impersonal e irrelevante. Contribuimos sin querer al mal que nos aqueja al no creerle a alguien que ha sido violentado. Esa desconfianza y frustración, con el tiempo es el germen de nuevas violencias organizadas, y nos aleja de las soluciones. Desde la firma del acuerdo de paz, el negacionismo y la negligencia en atender el problema causó que hayamos perdido a por lo menos 1.080 personas que lideraban causas sociales, ambientales o de derechos humanos, y que constituían la base de la democracia a nivel local. Ninguna de ellas se va a recuperar.

Finalmente, la interpretación sobre el dato es altamente subjetiva. Por ejemplo, hacer uso de la variable “asesinato de líderes sociales” para medir el nivel de seguridad y protección en las regiones, puede conducir a error. Otro ejemplo para ilustrar: algunos municipios en el bajo cauca antioqueño que reportan bajas en el número de líderes sociales asesinados en realidad están reportando que no quedan líderes que asesinar. La disminución del indicador se explica por la victoria del silencio.

De nada le sirve al país continuar con la maña del negacionismo. Por supuesto que es frustrante estar haciendo el mayor esfuerzo posible para proteger a las personas y que esto no funcione. Pero justamente una evaluación honesta de nuestras acciones es lo que garantiza el éxito, en este caso de la paz. La fórmula no es tan complicada: menos fetiche numérico, más fe en las personas.