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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Luis Emil Sanabria

Arropamos la vida con dignidad y esperanza

Inicia el mes de septiembre, periodo que la sociedad colombiana ha asumido como el Mes de la Paz, y en cuyo marco se realiza del 7 al 14 la Semana por la Paz número 38. Durante este periodo, comunidades, organizaciones sociales, instituciones educativas, iglesias, colectivos culturales y ciudadanía en general se unirán en actividades de reflexión, movilización, arte, pedagogía y memoria. El 9 de septiembre, Día Nacional de los Derechos Humanos, será uno de los momentos más significativos de esta conmemoración, recordándonos que la paz y los derechos son inseparables. El lema de este año, “Arropamos la vida con dignidad y esperanza”, encarna el compromiso permanente con la defensa de la vida, la verdad y la reconciliación.

Esta jornada nos recuerda que la paz es un proceso cultural que debe transformar las relaciones sociales, políticas y económicas. Esto incluye avanzar hacia una cultura de paz que reconozca la dignidad del otro, la justicia social, la necesidad de erradicar todas las formas de discriminación y garantizar la equidad. Es también cultivar el respeto por la diferencia y la capacidad de tramitar los conflictos a través del diálogo y no de la violencia. En este sentido, septiembre se convierte en un mes pedagógico, donde se renuevan compromisos individuales y colectivos para sostener un horizonte de convivencia y reconciliación. La Semana por la Paz es testimonio de la fuerza de la ciudadanía, que ha sabido unir voces diversas para defender la vida y abrir caminos hacia la reconciliación.

 

La desigualdad social, la concentración de la tierra, la exclusión política, el racismo, la corrupción, la captura institucional por intereses privados y el abandono histórico de las comunidades en vastos territorios siguen siendo heridas abiertas que dificultan la reconciliación. La Semana por la Paz es también un recordatorio de que los acuerdos de paz deben acompañarse de transformaciones profundas en la economía, en la justicia y en la vida política del país. Sin enfrentar estas raíces, la violencia encontrará siempre nuevos caminos para reproducirse.

El contexto actual nos muestra la urgencia de un llamado claro y contundente a los actores armados para  desescalar el conflicto armado en todos los territorios. La persistencia de hostilidades, ataques indiscriminados y actos de violencia que afectan principalmente a las comunidades vulnerables exige una respuesta inmediata. Los actores armados, legales e ilegales, deben acatar las reglas del Derecho Internacional Humanitario (DIH) y garantizar la protección de la población civil, que nunca debe ser tratada como blanco de guerra.

En el marco de este Mes de la Paz, la ciudadanía exige a los partidos políticos y a los candidatos al Congreso y a la Presidencia una actitud coherente con el momento histórico. Se necesita con urgencia elevar el nivel de la deliberación pública, dejando atrás el lenguaje de odio, la descalificación y la mentira. El debate político debe sustentarse en argumentos sólidos, propuestas viables y respeto mutuo. La sociedad de la paz no acepta que las campañas electorales sean escenarios de polarización destructiva; por el contrario, exige que el fortalecimiento de la paz sea el eje central de las propuestas y del comportamiento político.

En este entorno, se hace evidente la urgente necesidad de avanzar hacia un Acuerdo Nacional que convoque a todos los sectores sociales y políticos del país. Este acuerdo debe retomar el espíritu de la Constitución Política de 1991, que consagró a Colombia como un Estado Social de Derecho, es decir, un país en el que la dignidad humana, la justicia social, la igualdad y la participación democrática sean la base del pacto colectivo. Retomar ese mandato constitucional supone garantizar derechos, ampliar las libertades y transformar las estructuras que han perpetuado la violencia y la exclusión.

Hoy, más que nunca, Colombia necesita unidad en la diversidad, un proyecto común que coloque la vida por encima de la muerte, la cooperación sobre la confrontación y la solidaridad sobre la indiferencia. La reconciliación no significa olvidar, sino construir sobre la verdad y el reconocimiento del dolor, es reavivar la confianza en la vida compartida y abrir caminos para las nuevas generaciones.

El lema de este año, debe convertirse en guía de acción encaminada a proteger la vida, cuidar la dignidad de las personas y mantener viva la esperanza de un país que, a pesar de sus heridas, no renuncia al sueño de la paz. La Semana por la Paz, el Mes de la Paz y el Día Nacional de los Derechos Humanos son, en definitiva, un llamado a no desfallecer en la construcción de un futuro en el que la justicia, la reconciliación, la convivencia y el Estado Social de Derecho prevalezcan.

Luis Emil Sanabria D.

Terrorismo, señal de la derrota y el desafío de la sociedad

Durante años, los grupos armados y las organizaciones guerrilleras han intentado sostener su proyecto mediante la fuerza de las armas. Hoy, enfrentados a continuos golpes contra sus redes generadoras de ingresos económicos ligadas al narcotráfico, a la desarticulación de sus líneas de mando y al rechazo creciente de las comunidades, recurren al terrorismo como un acto de reafirmación militar. Cada bomba, cada ataque contra la población civil, es en realidad la confesión de que su estrategia de guerra popular prolongada para acceder al poder político fracasó, que ya no pueden ganar batallas, ni conquistar legitimidad social, ni ofrecer futuro alguno.

Los recientes ataques terroristas que enlutan al país no son muestra de fortaleza de los grupos armados ilegales, sino prueba de la debilidad de sus ideales políticos y estratégicos, e indicativo de su desesperación. Estos crímenes atroces revelan que sus estructuras militares y económicas están cada vez más desarticuladas, lo que no es sinónimo de disminución cuantitativa, y que la violencia indiscriminada se convierte en uno de sus recursos para intimidar, sembrar miedo, presionar a la sociedad y al Estado.

 

Gran parte de estos ataques se relacionan con acciones de extorsión e intentos de control social. El terror se usa como un mecanismo de chantaje contra comerciantes, transportadores, campesinos, líderes comunitarios o para desmoralizar a la fuerza pública y a la sociedad democrática. Con ello buscan resistir para recuperar o mantener un flujo de recursos que sostenga sus ejércitos. Sin embargo, en lugar de consolidar poder, lo que logran es evidenciar la naturaleza violenta de su proyecto y profundizar el repudio ciudadano.

Ante este panorama, no basta con expresar rechazo. La sociedad colombiana, con el respaldo de políticas robustas, debe convertirse en protagonista activa de la denuncia y el repudio social a estas prácticas. Las víctimas no pueden quedar solas ni el miedo paralizar a las comunidades. La respuesta debe ser una ciudadanía más cohesionada, capaz de exigir justicia, de respaldar a las instituciones democráticas y de seguir apostando por la construcción de paz integral en los territorios. Cada voz que se alza contra el terrorismo y a favor de la paz contribuye a cerrarle los caminos a quienes pretenden imponer la violencia como destino.

Pero esta lucha no puede darse solo desde Colombia. El terrorismo y la violencia armada están alimentados por la economía ilegal del narcotráfico, la minería ilegal, la trata de personas, el tráfico ilegal de armas y municiones, el contrabando, el comercio ilegal de especies protegidas, y el lavado de activos que trasciende fronteras. Mientras esta economía diversificada y complementaria, siga controlada por mafias y carteles, seguirán teniendo recursos para sostener la violencia armada, donde el principal objetivo es la población civil.

