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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Laura Bonilla

Dos mesas de negociación y una sola frontera

Las fronteras tienen un peso predominante en las transiciones entre la guerra y la paz. Así lo señala muy acertadamente la profesora de Oxford, Annette Idler, en su libro Fronteras Rojas. En los márgenes y la periferia, todo se multiplica, incluyendo por supuesto la corrupción y las violencias organizadas. Lo que ella llama el “efecto-frontera” apunta a sistemas de gobernanza estatal débiles y con una alta tendencia a la impunidad, lo que las hace un territorio perfecto con bajos riesgos y oportunidades altas para la criminalidad. Esta interpretación, a mi juicio muy lúcida, permite una mirada más precisa de nuestras fronteras y de la violencia que allí se vive, incluyendo el grado de violencia de distintos grupos armados contra el tejido social.

Voy a tomarme el atrevimiento de utilizar el planteamiento central de la profesora Idler para interpretar el contexto de hoy en la frontera colombo venezolana. En más de 2.219 kilómetros de frontera que comparten estos dos países, varios grupos de violencias organizadas logran controlar la vida cotidiana de miles o tal vez millones de personas, omitiendo o cooperando con las instituciones formales del Estado, que se supone deberían ejercer ese rol. Estos grupos pueden ser guerrillas, como en el caso del ELN, la segunda Marquetalia o algunos de los grupos que se juntaron en el nombre de Estado Mayor Central de las FARC; o violencias organizadas como los sindicatos en Venezuela o facciones de grupos de crimen organizado. Esta explicación, más compleja pero también más completa, permite salir del lugar común de muchos analistas e informes que únicamente publican la presencia de los grupos armados ilegales, haciéndola mucho mas grande de lo que es y atribuyéndole capacidades casi sobrehumanas con tal de no reconocer la relación tan profunda que existe entre las violencias organizadas y las instituciones, usualmente a ambos lados de las fronteras.

Hoy, en la mesa de diálogo recientemente instalada con el ELN, es fundamental entender lo que pasa en la frontera. He de decir aquí que se conoce (e interesa) mucho más lo que está pasando en la frontera colombiana, mientras que del lado venezolano una gran parte de informes únicamente se limitan a señalar, de forma muy burda e irresponsable en la mayoría de caso, que el ELN está en territorio venezolano. Incluso, contrario no solo a la literatura académica, sino a la lógica misma, el ELN es para ellos una guerrilla binacional que opera igualmente en Colombia y en Venezuela. La información de calidad pareciera ser la ausente en el debate público.

En la otra mesa, la de México, en la que se reúnen el gobierno venezolano y la oposición para intentar lograr condiciones para las elecciones de 2024 e intentar reconducir a Venezuela por un camino de respeto a los Derechos Humanos y a las libertades civiles no se trata ni el tema de frontera, más allá del restablecimiento de las relaciones económicas, ni de las afectaciones gravísimas a las comunidades de la Amazonía venezolana en materia de violación sistemática e impune a sus derechos humanos fundamentales. Si bien es bastante probable que la sociedad civil colombiana logre trasladar sus inquietudes, propuestas, recomendaciones y agendas a la mesa de Caracas, no será así de sencillo que esto ocurra en la de México.

En la frontera colombo venezolana las cosas no se suscriben a si está el ELN o no. Más bien es fundamental a la par que avanza la mesa, pensar en la desactivación de los mecanismos violentos y quitarles la posibilidad de que a sigan controlando la ciudadanía. Esto implica poner un muy serio límite en la mesa de diálogo a no admitir, bajo ninguna circunstancia, que continúen las agresiones a la población civil, ni siquiera cuando ésta es acusada de hacer parte del “enemigo”. Y es que, al día de hoy, el porcentaje de acciones bélicas de los grupos armados incluyendo guerrillas, estructuras criminales organizadas y similares que buscan retar al estado, no llega siquiera al 10% según el último conteo de la Fundación PARES. Ni siquiera existen altos combates entre grupos. Lo que sí hay es un número infame de asesinatos selectivos contra liderazgos sociales y personas que hacen parte de todo tipo de organizaciones comunitarias.

Del lado venezolano la situación para las mujeres indígenas de la amazonia es muy similar, donde la presencia de grupos armados no compite con la guardia civil por el control territorial y que por el contrario se dedica de forma sistemática a extraer recursos, riquezas y personas del amazonas y utilizarlas en negocios de explotación de niños, niñas y adolescentes, y a la esclavitud de miles de personas que están quedando enterradas en los socavones de la minería ilegal del Estado de Bolívar para que después el oro pueda ser lavado y exportado como oro colombiano. Este control violento del territorio, su economía y su población no está siendo necesariamente ejecutado por el ELN sino por otros grupos en la sombra, de los cuáles se habla muy poco. Es curioso cómo en los diálogos entre gobierno y oposición, la situación de estas personas y comunidades sigue siendo completamente invisible.

Con esto en mente, en ambas mesas la reconstrucción institucional de la frontera y la creación de oportunidades para la legalidad debería estar como un tema prioritario y no es claro que pueda llegar. Sin embargo, el liderazgo que el gobierno colombiano ha tenido para la reactivación de los diálogos en ambas mesas es determinante para abrir una ventana de oportunidad. La perspectiva nacionalista debería reemplazarse por un plan de recuperación de la frontera que contemple estos territorios como espacios transfronterizos dinámicos, que requieren una protección especial y un fuerte fomento del tejido social, que futuro lo que puede hacerlos sostenibles hacia el futuro. Propongo desde este espacio de opinión una idea: ¿qué tal promover, desde la sociedad civil transfronteriza, veedurías, verificación e intercambios que nos permitan que la agenda de una frontera pacífica e incluyente llegue a ambas mesas? Les escucho.

 

 

El Estado “recomendado” y lo que callan los funcionarios

Pedro Castillo ganó las elecciones en Perú siendo electo por una izquierda conservadora, amparado en el sentimiento anti-élites y en gran medida por su discurso anticorrupción. Sin embargo, poco importó el mandato ciudadano cuando nombró a su amigo Juan Silva como ministro de transporte, quien, al ser cuestionado por su falta de preparación, respondió: Yo tengo pase para conducir y soy conductor. Hace poco, en Colombia, el senador Gustavo Bolívar hacía un llamado para apoyar al polémico autor de la serie Matarife con la frase: primero los nuestros. No hay ni una sola persona metida en política que no justifique gobernar con los suyos, y las fallidas reformas políticas jamás tocan lo que hace tan poderosos a los congresistas: el control casi absoluto del empleo público.

Andrés Manuel López Obrador barrió con todos y todas las funcionarias mexicanas bajo la premisa de que cualquiera en un gobierno anterior era corrupto, pero no promovió concursos de méritos, o siquiera convocatorias públicas para corregir la situación. Lo propio han hecho gobiernos de todo talante en el continente como Bolsonaro en Brasil e Iván Duque en Colombia, tal vez el ejemplo más reciente, peligroso y vergonzoso de gobernar con los amigos.