Es hora de que toda Colombia respalde a las autoridades nacionales para abordar un debate serio y valiente en la comunidad internacional. La legalización y regulación de la producción y el comercio de la cocaína no debe ser un tabú, sino una alternativa para debilitar de raíz los ingresos de los grupos armados y criminales. Así como se avanzó con el tabaco, el alcohol y en algunos países con la marihuana, un marco regulado y controlado puede arrebatarle a las mafias el monopolio y restarles el poder económico que hoy sostiene la violencia.

Colombia no puede enfrentar sola este desafío. Se requiere de la solidaridad internacional para construir salidas conjuntas y pacíficas, que deben incluir inversión en desarrollo alternativo, respaldo a las comunidades campesinas, y un compromiso global con la regulación de los mercados ilegales. La lucha contra el terrorismo exige tanto una respuesta inmediata -rechazo social, seguridad y protección a las víctimas- como una estrategia de largo aliento que garantice inversión social, justicia y equidad, y que golpee las bases financieras de quienes insisten en prolongar la violencia armada.

El terrorismo es un crimen de lesa humanidad que no admite justificación alguna. Es la confesión de la debilidad de los grupos armados y la descalificación definitiva de cualquier pretensión política que invoquen. Frente a él, la sociedad colombiana debe mantenerse unida, solidaria y firme en su rechazo. Y el mundo debe responder con una política valiente y solidaria que mezcle el control de insumos, la destrucción rutas, y la legalización, sin violar la autodeterminación y la soberanía de los países víctimas como Colombia.

A quienes insisten en tomar o mantener el camino del terrorismo hay que decirles con claridad que sus actos no son símbolo de fuerza. Que ese camino los llevará tarde o temprano a su derrota moral y política. Recurrir al miedo, a las bombas y a la violencia indiscriminada no les otorga legitimidad alguna, por el contrario, los condena al repudio popular e internacional. Ninguna causa, por justa que se proclame, puede sostenerse sobre la sangre inocente; respetar a la población civil y abrirse a los caminos del diálogo es la única salida digna frente al juicio implacable de la historia.

Luis Emil Sanabria D

¿Hasta dónde nos está llevando la violencia verbal en la política?: responde Luis Emil Sanabria

El politólogo y analista, Luis Emil Sanabria y presidente de Redepaz, en entrevista para Confidencial Noticias, lamenta el asesinato del senador Miguel Uribe Turbay y expresa su preocupación por que, según él, hay sectores que les interesa desestabilizar al país.

Sanabria no cree que se esté devolviendo a Colombia a la violencia de los 80 y parte de los 90, porque para el lo que ocurre hoy no se parece en nada a la situación de hace 30 años cuando se dio el exterminio de la Unión Patriótica, se asesinaron a seis candidatos presidenciales y la violencia guerrillera se unió a la del paramilitarismo y el narcotráfico.

 

Rechazó además que quienes se hicieron presentes en las honras fúnebres del senador Uribe Turbay hayan convertido un acto que desde su punto de vista debió ser en honor a la vida, en un momento para generar más división.

Reviva la entrevista completa:

Entre el duelo y la manipulación

El asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, un hecho lamentable y doloroso que debería habernos convocado a la reflexión serena y a la reafirmación del valor de la vida, terminó convirtiéndose en un escenario de utilización política y mediática. Lo que pudo ser un espacio de duelo colectivo se transformó en una tribuna donde se reforzó la polarización y se avivaron resentimientos, incluso bajo el amparo de mensajes que, paradójicamente, hablaban de paz.

El sepelio, más que un acto de despedida respetuosa y solidaria fue usado como plataforma para emitir mensajes cargados de tensiones y divisiones. En lugar de promover un clima de perdón y reconciliación, la tragedia se instrumentalizó para insistir en la idea de que la política es un campo de enemigos irreconciliables. La paradoja resultaba evidente, ya que se mencionaba la palabra “paz” mientras se alimentaban sentimientos de revancha, como si el lenguaje se redujera a un recurso retórico y no a un compromiso ético.

 

El tratamiento mediático y político del sepelio dejó entrever un mensaje simbólico inquietante, pues se reafirmó el concepto de que existen familias destinadas a dirigir el país, como si sobre ellas pesara un mandato “natural” de perpetuar su hegemonía. Familias que, en muchos casos, no han estado dispuestas a renunciar a privilegios acumulados en medio de contextos de violencia, corrupción o connivencia con estructuras de poder excluyentes.

Bajo la autoproclamación de “gente de bien” se levanta un muro simbólico que divide a la sociedad entre quienes se asumen herederos legítimos del poder y quienes, se atreven a cuestionar ese orden establecido. En este escenario, la tragedia se convierte en vehículo para reafirmar la narrativa de que la nación solo puede ser conducida por unos pocos, mientras se deslegitima a los sectores que demandan transformaciones y que hoy participan en el gobierno. Se repite la vieja fórmula de los incluidos y los excluidos.

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En este proceso se olvida, además, la historia de genocidios, magnicidios y asesinatos sistemáticos contra lideresas y líderes sociales, políticos y defensores de derechos humanos comprometidos con la equidad y la justicia social. Este olvido selectivo revela una voluntad de invisibilizar violencias que han marcado profundamente a los sectores más vulnerables, mientras se refuerza un relato de victimización que justifica la conservación de privilegios.

Las grandes empresas de comunicación, lejos de propiciar un debate equilibrado, amplificaron selectivamente las voces que buscaban culpar y señalar, profundizando la fractura nacional. La cobertura, más que plural, se orientó a sobredimensionar el dramatismo y a moldear una narrativa de confrontación. En la lógica de la inmediatez, se olvidó que el periodismo no solo informa, sino que también configura marcos de interpretación. Al optar por titulares cargados de emotividad política, los medios renunciaron a su papel de mediadores y se convirtieron en actores de la contienda.

El uso de la palabra “paz” en discursos que incentivaban la confrontación es quizás el signo más doloroso de la manipulación. Convertir la paz en un eslogan de disputa, en lugar de un horizonte compartido, degrada el sentido mismo de una palabra que tanto necesita Colombia. La paz no puede ser invocada como consigna para legitimar tensiones; debe ser una práctica constante de reconciliación y un esfuerzo por construir instituciones, memorias y relatos comunes.

A quienes, dicen querer un país en paz y practican todo lo contrario, hay que recordarles que ello exige revisar políticas económicas que han relegado a las mayorías a la exclusión, la precariedad y la pobreza. La paz no puede ser la espera eterna de la ciudadanía. Si se quiere avanzar hacia una verdadera reconciliación, se debe estar dispuesto a la equidad, a desmontar estructuras injustas y a reconocer que la dignidad nacional solo florecerá cuando la vida y la justicia social sean patrimonio de todas y todos.

Luis Emil Sanabria D

Bogotá perdió la nota

El pasado 6 de agosto de 2025, Bogotá esperaba una noche de fiesta. El grupo argentino de cumbia Damas Gratis debía presentarse en el Movistar Arena y reunir a miles de asistentes. Lo que debía ser un encuentro para celebrar la música se transformó en un episodio doloroso cuando disturbios entre hinchadas de barras bravas de fútbol colombiano provocaron la cancelación del concierto y, lo más grave, la muerte de un joven.

La escena muestra con crudeza un problema que el país se niega a enfrentar de raíz. La violencia urbana sigue siendo una amenaza constante. En este caso la intolerancia y el fanatismo desmedido vinculados al fenómeno de las barras bravas traspasaron los límites del deporte y se filtraron en un evento cultural. Lo ocurrido no es una anomalía, sino un síntoma de un tejido social fracturado en el que la vida pierde valor y el conflicto se resuelve con agresión.

 

Durante años las barras bravas han pasado de la pasión al odio mientras las instituciones, salvo intervenciones puntuales, han carecido de políticas sostenidas para prevenir la violencia y promover una verdadera cultura de paz. Las campañas de convivencia, cuando existen, resultan superficiales, aisladas y reactivas. Falta un trabajo pedagógico profundo que fomente el respeto por la vida, la empatía y el manejo pacífico de las diferencias.

Las autoridades no pueden limitarse a lamentar lo ocurrido o a judicializar a los responsables después de los hechos. Este episodio obliga a repensar la seguridad en eventos masivos con un enfoque integral que incluya protocolos claros, coordinación efectiva entre organizadores, policía, entes culturales y deportivos, controles rigurosos de ingreso y estrategias preventivas capaces de identificar riesgos antes de que sea tarde. Prevenir no significa únicamente aumentar la presencia policial, también implica comprender y desactivar las causas del conflicto. En este punto resulta inevitable reconocer la debilidad operativa y la limitada capacidad de los programas de gestores de convivencia, que no cuentan con el personal suficiente ni con la formación y los recursos necesarios para anticipar y neutralizar escenarios de riesgo en eventos de gran afluencia.

La construcción de una ciudad segura requiere una apuesta social decidida. Es necesario crear escuelas de cultura de paz en barrios y localidades para que jóvenes, líderes comunitarios y familias aprendan a transformar conflictos de forma pacífica, manejar sus emociones y fortalecer el respeto por la vida. Las barras bravas deberían transformarse en colectivos culturales y deportivos que reciban incentivos por adoptar prácticas no violentas, participar en proyectos comunitarios y comprometerse con la mediación interna.

Los eventos culturales y deportivos tendrían que convertirse en espacios de integración y diálogo, diseñados para reunir públicos diversos y prevenir rivalidades. Esto debe complementarse con redes comunitarias de prevención de violencia que articulen líderes barriales, instituciones educativas, comerciantes y autoridades con el fin de activar alertas tempranas y dar respuestas rápidas a las tensiones. En colegios y universidades, la cultura ciudadana, la empatía y la gestión pacífica de conflictos deberían enseñarse de forma práctica y permanente, con nuevas pedagogías e innovación didáctica. Además, cada localidad debería contar con mediadores comunitarios capacitados para acompañar eventos masivos y evitar que las confrontaciones escalen.

En medio de este panorama resulta inevitable cuestionar la coherencia de campañas como Bogotá Mi Casa, que invitan a ver la ciudad como un hogar pero no logran garantizar que sus espacios públicos sean seguros ni que la vida esté protegida. Una casa no es tal si en ella se puede morir por ir a un concierto. La credibilidad de cualquier mensaje institucional depende de acciones reales que transformen la convivencia, reduzcan la violencia y devuelvan la confianza ciudadana.

El dolor que deja esta muerte no debe desvanecerse con el paso de los días ni diluirse en la rutina de nuevas noticias. Cada vez que una vida se apaga por la violencia, la ciudad pierde algo de su humanidad y se aleja un poco más de ser el hogar seguro que todos merecemos. No podemos acostumbrarnos a que la música se interrumpa por la muerte, a que la pasión se transforme en odio o a que las armas y los disparos al aire se conviertan en un lenguaje aceptado.

Este no es solo un hecho trágico, es un espejo que nos muestra en lo que podemos convertirnos si no actuamos. Está en nuestras manos —y en las de las autoridades— demostrar que Bogotá y cualquier ciudad colombiana pueden dejar de ser territorios donde todo vale para convertirse en lugares donde la vida sea sagrada, el respeto sea norma y la paz sea un compromiso vivo de todos los días.

Luis Emil Sanabria D.

Más allá de una condena y un condenado

Que un exjefe de Estado haya sido encontrado culpable de manipular el sistema judicial afecta gravemente la legitimidad de la figura presidencial, erosiona la confianza ciudadana en el Estado, deteriora la imagen internacional del país y debilita la ya golpeada cultura de paz. Cuando quien representó la soberanía y el cumplimiento de la Constitución incurre en prácticas corruptas, el daño, lamentablemente, se extiende a toda la estructura republicana y democrática.

La condena a 12 años de prisión domiciliaria contra el expresidente Álvaro Uribe por soborno a testigos y fraude procesal representa un hecho histórico, doloroso y profundamente revelador para Colombia. Es la comprobación de que, en nuestra débil democracia, es posible lograr que nadie este por encima de la ley, pero también la evidencia de que nuestras instituciones aún son frágiles frente a los arremetidas del poder político y económico, la polarización y la desinformación.

 

El senador Iván Cepeda ha jugado un papel fundamental y titánico en este proceso. Fue inicialmente víctima de falsas denuncias por parte de Uribe, y con persistencia, integridad y respeto por las vías legales, logró demostrar la verdad en los estrados judiciales. Su actuar contrasta con la actitud de los hijos del expresidente, quienes en lugar de acatar el fallo y promover el respeto por la justicia, han atacado a la jueza Sandra Heredia, y a la institucionalidad, propagando teorías conspirativas y profundizando el clima de odio.

Como si no bastara con la agresión interna, asistimos también a una inaceptable intromisión de actores políticos extranjeros como el senador estadounidense Marco Rubio, que en abierta violación del principio de no injerencia, pretende desacreditar el sistema judicial colombiano. A esto se suma la actitud incendiaria de candidatas del Centro Democrático como María Fernanda Cabal y Paloma Valencia, quienes han instrumentalizado la condena para polarizar aún más el país, exaltando a Uribe como mártir, incitando al desconocimiento del fallo y a golpeando la autonomía de la justicia.

Todo esto constituye un peligroso retroceso. La justicia está siendo asediada. Las juezas y fiscales que cumplen con su deber son estigmatizadas. Las víctimas son silenciadas o ridiculizadas. El Estado Social de Derecho está siendo desdibujado en nombre de una lealtad política mal entendida. Y mientras tanto, millones de jóvenes observan un espectáculo de odio y negación de la verdad.

Las conductas delictivas de un exjefe de Estado así como las agresiones sistemáticas al sistema de justicia que emprenden sus seguidores, son un atentado contra la institucionalidad y una agresión directa contra la ciudadanía. En un régimen democrático, el pueblo enajena su poder soberano mediante el voto, entregando un mandato de representación y confianza a quien ocupa la Presidencia de la República. Ese poder delegado implica, integridad, lealtad a la ley, y responsabilidad frente a la paz y la reconciliación nacional. Defender la justicia, es defender a las instituciones, y también defender la dignidad del pueblo que depositó su poder para que se ejerza con rectitud y no en beneficio personal o político.