Esto es una ruleta rusa que no carece de víctimas: estamos llenos de liderazgos tóxicos y tenemos un sistema de incentivos que corrompe al más estoico. Por otra parte, los funcionarios, funcionarias y contratistas que tienen un mínimo de compromiso con el país triplican su jornada llenándole los informes de gestión a los y las recomendadas. Nefasto para la democracia y para las instituciones, pero nada importa. Cuando arranca la campaña política, el Estado contrata por prestación de servicios a hordas de personas para que puedan dedicarse a hacer de sus políticos los vencedores. Después, las campañas “prodemocracia” hacen jingles de por qué hay que votar bien, ignorando por completo el sistema de incentivos e infantilizando a la ciudadanía electora. Vote bien, pero pierda su trabajo. Nada fácil.

Nadie quiere gobernar con los enemigos, es cierto. Pero también es verdad que bajo este estilo de liderazgo resultamos con un fiscal general de la Nación a quién le “cuidan su imagen” con los recursos públicos y a quien tienen que servirle personas con bajos sueldos, como si fuera un reyezuelo. Porque lo es. Controla el trabajo, controla a la gente. Recuerdo muy bien que en la época en la que fui funcionaria de una empresa industrial del Estado había una lista donde cada congresista tenía un código y enviaba hojas de vida con su recomendación. Muchas personas de esa lista eran gente capaz y competente, pero otras no. Entraban y salían y la entidad pagaba el alto costo de la rotación de personal. Me tocó ver incluso a familiares de parapolíticos en la cárcel salir de trabajar con una sonrisa en la boca y diciendo: “otro día más cotizado para la pensión”.

El problema es que en América Latina pensamos que lo que hay que hacer es seguir gobernando con los amigos, pero cambiar unos amigos por otros. Podría jurar que Iván Duque pensaba que sus amigos eran gente capaz y preparada y que nadie le vio ningún problema a nombrar gente ineficiente en altos, medianos y bajos cargos del Estado. Al no haber carrera, aquellas personas que les toca triplicar su trabajo pierden su vida poniéndose la camiseta, levantándose a la una de la mañana y haciéndole el trabajo a los demás. A ellas sí les devuelven sus informes de gestión por una coma mal puesta. Ahora, piensen ustedes lo que significa montar la operación administrativa para revisar miles y miles de informes de contratistas de prestación de servicios cada mes, porque en nuestro sistema político nos negamos a tener una burocracia capacitada y estable que nos pueda decir que no, y porque la clase política no quiere perder su moneda de cambio.

Estamos promoviendo uno de los peores sistemas de corrupción en el empleo público y no movemos una pestaña al respecto. Nos limitamos a decirle a las personas que trabajan en el estado que renuncien, que así ha sido toda la vida, que por supuesto lo importante son los nuestros. Los nuestros primero porque los nuestros son mejores. Mentira, no lo son. El mecanismo sigue siendo el mismo y se repite el ciclo en el que los dos primeros años de gobierno se gastan reemplazando la nómina estatal (la de la prestación de servicios) y los dos siguientes preparando la campaña siguiente. Se han visto fracasar iniciativas, morir proyectos y perder miles de millones de pesos en cada cambio de jefe. El Estado arranca cada cuatro años con poca información, sin memoria institucional y con unos altísimos costos. Lo peor de todo es que la probabilidad de que el buen trabajo haga que la gente más competente se quede es bajísima porque prima la recomendación política.

En México tienen un dicho bastante particular: cada perro viene con su correa. Si el sistema de incentivos funciona de tal forma que la gente que trabaja en lo público depende a tal grado de su padrino político, es poco probable que una persona decida perder su trabajo, su sustento y su futuro diciéndole que no a su padrino o madrina. Y así, queridas personas que me leen, es como creamos el congreso que tenemos. Así es como conservan el poder los senadores y representantes más clientelistas, mediante el control absoluto del empleo público. La próxima reforma laboral aparentemente buscará eliminar el espantoso mecanismo que les da tal control a los políticos sobre la vida de las personas. Dudo mucho que pase, pero no pierdo la esperanza.

Datos, relatos y la importancia de creerle a la gente

Desde la publicación de nuestro informe de seguimiento a los 100 días del gobierno de Gustavo Petro, me llamó la atención que – de todo lo que señalamos como retos y cuellos de botella – varios medios se quedaron con el titular de que se incrementó la violencia contra líderes y lideresas sociales, especialmente en el mes de octubre. No es la primera vez que ante denuncias de este tipo el debate termina centrado en el número pequeño, o en qué consideramos que es un líder social. Sí, la paz total es lo más retador y lo más innovador de este gobierno. Estamos a las puertas de un ambicioso proceso de desarme, en lo que los colombianos hemos sido muy expertos. No así en sostener los períodos pacíficos y evitar la proliferación de nuevas violencias. Pero el objetivo del informe era justamente señalar los retos para hacer posible su solución.

Entonces, quiero dedicarle esta columna a señalar lo nefasto que puede ser para un país fundamentar sus decisiones en datos sin relatos y sobre todo en esa costumbre tan centralista de intentar que la realidad de las personas encaje en los juicios sobre la realidad que tenemos desde las agencias, tanques de pensamientos, ONG, o entidades gubernamentales.

Uno de los hallazgos más importantes del informe que parte de información del Observatorio para la Defensa de la Vida de la Fundación PARES, fue precisamente lo que generó la polémica, dado que el incremento de la violencia específica contra líderes y lideresas sociales, especialmente contra personas de las Juntas de Acción Comunal, líderes de comunidades étnicas, campesinos, sindicales y comunitarios no encaja con la descripción “típica” de la violencia como un fenómeno de economías ilegales  o de disputas entre grupos ilegales. Este ciclo de violencia que se ha venido incrementando devela cosas que no queremos ver, y que no necesariamente se reflejen en las cifras.

Lo primero, y en eso coincidimos con el importante trabajo que ha realizado el International Crisis Group, es que los repertorios de violencia están cambiando, pero sí hay una intención de los grupos armados de presionar las agendas y la agencia social en los territorios donde hacen presencia. Para que las persona que me leen lo entiendan mejor: varios de estos grupos están presionando violentamente a las organizaciones territoriales para que los reconozcan y se sumen a sus agendas – las que sean – para mostrar mayor legitimidad en una eventual negociación. No es el control del territorio lo que buscan, como algo vacío, sino el control de la población que implica poder cotidiano sobre la vida de las personas, cómo se mueven y cómo producen.

Lo segundo y para mí lo más importante es que también se devela que ese nivel de presión violenta sobre la población ocurre en zonas de alta operación de las Fuerzas Armadas y que si el proceso de paz no se acompaña de una fuerte campaña anticorrupción en la fuerza pública, seguirá siendo muy fácil promover la violencia organizada.