Frente a este panorama, resulta urgente y necesario un gran Acuerdo Nacional. Un pacto entre las fuerzas democráticas, los movimientos sociales, los partidos, las organizaciones de víctimas, la academia y la ciudadanía. Ese acuerdo debe poner en el centro la verdad, el respeto a la Constitución y la defensa de los derechos fundamentales. Debe comprometerse con fortalecer la justicia para que no sea selectiva ni manipulable, que actúe con independencia frente al poder económico, político o militar.

La paz no se construye sobre la mentira, ni la democracia sobre la impunidad. La condena a Álvaro Uribe no debe ser utilizada para dividir al país, sino para preguntarnos, con honestidad, qué clase de nación queremos ser. ¿Una en la que el poder lo justifica todo? ¿O una en la que la ley, la ética y la verdad sean principios inquebrantables?

Hoy más que nunca, Colombia necesita unidad, no alrededor de caudillos ni partidos, sino alrededor del valor supremo de la justicia, la democracia y los Derechos Humanos. Porque solo con justicia hay paz. Y solo con paz, hay futuro.

Luis Emil Sanabria D.

Justicia y sometimiento, aún estamos a tiempo

Para el periodo legislativo que comienza este 20 de julio, el Gobierno Nacional, al parecer, radicará ante el Congreso de la República el proyecto de ley que establece el marco jurídico para el sometimiento a la justicia de estructuras armadas de alto impacto. Se trata de una iniciativa largamente esperada, fundamental para el desarrollo de la política de Paz Total, que debe buscar el desmantelamiento de las redes del crimen organizado, combatir las economías ilegales y avanzar en la protección de la vida y los derechos en los territorios.

Su presentación debió haberse dado desde el mismo momento en que se aprobó la Ley 2272 de 2022, que le dio sustento normativo a la Paz Total, habilitando así una arquitectura legal más completa para atender de forma simultánea los distintos frentes del conflicto armado y la criminalidad. La demora ha tenido costos, se ha generado incertidumbre jurídica, debilitado la capacidad de negociación del Estado y ralentizado los avances en materia de sometimiento colectivo.

 

A pesar de ello, el proyecto sigue siendo clave para el presente inmediato y para el futuro de los procesos de paz y la consolidación del Estado en los territorios. Colombia no puede seguir enfrentando el crimen organizado solo con las herramientas de la acción armada o la represión penal selectiva. Necesita una estrategia integral, con una base legal robusta, que permita desarticular las estructuras armadas ilegales y reconstruir el tejido social desde la justicia restaurativa.

Uno de los puntos más importantes es que el proyecto establece de manera clara que no se trata de una negociación política, sino de un sometimiento a la justicia condicionado al desmantelamiento total de las organizaciones, la entrega de bienes ilícitos, la reparación a las víctimas y el compromiso con la verdad. No habrá reconocimiento de estatus político ni concesiones ideológicas. Este no es un diálogo con insurgencias, sino una salida jurídica para estructuras delincuenciales que debe beneficiar a las comunidades afectadas.

Asimismo, se contempla un enfoque de justicia restaurativa, con penas reducidas y beneficios jurídicos sujetos al cumplimiento efectivo de condiciones verificables. Se abre la puerta a una posible amnistía económica condicionada, que permitiría al Estado acceder a activos ilícitos y destinarlos a programas de reparación y fortalecimiento institucional en los territorios.

Sin embargo, algunos articulados generan dudas legítimas. Uno de ellos es la excesiva discrecionalidad que se otorga a la Fiscalía General de la Nación para suspender órdenes de captura o facilitar beneficios sin controles suficientes. Si bien es importante que el Ejecutivo y la Fiscalía coordinen acciones, la falta de límites claros puede abrir espacios a arbitrariedades o negociaciones poco transparentes.

Otro elemento importante y polémico es que el proyecto incluye la posibilidad de someterse de manera individual, lo que da mayor flexibilidad al Estado para desarticular estructuras armadas y permite adaptarse a las realidades diversas de grupos con distintos niveles de cohesión interna, pero genera incertidumbre sobre posibles beneficios a individuos que no hacen parte de estructuras criminales claramente definidas.

También preocupa el tratamiento a terceros civiles y financiadores de estructuras criminales, quienes podrían recibir beneficios jurídicos desproporcionados si no se establecen mecanismos rigurosos para garantizar que contribuyan efectivamente a la verdad y la reparación. La impunidad para los poderes económicos y políticos que han respaldado la violencia sería un golpe a la legitimidad del proceso.

Otro aspecto crítico es la baja participación que se da las víctimas y a la sociedad civil en el diseño del proceso. La centralidad de las víctimas no puede limitarse al discurso. Es imprescindible que existan canales de veeduría ciudadana, control social y participación directa en los mecanismos de seguimiento y evaluación del cumplimiento.

El proyecto representa un paso necesario y una oportunidad para dotar al país de una política de sometimiento seria, coherente y ajustada a estándares de justicia y derechos humanos. El Congreso tiene ahora la responsabilidad de debatir con altura, corregir los vacíos, promover la participación de múltiples sectores, blindar los mecanismos de transparencia y fortalecer los derechos de las víctimas.

Colombia no puede renunciar a la búsqueda de la paz integral. Es hora de que los grupos armados escuchen el clamor de los territorios, reconozcan esta valiosa posibilidad que se les brinda y respondan de manera decidida al anhelo profundo de paz que une a millones de colombianos y colombianas. Romper la cadena de ilegalidad que une el crimen con sectores económicos y políticos, y recuperar el control institucional de los territorios exige valentía, fortalecimiento de la seguridad, diálogo, justicia y decisiones legislativas responsables. El proyecto de sometimiento puede abrir un nuevo capítulo en la historia de la paz y la justicia en Colombia.

Luis Emil Sanabria D.

¿Cuándo se perdió la soberanía del país?

¿Y por qué a ciertos sectores les incomoda que se recupere?

Por décadas, la soberanía nacional ha sido un concepto invocado en los discursos patrióticos, pero vaciado de contenido en la práctica política. Si queremos responder con honestidad a la pregunta de cuándo se perdió la soberanía de Colombia, debemos mirar más allá de los momentos formales, como los tratados internacionales o las reformas constitucionales y reconocer un proceso paulatino de renuncias, imposiciones externas y sumisiones voluntarias que han ido vaciando de sentido el principio de autodeterminación de los pueblos.

 

La soberanía comenzó a diluirse cuando se subordinó el interés nacional a las recetas de organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial. Desde los años 90, con la imposición del modelo neoliberal, los intereses económicos impusieron un rumbo económico que priorizó la apertura indiscriminada de mercados, la flexibilización laboral, la privatización de servicios públicos esenciales, y la extranjerización de sectores estratégicos de la economía, como la minería, las comunicaciones y la energía. El país en manos de los sectores políticos y económicos tradicionales, dejó de decidir soberanamente sobre su modelo de desarrollo y aceptó que las decisiones económicas claves se tomaran en Washington o se escribieran en inglés.

También perdimos soberanía cuando el Estado permitió que su política antidrogas fuera diseñada y dirigida desde el Pentágono, en el marco del Plan Colombia, con consecuencias devastadoras para nuestras comunidades rurales. En lugar de una política integral de desarrollo agrario, se optó por la fumigación masiva con glifosato, por la criminalización de campesinos, por el despojo de tierras y por la militarización de vastos territorios. Se perdió el control sobre el territorio y sobre la seguridad, en nombre de una “cooperación” que supeditó la política interna a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.

Sin soberanía, un Estado no tiene poder propio ni capacidad para tomar decisiones independientes frente a otros Estados o actores internos. En el plano judicial, la pérdida de soberanía se manifiesta en la extradición automática de nacionales, incluso en casos donde existen investigaciones pendientes en Colombia. ¿Cómo es posible que se renuncie al interés colectivo de la paz y a la jurisdicción propia para satisfacer la justicia de otro país? ¿No es eso, acaso, una renuncia expresa al principio básico de la soberanía jurídica?

Y sin embargo, hay sectores de la sociedad -medios hegemónicos, élites económicas, centros de pensamiento- que consideran peligroso siquiera mencionar la soberanía como principio rector de la política de Estado. ¿Por qué? Porque una verdadera soberanía implicaría recuperar el control sobre el modelo económico, sobre el ordenamiento territorial, sobre los recursos naturales, sobre las decisiones estratégicas que hoy se toman con el visto bueno del capital financiero y embajadas extranjeras. Implicaría que el pueblo, y no las corporaciones, sea el sujeto político central.

Estos sectores temen a la soberanía porque ella está asociada a la democracia real, a la participación popular, al desarrollo de la economía productiva nacional y al fortalecimiento del Estado como garante de derechos y no como mayordomo del mercado. Temen que el país piense por sí mismo, porque eso pondría en entredicho sus privilegios. Prefieren la dependencia maquillada de “cooperación internacional”, la entrega del territorio disfrazada de “seguridad jurídica para la inversión”, y la sumisión doctrinaria presentada como “apertura al mundo”.

Recuperar la soberanía no es aislarnos ni cerrar fronteras. Es ejercer nuestro derecho a decidir colectivamente qué país queremos ser. Es asumir la política exterior sin tutelajes, la economía con justicia social, y el desarrollo con equidad territorial. Es volver a creer que Colombia no es una finca para explotar, ni una base militar, ni un mercado cautivo, que somos o queremos ser una nación con dignidad, y eso, para algunos es imperdonable.

Luis Emil Sanabria D.

Unitarios, paz y gobernabilidad

A pesar de los esfuerzos del presente gobierno, Colombia sigue siendo un país marcado por profundas desigualdades y violencias, crisis de legitimidad institucional y una amenaza latente de restauración conservadora. De allí la importancia del surgimiento del proyecto político Unitarios, como un proceso estratégico de unidad para la continuidad del cambio, la consolidación democrática y la paz duradera. Un escenario político y ético que recoge la experiencia acumulada en las luchas sociales, los acuerdos de paz y los avances del actual gobierno, y propone una ruta común para 2026.

Unitarios nace del convencimiento de que solo la unidad plural, generosa y programática puede garantizar la continuidad del proyecto de transformación iniciado en 2022. Unitarios se convierte en el único proyecto político donde confluyen todos los partidos nacidos directamente los acuerdos políticos de paz, lo cual reafirma su compromiso irrestricto con la reconciliación y la inclusión política. En esa dirección, busca consolidar un Frente Amplio que no solo dispute el poder en las urnas, sino que lo rodee, lo acompañe y lo oriente desde la participación activa de múltiples sectores.

 

Un frente que sea escenario permanente de deliberación, construcción de acuerdos, orientación de la gobernabilidad y fortalecimiento del Estado, con una clara vocación hacia el logro de un gran Acuerdo Nacional que promueva la convivencia, el respeto y el compromiso con la superación definitiva de la corrupción, la pobreza, las economías ilegales y las múltiples formas de violencia que aquejan a la sociedad colombiana. Este frente, que debe recoger las propuestas del Pacto Histórico, sectores liberales, socialdemócratas, progresistas y nuevos liderazgos territoriales, tendrá como base y riqueza la deliberación democrática, la construcción colectiva de programas y el reconocimiento de las diferencias.

Consciente de la necesidad de fortalecer la representación democrática, Unitarios ha decidido impulsar una lista al Senado abierta, amplia y plural, y promover listas a la Cámara de Representantes construidas desde la unidad de todos los sectores. Estas listas reflejarán la diversidad territorial, étnica, social y de género del país, y serán expresión de un nuevo pacto entre las instituciones y la ciudadanía.

En lo presidencial, esta iniciativa política y social ha optado por una ruta de maduración colectiva. Lejos de imponer nombres o fórmulas, propone un escenario donde las distintas precandidaturas puedan desarrollar y contrastar sus propuestas en un marco de respeto, diálogo y compromiso con el programa común, con el objetivo deconverger en 2026 en una sola candidatura presidencial del Frente Amplio, legitimada desde abajo y capaz de derrotar la dispersión y la amenaza regresiva.

Uno de los ejes fundamentales de esta convergencia es la transformación del modelo neoliberal fracasado, que durante décadas priorizó el mercado por encima del bienestar social, debilitó lo público y profundizó las brechas sociales y territoriales. Unitarios propone avanzar hacia un modelo de desarrollo con mayor responsabilidad del Estado, que garantice de manera efectiva los Derechos Fundamentales y promueva un desarrollo integral, equitativo y sostenible, donde la vida digna sea el centro de la política y la economía.

Además, el proyecto político asume el compromiso de seleccionar a mujeres y hombres probos, con trayectoria ética y vocación pública, para contribuir al fortalecimiento coordinado de la autonomía, la gobernabilidad y la gobernanza, especialmente en las regiones históricamente marginadas, donde, en desarrollo del nuevo Sistema General de Participación y la futura Ley de Competencias, urge la emergencia y consolidación efectiva del Estado Social de Derecho.

En definitiva, Unitarios es mucho más que un acuerdo político, proyectándose como la posibilidad real de aportar a la construcción de un país donde la paz no sea un eslogan, sino una política integral; donde la justicia social sea motor del desarrollo; y donde la democracia se convierta en práctica cotidiana. La historia nos ha enseñado que solo los pueblos organizados y unidos logran cambiar el rumbo. En 2026, Unitarios y su propuesta de Frente Amplio pueden marcar la continuidad de un nuevo capítulo en la construcción de una Colombia más digna, igualitaria y en paz.

Luis Emil Sanabria D

La bandera de la “guerra a muerte”, un símbolo equivocado

En los principios del siglo XIX, en medio de la contienda por la independencia, Simón Bolívar enarboló una bandera roja y negra que representaba la guerra a muerte contra los realistas. Era un acto político y simbólico de ruptura con la Corona española, una declaración de que no habría cuartel para quienes se opusieran al nacimiento de la República. Bolívar, en su momento, apeló a esta forma de guerra total como respuesta a la brutalidad de los ejércitos coloniales.

Durante la reciente alocución pública, que enmarcó la firma de la nueva ley que modifica normas laborales devolviéndole derechos a los trabajadores y trabajadoras, el presidente Gustavo Petro exaltó nuevamente la bandera roja y negra. Al hacerlo, no solo despertó controversia, sino que introdujo un elemento profundamente inconveniente en el debate público, sobre todo viniendo del jefe de Estado de una nación que aún transita por caminos frágiles de reconciliación y construcción de paz.