Pero aún hay algo más importante y es que es necesario creerle a la gente cuando señala que está bajo amenaza. Tres departamentos: Arauca, Putumayo y Cauca no van a ver una disminución de la violencia si no se reconoce que sus liderazgos están en alto riesgo, porque incluso la información específica para tomar decisiones depende de que las personas logren hablar. Hoy, en municipios como Piamonte, Cauca, impera el silencio.

¿Qué significa la suma de todo esto? ¿Cómo lo hemos interpretado? La intención del informe fue hacer visibles, a partir de este análisis y seguimiento los retos de la paz total y enviar un mensaje al gobierno nacional sobre la importancia de la protección prioritaria de la sociedad civil, que en últimas es la mejor aliada para la construcción de paz. En concreto: hay que lograr incluir en las mesas de negociación la disminución efectiva de la violencia contra civiles e intentar no generar nuevos incentivos para la disputa entre grupos o el incremento de la presión social.

La única opción es fortalecer de forma contundente las agendas civiles y democráticas locales. Protección a los liderazgos y una profunda confianza pública en el logro de la sociedad civil es fundamental para recuperar el tejido social necesario para la paz. ¿Cómo? Se está hablando de considerar la financiación pública y prioritaria de las agendas sociales territoriales y sus organizaciones. No es para nada una mala idea. Hay que creerle a la gente.

 

 

Cien días, muchos dramas

Cien días, 665 anuncios y 24% de concreción en instrumentos jurídicos o políticos es el conteo que sale del fantástico trabajo de Esteban Salazar y su equipo en la Fundación Pares. Un promedio de más de 6 anuncios por día. Dos leyes de la república aprobadas después de diálogos bastante diversos. Un gabinete con participación de cinco partidos políticos y seis ministros y ministras independientes, varios nombramientos polémicos y otros celebrados en medios de comunicación, un discurso al estilo Greta Thunberg en Naciones Unidas. El dólar a 5.000. 26 grupos armados organizados que enviaron disposición al cese al fuego unilateral y a ingresar a la paz total. Una oposición desestructurada que pide al ministro de hacienda que no se vaya del gobierno.  Un centro técnico intentando encontrar su lugar en este nuevo estadio de cosas. Y sobre todo, una infinita propensión al drama.

Mucho drama y poca evidencia es lo que se está encontrando la ciudadanía de a pie todos los días. Desde los anuncios apocalípticos, muchos de ellos vendidos por la oposición, hasta la crítica durísima al gobierno por parte de movimientos y grupos que apoyaron la campaña con esperanza de ver cumplir su agenda. Y si a eso se suma el miedo de tener el primer gobierno con carácter fuertemente reformista de los últimos cincuenta años, es lógico tener como resultado una agenda pública llena de ruido.

La realidad es que lo que muestran los primeros cien días del gobierno es que este será un gobierno de transición, que logrará ejecutar algunos cambios. La prioridad será lograr el des escalamiento de la violencia y avanzar en la recientemente publicada hoja de ruta sobre la transición energética. Ahora, el votante de un gobierno de izquierda espera tener al final de los cuatro años bienes y servicios que disminuyan radicalmente la inequidad y contribuyan a la superación de la pobreza. Sí, el debate se ha concentrado en los niveles más técnicos – incluso haciendo de los detalles un asunto fundamental – pero la realidad es que el gobierno necesita priorizar contundencia y velocidad en este punto.

Hay avances importantísimos en los cien días que pasan desapercibidos porque la superación de la pobreza no está en el top de la agenda mediática. Pero si el gobierno no obtiene avances en esta materia, de nada sirve avanzar en agendas de mayor futuro como la transición energética. A los ojos de la población, la demanda primaria es la inclusión. Hay una buena ruta trazada en infraestructura rural, caminos comunitarios y la posible reforma a la ley 30 de educación que cursará el próximo año. No es así con la reforma a la salud, que si se hace mal puede implicar serios retrocesos en los avances de cobertura que el país ha logrado hasta hoy, o con los incrementos a los alimentos y a la pobreza de tiempo de las mujeres vía impuesto a los alimentos ultra procesados.

El gran problema es que el drama ha sido alimentado por prejuicios y juicios apocalípticos. El país tiene poca evidencia en torno a lo que funciona y no funciona cuando se trata de reformar o establecer planes, programas y proyectos que funcionen en la lucha contra la pobreza y lastimosamente los gobiernos que enarbolan las banderas de cambio tienen reticencia a escudriñar los resultados y fracasos pasados. Más que a Mazzucato, en este momento se necesita leer a Dufló y su economía basada en la evidencia, para lograr trazar una ruta funcional que traiga resultados contundentes en inclusión social, sin que el gobierno se tenga que volver esencialista frente a un modelo.

La evidencia puede así mismo contribuir a disminuir el drama. En todos y cada uno de los gobiernos de izquierda latinoamericanos han sido frecuentes los discursos catastróficos, vaticinando crisis económicas que sólo se han concretado en los casos de Venezuela y Nicaragua, ambos estados sumidos en regímenes autoritarios y corrupción. Pese a los escándalos, Uruguay, Ecuador, Brasil y Chile han tenido varias trayectorias virtuosas en la economía, que es la principal preocupación del discurso apocalíptico.

El Gobierno Petro, en 100 días no traerá una catástrofe económica. Tampoco hay nada que vaticine que lo haga en el tiempo que le queda. Sin embargo, es imperativo que disminuya la retórica e incremente la acción en torno a los programas de superación de la pobreza, subsidios y en la promesa de la renta básica universa. Es completamente deseable y loable el avance en paz total, pero lo van a medir por la economía del día a día. Como a todos.

 

Los partidos no convocarán a las lideresas

Hace pocos días tuve la oportunidad de escuchar a mujeres lideresas del mundo hablando sobre sus experiencias, retos, y compartiendo parte de su trayectoria para inspirar a otras, en situaciones probablemente mucho más difíciles. Entre ellas, escuché a la alcaldesa Claudia López decir: yo no sé a quién se le habrá ocurrido el concepto de techos de cristal, pero parecen más bien de titanio. Lo decía ella, el segundo cargo de elección popular más importante del país, una de quienes los lograron.

El cupo para las mujeres en la política sigue siendo poco, a pesar de las leyes de cuotas. Y es que efectivamente el techo de titanio se empieza a sentir cuando una mujer inicia una trayectoria de liderazgo. La mayoría de las asistentes, que eran mujeres valientes de zonas rurales, líderes indígenas y campesinas, algunas bajo amenaza de muerte en zonas tan complejas como la Amazonía Venezolana, el Putumayo o el Cauca coincidían en que la primera barrera son las normas no escritas. Todas nos identificamos.