 

Rescatar hoy esa bandera y lo que representa es no solo un equívoco, sino también un profundo retroceso. En tiempos en los que la humanidad ha avanzado hacia acuerdos internacionales que colocan la dignidad humana por encima de los intereses militares, ondear la bandera de la guerra a muerte equivale a desconocer los principios del Derecho Internacional Humanitario (DIH) y de los derechos humanos que Colombia, como Estado, está obligado a respetar.

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El DIH -consagrado en los Convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales-establece límites en los conflictos armados, protege a los civiles, prohíbe los ataques indiscriminados y garantiza el trato digno a los prisioneros de guerra. Rechaza, en esencia, cualquier lógica que niegue la humanidad del adversario. La guerra a muerte, por el contrario, implica eliminar toda forma de distinción entre combatientes y no combatientes, y de paso, posiblemente legitimar la venganza como táctica de combate, y debilitar la posibilidad de reconciliación, de perdón, y de paz.

El presidente, como primera autoridad del país, comandante supremo de las Fuerzas Armadas y hombre de paz, no puede permitirse ambigüedades discursivas que pongan en duda el compromiso del Estado con DIH. La Colombia actual está obligada no solo legal, sino también moralmente, a actuar conforme a los principios de humanidad, distinción, proporcionalidad y necesidad militar. Cualquier exaltación simbólica que contradiga ese compromiso debilita la legitimidad del Estado ante la comunidad nacional e internacional, y abre la puerta a interpretaciones peligrosas.

En un país donde múltiples actores armados aún están activos, y son responsables de infracciones constantes al DIH y graves violaciones a los Derechos Humanos, donde hay procesos de paz en curso y donde la justicia transicional se esfuerza por garantizar la no repetición, lanzar al aire la imagen de la guerra a muerte puede ser interpretado por unos como permiso, y por otros como amenaza. En ambos casos, se pone en riesgo la estabilidad de un proceso que apenas se ha empezado a consolidar.

No se trata de negar los símbolos de lucha de nuestra historia ni de invisibilizar el carácter rupturista de las independencias. Se trata de comprender que los símbolos, en política, también construyen realidades. Enarbolar una bandera que anuncia muerte es incompatible con un discurso de paz. Lo que la sociedad colombiana necesita es resaltar un nuevo horizonte de justicia con vida, de transición con garantías, de transformación sin violencia.

Necesitamos símbolos de encuentro, pactos de respeto mutuo, lenguajes de cuidado. La bandera que debe ondear hoy es la del Derecho Internacional Humanitario, la del diálogo político, la de los acuerdos sociales, la del compromiso con la vida de todos y todas, sin excepción. Porque la historia nos enseña, con dolor, que ninguna guerra a muerte ha traído justicia duradera.

Luis Emil Sanabria D.

Desatar un proceso Constituyente para la Paz, la Justicia y la Vida

Colombia se encuentra ante una encrucijada histórica. A pesar de los esfuerzos por construir paz y justicia, la estructura del Estado sigue marcada por las profundas grietas de un modelo económico y político agotado. El neoliberalismo impuesto desde la década de 1990 ha erosionado los derechos sociales, debilitado lo público y ampliado la brecha entre los privilegios de unos pocos y las carencias de las mayorías. El país necesita un nuevo pacto fundacional que abra las puertas a una transformación profunda, democrática y sostenible. Un proceso constituyente que renueve el contrato social y político de la nación.

Este proceso no debe reducirse a una simple convocatoria electoral para elegir unos dignatarios encargados de redactar una nueva carta magna. Estamos muy afectados como proyecto de país para creer que con la elección de unas cuantas personas que se reunirán con sus asesores a puerta cerrada, imponiendo mayorías, saldremos de la crisis de violencias, inseguridad y pérdida de legitimidad del Estado. De allí la importancia de prepararnos con seriedad y compromiso para desatar un proceso con tiempos holgados, metodologías novedosas y una amplia participación ciudadana.

 

Un proceso de carácter político y pedagógico que parta desde los territorios, con un esfuerzo comunicativo generoso que le hable a todos los sectores sociales, que escuche y conecte con sus realidades, dolores y esperanzas. Debe ser un proceso participativo que fortalezca la descentralización, el poder de decisión de la ciudadanía, el reconocimiento de la diversidad y la soberanía territorial. Un camino que permita redefinir el ordenamiento del país alrededor del agua, como elemento vital y estructurador de un nuevo modelo de desarrollo y convivencia.

No se trata de una varita mágica que automáticamente nos conduzca al país de las maravillas. Ningún proceso constituyente es una solución instantánea. Pero sí puede abrir un nuevo escenario de acuerdo nacional para hacer posible la vida con dignidad, justicia y seguridad para todos y todas. Un escenario donde las decisiones fundamentales sean dictadas por el bienestar colectivo, los derechos humanos y la sostenibilidad ambiental.

Un nuevo proceso constituyente, democrático y popular, debe desembocar en una Asamblea Nacional capaz de generar un gran pacto de paz que no se limite al silenciamiento de los fusiles, sino que se extienda a la transformación de las causas estructurales de la violencia. La justicia debe ocupar un lugar central en esta transformación. La paz y la convivencia se garantizan con el acceso a la justicia para las víctimas, la independencia judicial, el castigo efectivo a los corruptos, y un sistema de justicia al servicio de la equidad y la verdad.

La seguridad también debe repensarse. No como una doctrina de control social o represión, sino como una seguridad para la vida, basada en la protección de las comunidades, el respeto a los derechos humanos, la prevención de violencias y la emergencia del Estado integral y civil en los territorios. La vida debe ser sagrada, no solo protegida por las leyes, sino garantizada en las condiciones materiales que permitan vivir sin miedo, sin hambre y sin despojo.

La superación del modelo neoliberal es una condición ineludible. Debemos poner fin a la mercantilización de los derechos, recuperar lo público, revalorizar el trabajo y garantizar una economía al servicio de la vida y no del lucro. Esto implica construir un sistema económico mixto y solidario, con soberanía alimentaria, justicia tributaria, distribución de la tierra y fortalecimiento del Estado social de derecho.

Asimismo, el Proceso Constituyente debe condenar explícitamente al narcotráfico y al lavado de activos, como compromisos vinculantes para desmontar los engranajes financieros, políticos y militares que han hecho del crimen organizado un actor con poder real en los territorios. La legalización y regulación de las drogas debe ser parte del debate, en sintonía con la evidencia internacional que demuestra el fracaso de la guerra contra las drogas.

Igualmente urgente es avanzar hacia una economía post-extractivista. La dependencia de los hidrocarburos y la minería a gran escala ha causado despojo, desplazamiento, contaminación y destrucción ambiental irreversible. En un contexto de crisis climática global, Colombia debe apostar por una transición energética justa, diversificada, basada en energías limpias y en la protección de los ecosistemas estratégicos.

El Proceso Constituyente no es una aventura populista ni un salto al vacío. Es una necesidad histórica que debe surgir del clamor de los pueblos, de las organizaciones sociales, de las víctimas de la guerra y de una ciudadanía cansada de promesas incumplidas. ¿Se imaginan un proceso nacido de Asambleas Municipales de Constituyentes Primarios, que recoja el sentir local y lo haga llegar a escenarios regionales, para desembocar en un gran escenario de deliberación y concertación constituyente nacional?