La norma no escrita es la misma que dice que tenemos que trabajar seis horas más al día en labores de cuidado, la que establece los primeros juicios cuando las mujeres, en especial las mujeres que habitan la ruralidad alzan la voz por sí mismas – sin intermediarios. La primera barrera es la familia, la culpa, la ruptura con los estereotipos. A una gobernadora indígena la castigaron por llevar las uñas largas y a otra por verse muy “masculina”. Varias mujeres campesinas aseguraron que el machismo dentro de las propias organizaciones hace que nunca se llegue a lugares de toma de decisiones. Mujeres trans presentes en la sala se sintieron recogidas en esa afirmación. Así, la familia, la comunidad, el movimiento, el clóset, el partido, las sociedades, en vez de empujar, se convierten en una barrera que sumada parece un bloque de hormigón.

Para ellas, la mayoría, el liderazgo les ha traído sacrificios económicos, políticos y familiares. Ninguna de las presentes pudo contar una trayectoria fácil, pero sí fue clarísimo que entre más vulnerabilidades sumaran, más duro era el camino. Me llama la atención que casi ninguna contempla la posibilidad de tener una carrera política, a excepción de las que ya la tienen, que eran por supuesto minoría. Las ex (ministras, congresistas, candidatas) contaban cómo en sus primeras experiencias el calibre de los juicios y discriminaciones eran muy superiores a los de sus compañeros de partido.

A ellas, a las lideresas sociales, comunitarias, políticas regionales, campesinas, indígenas, no las llamarán para ser candidatas a las elecciones locales de 2023. Por el contrario, cuando llegue el momento, los directorios de los partidos, sin importar si es lista cerrada o abierta, empezarán a buscar como locos a las mujeres para llenar sus listas. ¿A cuáles? A las que les representen una ganancia fácil y clara en votos o patrocinio y que ojalá no tengan una agenda propia muy marcada. ¿Sabían, queridas lectoras, que las mujeres tenemos una posibilidad sustancialmente menor de obtener un crédito para financiar una campaña política?, ¿y que la financiación privada de campañas muy pocas veces se concentra en candidaturas de mujeres? Por eso algunas de las que llegan lo hacen bajo recomendación de alguien dentro del propio mecanismo. Aún en el congreso, la posibilidad de incidir en las agendas de partido resulta menor, pero la exposición pública de sus errores triplica la de los hombres.

La razón por la que mi columna de esta semana la dedico a este tema, es porque me conmovió la confluencia de historias y similitudes en contextos tan diversos como Kenia, Colombia, Perú, Chile y Venezuela. También porque en algún momento todas hacemos una pausa y nos preguntamos si estamos llevando correctamente los balances entre la vida pública y las responsabilidades del cuidado. En más de una ocasión yo misma me he autocensurado. Así que, aunque no es el tema más importante de la coyuntura, es más que relevante recordar que no hay democracia sin nosotras, en toda nuestra diversidad.

Njoki Gachanja, quién nos visitó desde Githuari (Kenia), nos tuvo al borde de las lágrimas cuando decía: Estoy cansada de tener que luchar tanto simplemente para existir. Esta columna es para ti, hermana. You are not alone.

Mérito y confianza: una falsa disyuntiva

La politización de la alta dirección pública es bastante similar en todas las democracias occidentales. En teoría, el gobierno se preocupará por escoger la capacidad necesaria en ministerios y agencias para implementar la orientación política que ganó las elecciones. Después de la alta dirección, la política es ejecutada por una burocracia que guarda la memoria institucional y hace realidad las promesas de campaña. Cosa que ocurre muy poco en la realidad del Estado Colombiano, y en general en América Latina.

Si bien es entendible que la alta dirección deba tener la confianza suficiente para trabajar de la mano con quiénes diseñaron y orientaron la propuesta electoral ganadora, en Colombia todos los contratos y órdenes de prestación de servicios, que representan el 82% de la fuerza laboral del Estado Colombiano, dependen de una relación política. Usted puede ser una buena trabajadora, cumplir a cabalidad sus funciones, dar incluso ese extra que se necesita para lograr implementar una política pública. Nada de eso importa. Al momento en que usted pierda su padrino o madrina política, perderá su trabajo. El caso contrario – visto en muchísimas entidades públicas – es que estamos llenos de personas que no aportan ningún valor a la política pública, ni al estado, ni al gobierno, ni a sus comunidades, pero que mensualmente deben recibir una asignación. Para estas personas no hay necesidad de presentar informes de actividades, ni hacer todo el papeleo. Son una especie de prestadores de servicios VIP a quiénes las personas que sí trabajan les deben hacer los informes, órdenes y papeleos respectivos, mes a mes, para cobrar su sueldo.

Con estas condiciones es ridículo pensar que el estado produce incentivos positivos orientados a producir buenos resultados o siquiera a producir resultados en la implementación de política pública. Todo lo contrario, si quiero conservar mi puesto más me vale garantizar que mis candidatos ganen las elecciones a toda costa. La libertad para decidir, incluyendo la capacidad para decir que no, resulta bastante relativa. Este es el caldo perfecto para la corrupción.

Ahora, puede que en ocasiones tengamos suerte y los ministros o ministras lleguen con un equipo técnico, preparado y capaz. En el mejor de los casos, 4 años después estas personas lograrán reencaucharse otra vez en contratos de diez meses al año, con muchas menos garantías, salarios y prestaciones, y bajo la constante amenaza de perder su empleo. Calculen ustedes el excelente clima laboral que reina en el estado. Mientras tanto, el 18% de trabajadores de planta gastan tiempo, energía y recursos en entrenar y reentrenar año tras año contratista tras contratista.

Todo esto lo digo para afirmar algo que nos negamos a aceptar. No es buena idea gobernar sólo con las amistades. Por supuesto hay distribución política de la burocracia en los gobiernos y eso es normal. Lo que no es normal es que todas y cada una de las posiciones laborales en el Estado dependan de las conexiones políticas, al igual que todos y cada uno de los contratos, sean estos con personas o empresas. Nada bueno se obtiene de ahí, por mucho en que nos empeñemos en pensar que nuestros amigos son los mejores y los más preparados.

Se ha querido vender la diatriba entre meritocracia y política como si fuera imposible la convivencia entre las dos. Nada más alejado de la evidencia, que señala que la politización del servicio civil es altamente tóxica en la base y los cargos medios, pero es normal en los cargos directivos. Colombia está actuando contra la evidencia cuando intenta vender por méritos las altas direcciones y por el contrario continúa con contrataciones a dedo en el resto de las agencias e instituciones públicas. Esta semana escuché el anuncio de la ministra de trabajo acerca de finalizar con la práctica nefasta de las órdenes de prestación de servicios en el Estado. Sin duda es el camino correcto si se logra arrebatarle a la clase política el control del empleo público, que hoy es su principal moneda de cambio. Si esto no sucede, seguiremos rogando para que las amistades que vienen al menos sepan lo que hacen.