Desatar este proceso es apostar por una paz duradera, una democracia real, y una Colombia distinta. Ha llegado la hora de construir un nuevo horizonte de país, donde la vida, la justicia, la seguridad y la dignidad estén en el centro del poder. No hacerlo sería seguir administrando la catástrofe. El momento de avanzar es ahora.

Luis Emil Sanabria D.

Un silencio que hiere la esperanza de la paz

El actual gobierno ha dado pasos significativos para sentar las bases de una paz duradera en Colombia. La Reforma Rural Integral, presentada como columna vertebral del Acuerdo de Paz con las FARC, ha sido retomada con voluntad política, comenzando a saldar la histórica deuda con el campo colombiano. La aprobación del acto legislativo que crea el Sistema Nacional de Participación en donde se reconoce la participación ciudadana como un derecho esencial para transformar el Estado desde abajo. A ello se suman los diálogos con el ELN, que avanzaron en una serie de importantes preacuerdos y cuyo proceso debe retomarse; la instalación de mesas de diálogo con otros actores armados.

También es importante destacar los avances en las zonas PDET (Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial), donde se han materializado algunos proyectos de inversión pública que comienzan a cerrar brechas históricas en infraestructura, agua potable, conectividad, vías terciarias, educación y desarrollo económico. Estas inversiones no solo atienden necesidades urgentes, sino que representan un acto de dignificación y presencia del Estado en territorios marcados por décadas de olvido, exclusión y violencia.

 

Sin embargo, estos logros, que deben ser reconocidos y defendidos, corren el riesgo de perder fuerza y legitimidad si no se acompañan de una estrategia coherente, activa y territorialmente situada para enfrentar los desafíos actuales. En ese contexto, el silencio y la inacción de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz frente a hechos como el atentado contra el senador Miguel Uribe, los ataques terroristas en el Cauca y Valle, las masacres y los asesinatos de líderes y lideresas es doloroso, preocupante e injustificable.

No se trata únicamente de un silencio comunicativo, sino de la evidencia de una ausencia de estrategia clara para implementar de manera efectiva la Paz Total. Este valioso concepto, que plantea una paz integral, territorial, social y ambiental, exige un enfoque holístico que incluya la escucha activa a las comunidades, una presencia estatal protectora, coordinada y permanente en los territorios, y la participación vinculante de los sectores sociales.

A esto se suma una falla estructural grave, se trata de la ausencia de un marco jurídico sólido que permita negociar con los grupos armados herederos del paramilitarismo, que hoy ejercen control armado, extorsión y desplazamiento en muchas regiones del país. Esta falta de claridad legal alimenta la confusión sobre los alcances y límites del proceso de paz, deslegitima la acción del Estado y deja a muchas comunidades expuestas a ambigüedades operativas y nuevas formas de impunidad.

No hay participación sin garantías, ni democracia real en medio del miedo. La seguridad no se reduce a la militarización, es también la posibilidad de ejercer derechos sin amenazas, de hacer efectivo el poder que reside exclusivamente en el pueblo sin ser asesinado, desplazado o silenciado. Proteger la vida y el liderazgo social es una responsabilidad estatal ineludible. En ese sentido, los delitos de lesa humanidad y las infracciones al Derecho Internacional Humanitario no pueden seguirse viendo como simples «dificultades operativas». Son delitos que deben ser enfrentados con contundencia, articulación interinstitucional y justicia.

Hoy, cuando la polarización política se agudiza y los sectores armados ilegales escalan su poder de destrucción, la paz no puede seguir siendo una consigna vacía. No basta con sentarse a negociar con quienes tienen fusiles -elemento fundamental en el entramado de la paz-; hay que construir legitimidad a todos los niveles, con quienes tienen palabra, arraigo, memoria y propuesta. Sin una participación amplia y activa de la sociedad en los procesos de paz, se dificultará aún más la transformación estructural y el logro de garantías de no repetición.

Es hora de que la sociedad civil fortalezca su proceso de coordinación, se escuche y actúe con fuerza moral. Desde todas sus expresiones sociales, políticas y económicas debe alzarse una exigencia unificada por el cese del terrorismo, el secuestro, la extorsión, las masacres, el reclutamiento forzado, las desapariciones, los asesinatos, el desplazamiento y el confinamiento. No es momento de resignación; es hora de movilizarse por la vida.

Por eso duele tanto el silencio e inacción. Porque no solo calla ante los crímenes, sino que debilita la promesa de una paz con todos y para todos. La Oficina del Comisionado de Paz debería estar propiciando un proceso pedagógico, político y participativo que concite la coordinación de iniciativas desde los territorios, impulse acuerdos sociales de base, y convoque a un verdadero Acuerdo Nacional.

En estos tiempos de incertidumbre, la paz se construye con coraje, inclusión, coherencia y seguridad para la vida. Urge que quienes tienen la responsabilidad institucional escuchen, dialoguen y actúen con altura ética. Porque si la esperanza en la paz se extingue, lo que vendrá no será solo más violencia, sino la consolidación de la indiferencia como norma de gobierno, y esa, sería la peor derrota de todas.

Luis Emil Sanabria

Del derecho a decidir a la necesidad de organización

La propuesta de convocar una consulta popular sobre las reformas laboral y de salud ha puesto en evidencia la profunda disputa entre una democracia limitada al juego parlamentario y una democracia que aspira a ser verdaderamente participativa. Aunque la consulta es un mecanismo constitucional legítimo y democrático, su sola mención ha desatado una intensa reacción de rechazo por parte de sectores políticos conservadores, gremios económicos y grandes medios de comunicación que —más allá de los argumentos técnicos— temen que el pueblo se exprese directamente sobre los cambios que el país necesita.

Defender el derecho a la consulta es defender la soberanía popular, y oponerse a ella de manera sistemática revela no solo una resistencia a las reformas, sino una desconfianza estructural frente al juicio ciudadano. Sin embargo, también es necesario reconocer con madurez política que no basta con invocar este derecho o convocarla por decreto lesionando el contrato social de 1991. Las condiciones para una consulta victoriosa no están garantizadas sin un proceso previo de fortalecimiento social, pedagógico y político.

 

Por ello, si bien es justo defender la consulta como principio, también debe considerarse, si las condiciones no son favorables, la posibilidad de renunciar a su realización en este momento, no como un acto de debilidad, sino como una apuesta estratégica. Una retirada táctica y el reconocimiento de la fractura institucional existente generada por la oposición, que puede profundizarse al convocar la consulta por decreto, puede ser el primer paso de una victoria mayor, que debe incluir la obligación de reorganizar las fuerzas progresistas, fortalecer la base social, formar nuevos liderazgos y preparar con determinación el camino hacia 2026.

El objetivo estratégico debe estar claro. Construir un Frente Amplio capaz de conquistar las mayorías en el Congreso, de incidir en las altas cortes, de renovar los gobiernos locales y asegurar la continuidad del proyecto transformador. No basta con las mayorías simples que llevaron a la Presidencia al actual gobierno; hay que ganar otros sectores sociales, construir alianzas amplias, tejer un Acuerdo Nacional que haga posible la realización del Estado Social de Derecho y que enfrente, con legitimidad democrática, la pobreza, la corrupción, las violencias, las economías ilegales, la desigualdad y la exclusión.