 

 

Morales vs Obrador

Según UNODOC, Colombia alcanzó el máximo de área cultivada de coca, con un incremento del 43%, de 2020 a 2021, y produciendo 1.400 toneladas de clorhidrato de cocaína. En el Putumayo, uno de los departamentos donde se concentra la mayor cantidad de coca, varios grupos armados regulan con violencia los precios, ponen a las autoridades en su nómina y se convierten en tomadores de decisiones, mediadores, impartidores de justicia, organizadores de violencia, financiadores de campañas, entre otras actividades. Incluso, los nuevos actores violentos han llegado a amenazar a las personas que otrora lideraron el movimiento cocalero que exigía la sustitución voluntaria y el desarrollo rural y rechazaba la fumigación. Hoy la consigna no es sustitución, sino legalización.

En eso, el presidente Gustavo Petro marcó un hito en su discurso en las Naciones Unidas. Nadie duda de que la guerra contra las drogas ha fracasado en todas y cada una de sus versiones, duras y blandas. América Latina es hoy el continente más violento del mundo y ha sacrificado sus trayectorias de desarrollo para procurar detener en el origen el flujo de la economía más global de todas: El narcotráfico. Hasta ahí hay mucho de razón, y perseguir el narcotráfico no ha dado ningún resultado a mostrar. Sin embargo, en la decisión de no perseguirlo también hay varias variables que Colombia debe analizar desde la mejor evidencia disponible. El diablo está en los detalles.

En América Latina dos países han tomado decisiones similares en cuanto a no realizar una persecución activa en contra del narcotráfico. En el año 2006 Bolivia fue el primer país del continente en solicitar declarar la hoja de coca como lícita y desligarla de la producción de cocaína, apelando a su base social cocalera de Cochabamba y en el 2008 suspendió indefinidamente las actividades de la DEA en el país, acusándola de acciones poco transparentes. En el año 2017, el país había disminuido de 31.000 has. de coca sembrada a alrededor de 20.000, todo sin utilizar la violencia. Fuentes cercanas al gobierno de entonces señalan que nacionalizar la lucha contra el narcotráfico y separarla de la disminución de cultivos, sumada a la salida de la agencia norteamericana permitió que el Estado se concentrara en implementar la reforma agraria con mayor tranquilidad y permitir la producción de hoja de coca para uso interno, que ronda según la Unión Europea en aproximadamente 15.000 has.

México tiene otra trayectoria. Muchos analistas del narcotráfico y del crimen organizado señalaron que el inicio de la persecución activa contra el narcotráfico como un problema de orden público desencadenó una oleada de violencia que situó a México como uno de los países con la mayor tasa de homicidios del mundo. Manuel López Obrador, fiel a esta premisa, prometió en campaña “más abrazos, menos balazos” como estrategia y en 2019 declaró que el país estaba oficialmente fuera de la guerra contra las drogas. Mientras se disminuyeron los operativos policiales a gran escala, la seguridad conservó un enfoque militarizado. Mientras Colombia plantea fortalecer el control civil de la Policía, México quiere poner a la guardia nacional bajo el control del ministerio de defensa. Los escándalos de corrupción están a la orden del día, los homicidios llegan a 35.000 personas y los eventos de desaparición forzada llegan a 30.000 sólo en el mandato de López Obrador.

Las diferencias entre los dos modelos son muy evidentes, por supuesto. México tiene el control de gran parte de la comercialización de la cocaína y parte de la heroína y opiáceos en el mundo, pero no es ni de cerca un país cultivador o productor de base. Adicional a lo anterior, mientras Bolivia desmilitarizó por completo la lucha contra el narcotráfico, concentró sus esfuerzos en el desarrollo agrario, sin limitar la producción de hoja de coca, integrando la economía cocalera al desarrollo, México llevaba años permitiendo la participación de los sectores violentos del narcotráfico en la política, por lo que el peso del sector y del propio crimen organizado era prácticamente imposible de obviar.

Colombia tiene ambos mundos. Es un país productor de coca, pero los cultivos dependen cada vez menos de la economía campesina y tienden a tener un comportamiento más y más industrial. Tiene grupos armados que, al momento de legalizar la droga, bien podrían dedicarse a cualquier otro negocio, incluyendo la extorsión y la corrupción pública, y como en México, la clase política ha estado profundamente vinculada a la violencia y a diversos negocios ilegales. En el camino de la legalización de las drogas, el lobby colombiano puede ser inspirador, pero insuficiente y ciertamente lento. ¿Hay una respuesta que permita salir de esta encrucijada? La respuesta al problema de la coca parece estar más del lado del círculo virtuoso boliviano que combinó un desarrollo rural eficiente con una política de policía rural más cercana a los sindicatos y comunidades cocaleras que a las funciones militares. Sin embargo, si Colombia quiere una solución al problema de la violencia, es bueno mirar el caso mexicano y tal vez reconocer que la violencia organizada tiene menos que ver con el negocio y más con la política.

 

 

Caras e inútiles. Crónica de las inversiones agrarias de la R.R.I.

Ahora que por fin el país está hablando de la necesaria reforma rural, el debate en este campo está lleno de aportes tan inteligentes como necesarios. La excelente columna del viernes de Francisco Gutiérrez Sanín pone énfasis en la necesidad de nivelar la cancha para que el gobierno hable con las organizaciones sociales del campesinado de la misma forma y al mismo nivel que lo hace con los gremios. También se han destapado cifras preocupantes como el bajo avance del catastro rural multipropósito y se han hecho propuestas para la construcción del diseño institucional que deberá implementar la reforma agraria. No obstante, mientras hay avances institucionales en las rutas para que la población acceda a tierra, cuando se trata de la producción y la comercialización, la historia del campo colombiano es una suma de fracasos, algunos más vergonzosos que otros.

Qué producir, bajo qué figura, cómo transformar, cómo comercializar, y sobre todo cómo hacer que la población rural, que vive en la pobreza en su gran mayoría, logre tener los medios no sólo para sobrevivir, sino para vivir de su oficio. Aquí las fórmulas van desde el proyecto productivo de corta duración, que no impacta sustancialmente el ingreso de la población, hasta la idea de que el campo debe ser y solo ser de la agroindustria. Excluyendo la figura de las Zonas de Reserva Campesina, cuyo gran potencial productivo y ecológico se ha probado, el resto termina siendo campañas sin contenido. Voy a contar una historia que conozco bien, para ejemplificar mi punto.

Recién firmado el acuerdo de paz, algunas cooperativas de población reincorporada pusieron el 100% de su capital, más proyectos de cooperación internacional, más todos los aportes que llegaban, para producir Tilapia en el Caquetá. Palabras más, palabras menos, el proyecto nació muerto porque el clima y la geografía hacía difícil, casi imposible su implementación. Los diseñadores, algunos de agencias de cooperación altamente sofisticadas solucionaron el impase con paneles solares para producir energía limpia que alimentara las piscinas de las tilapias. Más de dos mil quinientos millones de pesos invertidos en la solución más complicada y menos viable, porque eran los proveedores que llenaban los papeles. Como estos proyectos hay miles. Es uno de los secretos que las agencias, con vergüenza, llaman lección aprendida.

Al mismo tiempo, proyectos viables se estancaron en los OCAD esperando un padrino político que nunca llegó. Otros, aún más viables murieron antes de arrancar porque no tenían los operadores que llenaban todos los requisitos y papeleos necesarios, contadores, apoyos legales, recursos humanos y aseguramiento para poder ejecutar recursos. La persona que me lee no se imagina el porcentaje de costos indirectos en burocracia que tienen que usarse para implementar cualquier mínimo proyecto de desarrollo rural, con vocación productiva. Entonces, ¿qué les queda a las organizaciones campesinas? Animales de engorde, semillas y crédito rural de difícil acceso.

Otro ejemplo. A menos de dos horas del proyecto piscícola, una asociación campesina y agroecológica logró con innovación propia y pocos recursos producir casi o más pescado, con pozos en tierra, con geomembrana, usando menos energía y por supuesto con mejor manejo ambiental. ¿Hubiera podido, la cooperativa del primer ejemplo usar el segundo y replicarlo para ejecutar los recursos de su proyecto productivo? Por supuesto que no. En primer lugar, las cooperativas de reincorporados no manejaron sus propios recursos porque es más costoso administrar plata que implementarla. Eso hizo necesarios intermediarios, con procesos tan complejos y descontextualizados que hacen imposible comprar un tornillo en una tienda local de Florencia, Caquetá. Súmele a lo anterior dos semanas de proceso por cada tornillo, una por semillas, cambio de precios en la comida de animales, etc.  Ahora, una organización que logre posicionar su producto y lograr una venta decente, se enfrenta con el día a día para no quebrar. Los mercados locales son los mejores, porque pagan contra entrega. Las empresas grandes pagan a noventa días y ningún negocio campesino tiene ese flujo de caja. Ante eso, hubo una solución aún más innovadora: atraer inversionistas privados para que invirtieran en esas zonas a cambio de certificaciones sociales o ambientales. Y sí, hay gente que invirtió en negocios que facturaran aproximadamente 1.000 millones de pesos al año. Así hemos pasado los últimos cinco años, invirtiendo y perdiendo miles de millones de pesos, con muy escasos resultados.

¿A qué traigo a colación todo esto? A que, por supuesto no es sano ni democrático que un gobierno hable de enemigo interno, pero recordando estas experiencias hay mucho de verdad en que ese arrume de leyes, burocracias y procedimientos absurdos e inútiles encarecen el desarrollo hasta los límites del absurdo. El resto, es retórica.

 

El cliente

En nuestra larga historia de violencia siempre hubo un cliente. Puede ser un individuo, un grupo, un consorcio, una empresa o una idea que se impone. Casi siempre en las sombras contrataron, patrocinaron o impusieron. Cuando hablo de los clientes no me refiero a las personas que sufrieron la presión de la guerra o fueron obligadas a pagar un impuesto. Me refiero a aquellos que compraron servicios de violencia para eliminar la competencia política, como Álvaro García Romero, o quiénes se beneficiaron del despojo monumental en el Urabá Antioqueño como bien lo expone el informe de la Comisión de la Verdad, o quiénes aún patrocinan la existencia de grupos violentos para evadir la ley, para lavar dinero, para operar un holding criminal en los mejores barrios de Medellín, para tener un contrato, para explotar mujeres y niñas en la sombra, y en síntesis: para prosperar.

El cliente siempre tiene la razón y casi siempre gana. Tiene la ventaja de sus enormes conexiones políticas y su poder económico. Además, en los mundos de la violencia actual, ni siquiera los mandos altos de al menos 150 grupos violentos tienen un contacto directo o pueden influir sus decisiones. En gran parte de los casos, ejecutan, cobran y se benefician como grupo. Toda la violencia en Colombia ha tenido sus propios clientes que pagaron incluso para que se mantuviera la precaria democracia en las regiones, contuvieron oleadas de cambio y desarrollo, han detenido los mejores intentos de reforma social.

¿Por qué hablar de esto hoy? ¿Qué hay de nuevo bajo el sol?  La foto de la semana pasada, donde se anunciaba un acuerdo para la compra de al menos tres millones de hectáreas del gobierno nacional a los ganaderos. Esta foto ha desatado todo tipo de emociones en el debate público, porque está más que documentado que fueron muchos los gremios ganaderos que operaron como clientes de la violencia, especialmente en la conformación de grupos paramilitares en la historia reciente. Algunas de esas emociones, entre las que me identifico, ponen de presente que sin esta negociación no va a ser posible un mínimo acuerdo nacional del cese de la violencia. Otras señalan, también con razón, que estos terceros financiadores y promotores de la violencia le deben al país verdad y reparación. Ambas posiciones tienen asideros sólidos. Es un salto al vacío que puede salir bien, o puede ser un desastre. El país hoy está en un punto de inflexión en la historia en el que vamos a determinar nuestra trayectoria para los próximos veinte años y un nuevo fracaso significarán más décadas perdidas en el anhelo de la paz.

Algunas personas pensaban que un gobierno de izquierda iba a significar “poner en cintura” a los clientes. Se dice fácil, pero hacerlo es diferente. En eso coincido con las voces que señalan que ha llegado el momento de hacer concesiones más grandes desde la sociedad, pero con contraprestaciones más ambiciosas. Verdad y reparación que permitan pasar la página de la violencia y avanzar en unos mínimos de desarrollo rural liberal. ¿Se logrará esto con Fedegán? ¿Es ese el subtexto de la foto?

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La ministra Cecilia López ha explicado con un nivel importante de detalle el paso a paso. Los ganaderos, representados por Fedegán enviarán una oferta de venta, el Ministerio analizará la tenencia de esa tierra ofertada para evitar comprar hectáreas despojadas y finalmente decidirá si es viable la compra. La ambición es que en cuatro años se reúnan tres millones de hectáreas que sumen a lo que ya hay en el fondo de tierras y permitan la redistribución, que entiendo se acompañará de un programa de desarrollo rural integral. Hasta ahí no vería ningún problema con las herramientas que ya tiene el Estado, sumadas a las que le dio el acuerdo de la Habana. El problema para mí es otro.

Quiero creer que la foto significa que se va a detener el llamado de muchos sectores para hacer oposición armada y violenta a las reformas, como siempre se ha hecho. Las personas que hemos estudiado el conflicto y la relación entre violencia y política sabemos que sólo hace falta una chispa pequeña para que después de un proceso de paz, sometimiento o similares, vuelva a estallar la violencia porque hoy conformar un grupo armado es fácil y rápido en Colombia. Mucho más difícil es hacer que las instituciones funcionen y que las promesas de reforma den frutos. ¿Será posible que ante la primera desavenencia o reforma inconveniente Fedegán llame a la calma? ¿Qué evite las caravanas que en el Magdalena están a punto de convertirse en los nuevos clientes que financien y reproduzcan la violencia? ¿Lo lograremos esta vez?

Esta semana, personas muy cercanas me preguntaron qué pensaba de la foto. Lo mejor que puedo decir es que me produce miedo y esperanza al mismo tiempo. Hay muchos riesgos, es verdad. Incluso es posible que esta generación de ganaderos que firmó la foto no sea capaz de contener a sus propios radicales, a sus clientes. Han sido muchas décadas sembrando odio. Este acuerdo es un inicio, ministra, pero necesitamos asegurarnos de que estas compras, además de la tierra servirán para la paz, la verdad y la reparación. Si es así, me gustaría seguirla viendo sonreír en todas las fotos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Arauca bajo fuego

Escribo esta columna mientras avanzan los diálogos de paz total, pero se incrementan las confrontaciones entre el ELN y el Frente 10 en Arauca, en el sector de Filipinas, aún con la declaratoria del cese unilateral de acciones violentas.

En 2018 hicimos una gira en Arauca con dos colegas suecas de una empresa de tecnología verde que buscaba posicionar un sistema para crear compost orgánico a gran escala y bajo costo en Colombia. La líder de la Asociación Campesina de Arauca – Luz Perly Córdoba – y yo nos habíamos reunido un mes antes y creíamos en el potencial de diálogo entre públicos – privados y campesinos como una forma innovadora para traer proyectos económicos verdes y rentables al departamento, pero ejecutados directamente por la población campesina. El proyecto era el círculo virtuoso perfecto entre la asociación campesina, el sector privado, la cooperación al desarrollo y el apoyo público. No contemplamos en ese entonces la posibilidad de que la violencia volviera al departamento de la forma en la que lo hizo.

Hoy, Luz Perly está muerta y la junta directiva de la A.C.A. está casi toda en la cárcel, acusada de tener vínculos con uno de los grupos armados que les despojó de su finca, sus tractores, sus equipos, maquinarias y sus vidas. El propósito de esta columna es describir – por fuera de los clichés – la receta de este desastre.

Lo primero fueron las denuncias no atendidas, o ignoradas que mostraban cómo la violencia se organizaba nuevamente con la aparición de lo que hoy se conoce como Frente 10, los patrullajes, los primeros intentos de presión a las comunidades campesinas y a las juntas de acción comunal, la limitación de la movilidad y la prohibición de participación autónoma, desarrollo de proyectos productivos “sin permiso”, entre otras formas de acciones de grupos armados que no se cuentan en las estadísticas, porque nadie escuchó a los denunciantes.

Además de la negligencia, otro ingrediente fue la ausencia del principio de distinción entre armados y población civil. La A.C.A., pese a la ya evidente presencia de grupos armados y las tensiones entre el ELN y las disidencias continuó promoviendo su agenda campesina de forma autónoma. Durante muchos años, incluso en los más oscuros del conflicto armado la organización había logrado muchos avances en acceso a crédito y maquinaria, tecnificación de cultivos, educación rural, inclusión de mujeres campesinas, desarrollo de vías terciarias y promoción de la agroecología. Aproximadamente en 2020 la organización comienza a sufrir de profunda estigmatización, heredada de una larga historia de violencias. El tercer ingrediente que quiero señalar es que no hay nada mejor para un grupo armado que la estigmatización de civiles, usualmente acusándolos de hacer parte de uno de los bandos.

Así, la noche del 23 de marzo de 2021, miles de desplazados cruzaron la frontera buscando refugio por los enfrentamientos en el alto Apure entre las Fuerzas Armadas Venezolanas y grupos armados colombianos. La A.C.A. hizo atención humanitaria de emergencia porque la protección a los civiles nunca llegó. Lo que sí llegó en mayo de 2021 fue la detención masiva de varios miembros de la junta directiva de la A.C.A. Como si fuera poco, en agosto de 2021 los equipos de comunicaciones y computadores de la asociación fueron robados a nombre de los cabecillas del Frente 10. En enero de 2022, los miembros de la Asociación y sus organizaciones veredales que quedaron en el departamento fueron desplazados nuevamente, como parte de la nueva guerra entre el ELN y las disidencias. En esta última guerra les fueron robados sus tractores y maquinaria agrícola que otrora habían beneficiado a casi 4.000 campesinos del departamento. Hasta el día de hoy, el despojo de la finca de la asociación en el municipio de Fortul, sigue estando en silencio. Hace pocos días y aún en medio de las promesas de cese de acciones violentas contra la población civil, varios miembros de la A.C.A. tienen que desplazarse otra vez para salvar sus vidas.

La receta: aislamiento de las personas y comunidades de la justicia y la seguridad que debe ser provista por el estado; castigo violento de las agendas de autonomía social o control institucional del territorio; estigmatización de civiles y ausencia del principio de distinción y preferencia de la fuerza pública por uno de los bandos en un conflicto. Esto es el sistema de incentivos que hace nacer y reproduce la violencia y es el principal reto de la Paz Total.  Hoy, con ese caldo de cultivo, el estado puede perfectamente desmovilizar la totalidad de grupos violentos y en tres años tener la misma situación, especialmente en la frontera.

Arauca no es cualquier departamento. El éxito de la paz depende de lo que allí pase. Por eso se necesitan dos cosas: presión ciudadana, fuerte, contundente y pacífica para que los grupos armados detengan sus agresiones contra civiles y un estado que abandone la estigmatización. Segundo, hacer de Arauca el laboratorio de diálogo que soñábamos en 2018, pero que implica incluir en condiciones equitativas al movimiento campesino. Sigo pensando que el gobierno de Gustavo Petro muy pronto va a sentarse con el movimiento campesino en la frontera. Espero no estar soñando otra vez.

La perfidia de las élites

La Fundación PARES ha documentado juiciosa y sistemáticamente la presencia e influencia de distintas violencias organizadas y también la afectación sobre la democracia y los derechos humanos que todas las olas de violencia han significado en el país. Producir y administrar la violencia con todo tipo de propósitos es el día a día de por lo menos 160 municipios en el país. En retrospectiva, resulta doloroso reconocer que, durante gran parte de nuestra historia democrática, hemos visto ir y venir oleadas y producciones de violencia, correlacionadas con momentos de reforma o cambio. Después de cada proceso de paz o reforma social, después de cada intento de democratización territorial tenemos el mismo drama. Basta mirar la composición de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC o Clan del Golfo) para entender cómo los comandantes de este grupo son una colcha de retazos de muchas guerras y traiciones.

Una parte de la violentología en el mundo sostiene que es la superposición entre avaricia y recursos la que produce violencia. Para el caso colombiano, voy a sostener que en el centro de nuestro drama está la perfidia de las élites. La perfidia, deslealtad o maldad extrema, en el Derecho Internacional Humanitario significa que una de las partes que negocia la paz lo hace con intención de romper esa promesa una vez el enemigo esté expuesto. Eso no es difícil de rastrear en nuestra historia macabra de magnicidios y homicidios de líderes y personas que han firmado acuerdos de paz. Solamente en el más reciente de nuestros procesos de paz ya van más de trescientas personas, muchas de ellas que estaban liderando exitosamente proyectos de reincorporación productiva en regiones donde no existían alternativas legales de desarrollo rural.

Ya nadie duda de que el caso de Jesús Santrich, que desembocó en la creación de la hoy llamada Segunda Marquetalia, fue un entrampamiento. Aún así, hay voces en la sociedad que defienden la creación de la trampa y la producción de incentivos perversos para que cualquier intento de paz que venga con algún tipo de reforma, fracase. Casi que, si reconstruimos uno por uno los grupos armados que hoy tienen influencia y poder, vamos a encontrar que parte de las élites en el gobierno de ese entonces promovieron una estrategia de “manos caídas” mientras se asesinaban líderes y lideresas a lo largo del territorio nacional. Todo con tal de no perder privilegios. Otro ejemplo: la hoy columna Dagoberto Ramos pasó de ser un grupo pequeño en el Cauca a controlar la vida de personas y comunidades en un corredor que conecta por lo menos cuatro departamentos. Las comunidades sí denunciaron, advirtieron hasta el cansancio lo que estaba sucediendo, gritaron, protestaron, salieron a las calles y quiénes recibieron la represión violenta fueron ellas, no el grupo armado. El presidente de ese entonces ni siquiera quiso recibir las denuncias. Prefirió ver la violencia crecer y silenciar las voces críticas, nacionales e internacionales que señalaban este mal camino.  Prefirió vender la idea de que el Estado Colombiano y él mismo eran unos incapaces, que dar una orden clara de protección de la vida.

Reconocer la perfidia es un primer paso a la paz total. Sí, hemos desarrollado una tradición de trampa e incentivos perversos y hemos lidiado con ella durante toda nuestra historia del conflicto armado. Este gobierno puede ser el primero en la historia que reconozca este comportamiento como sistemático y ese reconocimiento – contrario a debilitar las instituciones – puede restaurar la confianza para sentarse a dialogar y negociar.

Ahora, como lo he señalado en columnas anteriores, el reto más grande de la paz total ni siquiera son los grupos armados, son quienes demandan la violencia. La oferta va a existir en el momento en que un grupo político quiera eliminar violentamente a un competidor y busque quién lo haga, cuando se quiera silenciar a la organización social que denuncia o hace veeduría a la contratación pública o cuando la sociedad entre en un proceso de democratización social o económica. ¿Quiénes son esos patrocinadores en la sombra? ¿La idea de la paz total los beneficia? Les aseguro a las personas que me leen que, si este proceso resulta exitoso y el Estado logra competir con oferta y recursos al control social de la violencia, estas élites pérfidas pierden mucho más de lo que ganan. Probablemente hoy en día estén pensando en reaccionar creando nuevas fuerzas violentas que se opongan a cualquier reforma que les afecte. Siempre lo han hecho.

 

¿Qué queda por fuera de la paz total?

Recientemente, el Alto Comisionado Danilo Rueda dio varias pistas sobre el camino que tomará el Gobierno hacia la paz total. La intervención estuvo llena de ideas innovadoras que ya están en ejecución. Todo indica que pondrá toda la energía del recién nombrado gabinete para aprovechar al máximo el período de luna de miel y entrar al Plan Nacional de Desarrollo con la agenda ya avanzada.

Hay una serie de innovaciones en este proceso, que no son de poca monta. Por una parte, algunos críticos del gobierno señalan un exceso de generosidad en reconocer arraigo social a diferentes grupos armados, entre ellos a diversos grupos armados organizados como el Clan del Golfo, entre otros. Contrario a estas críticas, creo que esto es uno de los cambios más significativos en este proceso que vendrá, y que puede tener efectos positivos en la reducción de la violencia y la protección de las personas que habitan los territorios más afectados. La ampliación del reconocimiento devuelve la humanidad a la población en regiones afectadas por el conflicto. Piénsese que no vamos a volver a escuchar que los niños reclutados o utilizados por grupos armados son meras máquinas de guerra, ni las víctimas civiles tendrán tantas barreras para ser reconocidas como tales y no estigmatizadas por las instituciones que las deben proteger.

La segunda innovación que quiero resaltar es estrategia de diálogos simultáneos, pero separados entre los grupos violentos y la sociedad colombiana. En 50 regiones la gente tendrá la oportunidad de expresar sus necesidades de protección social, seguridad humana y cumplimiento de derechos, y también su frustración y desconfianza con el Estado, mientras al mismo tiempo el gobierno adelante la fase exploratoria con los grupos armados. La estrategia acierta en desligar la representación de las demandas sociales de los grupos armados, lo que eleva la presión ciudadana sobre ellos y deslegitima el uso de la violencia. Esta agenda está avanzando con una celeridad asombrosa.

Los otros diálogos han sido más discretos. Sabemos que se descongelaron las negociaciones con ELN y que hubo reuniones con las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Clan del Golfo), el estado mayor central de las FARC y la Segunda Marquetalia. En esto, mientras con la guerrilla del ELN y grupos del mismo origen se avanzará en recuperar la confianza en la negociación y probablemente el gobierno utilice la carta de las reformas sociales para mostrar su capacidad de avance, con los demás grupos se ofrece una alternativa de diálogo socio-jurídico más enfocado en su desmantelamiento con opciones a la justicia restaurativa. Esta última idea es la tercera innovación que quiero resaltar, pero sobre la cual se necesita mucha reflexión colectiva.

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Lo que es positivo de esta alternativa es que obliga a reconocer el arraigo de este tipo de grupos armados. Lo que resulta preocupante es los grupos que ejecutan la violencia y los dueños de los negocios no son las mismas personas. Estos grupos usualmente tercerizan acciones violentas sea de narcotraficantes o de otros, utilizando el control social como moneda de cambio. Recordemos que unos meses después de la desmovilización de las FARC, la hoy columna Dagoberto Ramos era un pequeño grupo armado que patrullaba con arma corta y hoy es una estructura que controla gran parte del corredor andino-amazónico del país. Es decir, puede incluso que este diálogo ampliado no sea suficiente.

El cómo conseguir que estos grupos de poder no tengan la capacidad de usar la violencia organizada a su antojo depende mucho de qué suceda con la política de seguridad y defensa, y que ésta esté articulada a la paz total. Por eso, dicha política debe centrar buena parte de sus esfuerzos a la protección de los grupos especialmente vulnerables que desde ya sabemos que van a estar en la primera línea de fuego, incluyendo los presentes y futuros firmantes de paz, y los liderazgos sociales que busquen agenciar los cambios pactados.

En la misma línea, la anunciada política de Seguridad Humana debe enfilar toda su energía a la reforma del sector seguridad que permita una presencia limpia de la Fuerza Pública orientada a la protección del territorio y destierre prácticas nefastas como la de “brazos caídos” en los enfrentamientos entre grupos, el señalamiento de civiles como parte de un bando u otro, pero especialmente que destierre los negocios ilegales de la Policía y el Ejército. Necesitamos que la paz no solamente sea total, sino también sostenible.