En este camino, la organización social es insustituible. Debemos recomponer el tejido social que se ha debilitado, reanimar los espacios de base, volver a los territorios, formar políticamente a nuevas generaciones, y construir desde abajo la fuerza ciudadana que garantice que las reformas no dependan solo de decretos o voluntades individuales, sino de una sociedad movilizada, consciente y participativa.

En ese escenario, los sectores económicos y políticos de oposición que aún conservan su talante democrático, están obligados a reconocer que las reivindicaciones laborales incluidas en la reforma son más que justas. El derecho a la estabilidad, a la seguridad social, al trabajo digno y a jornadas decentes no puede seguir siendo visto como una amenaza para el desarrollo. Si realmente les interesa el empleo, deben comprometerse también con el apoyo decidido a las pequeñas y medianas empresas, que son quienes más generan trabajo en Colombia evitando la precarización.

En este marco, la paz como camino y como meta debe ocupar el centro de toda propuesta de cambio. Sin justicia social no habrá reconciliación verdadera. La paz exige transformar las condiciones estructurales que han alimentado el conflicto, como la exclusión económica, la precariedad laboral, la inequidad territorial y la falta de voz de millones de personas en las decisiones públicas.

La consulta, entonces, debe ser entendida como parte de una estrategia mayor, no como un fin en sí mismo. Si es viable, debe ser defendida con fuerza democrática y convicción ética. Pero si no hay condiciones políticas y sociales para asegurar su victoria, debe considerarse con responsabilidad renunciar a ella, en favor de un proceso de reconstrucción de alianzas y de fortalecimiento del bloque social y político del cambio.

El 2026 debe encontrarnos más fuertes, más organizados y con un proyecto claro que convoque a las mayorías por una Colombia democrática, justa, sostenible y en paz. Porque las transformaciones profundas no son producto del atajo ni del impulso inmediato, son el resultado de la claridad estratégica, la voluntad colectiva y la paciencia histórica de quienes luchan por una vida digna para todas y todos.

Luis Emil Sanabria D.

Salarios dorados, derechos recortados y una democracia herida

El Senado de la República -particularmente los partidos de oposición, en arreglo con los gremios económicos, incluidos sus medios de comunicación- ha vuelto a demostrar que actúa de espaldas a la ciudadanía en un país marcado por profundas desigualdades sociales y territoriales. La negativa a reducir sus altos honorarios, sumada a la aprobación de una reforma laboral recortada que desconoce derechos universales de los y las trabajadoras, representa no solo una afrenta a la justicia social, sino un acto de desconexión que alimenta la violencia y la desconfianza ciudadana.

Mientras millones sobreviven con trabajos informales, contratos por horas, sin seguridad social ni estabilidad, los senadores de las bancadas opositoras blindan sus ingresos privilegiados. No hay justificación ética ni política para que representantes del pueblo mantengan remuneraciones millonarias mientras legislan en contra de los derechos de quienes los eligieron. Peor aún, este bloque parlamentario impulsó y aprobó una reforma laboral que no dignifica el empleo, sino que consolida la precariedad como norma, al desregularizar, flexibilizar y debilitar la capacidad de los trabajadores de organizarse y exigir condiciones mínimas de justicia laboral.

 

En este contexto, el Senado —o al menos la mayoría que lo domina hoy— falla en su misión legislativa y alimenta las condiciones estructurales que perpetúan el conflicto armado, el resentimiento social y la fragmentación del país. La legitimidad política no se decreta, se construye con coherencia, con justicia, con empatía hacia quienes cargan el peso del neoliberalismo, un modelo económico profundamente excluyente.

Pero el problema no se agota en el Congreso. También es urgente abrir el debate sobre los desbordados salarios de los altos directivos de empresas del Estado, incluyendo aquellas de economía mixta o que administran recursos públicos. ¿Cómo es posible que gerentes de entidades públicas y presidentes de compañías con participación estatal perciban ingresos que duplican o triplican los del propio Presidente de la República? Este desbalance atenta contra los principios de equidad, transparencia y responsabilidad en el manejo de lo público. Se hace necesaria una ley que imponga topes salariales razonables, diferenciados por función y naturaleza jurídica, dejando claro que ningún directivo que administre y se pague con recursos públicos gane más que el jefe de Estado.

Estas decisiones —o la falta de ellas— no son técnicas, son profundamente políticas. En regiones donde reina el abandono estatal y la falta de oportunidades, la inequidad institucionalizada se convierte en caldo de cultivo para el reclutamiento por parte de grupos armados, el fortalecimiento de economías ilegales y el deterioro de la democracia. Cuando el Estado no ofrece alternativas dignas, otros actores suplen ese vacío con violencia, exclusión y miedo.

También es claro que llegó el momento de pensar en mecanismos impositivos progresivos y políticas fiscales redistributivas para limitar los efectos negativos de la acumulación excesiva de riqueza, avanzar hacia una mayor regulación de las fortunas personales, y financiar el desarrollo social en zonas marginadas y excluidas, como parte de una estrategia para fortalecer la equidad y reducir la desigualdad estructural. No habrá paz duradera sin equidad.

Ante este panorama, es el momento de considerar con seriedad la convocatoria de un Proceso Constituyente, que comience con asambleas locales y culmine en una Asamblea Nacional Constituyente. Una instancia que permita repensar y fortalecer el Estado Social de Derecho, impulsar la democracia participativa con poder de decisión, profundizar la descentralización y abrir paso a un nuevo pacto social construido desde abajo. La democracia tiene que convertirse en una herramienta al servicio de la equidad, la justicia y la paz.

No habrá democracia viva mientras el poder político y económico siga blindado frente a las reformas necesarias. La sociedad colombiana necesita un Congreso con sentido ético, un marco legal que regule el abuso en los salarios públicos, y una política laboral que defienda el trabajo digno. No más retórica. Es hora de decisiones colectivas, justas, valientes y pacíficas.

Luis Emil Sanabria D.

Una re-evolución ética y social, para la paz

Colombia ha oscilado entre el conflicto armado y los esfuerzos de reconciliación, pero la paz aún no es una realidad. Se ha confundido con el silencio de los fusiles, las desmovilizaciones o con pactos parciales entre el Estado y algunos grupos armados. Esta visión reducida ha impedido avanzar hacia una paz duradera y verdadera, con compromisos amplios y sostenidos de todos los sectores sociales, políticos y económicos para renunciar a privilegios y redistribuir el poder, el bienestar y el territorio.

La paz requiere un enfoque estructural y multidimensional. No es suficiente detener momentáneamente la violencia armada si persiste la injusticia social, el despojo territorial, la exclusión política, el racismo sistémico, el patriarcado, la corrupción y el deterioro ambiental. Se necesita reconstruir el proyecto de nación con base en el poder ciudadano constituyente, la dignidad humana, la sostenibilidad ambiental y el reconocimiento de la diversidad cultural y étnica.

 

Construir la paz exige hacer realidad los pilares de verdad, justicia, reparación integral y garantías de no repetición. Las víctimas del conflicto deben estar en el centro de la construcción de memoria y no ser tratadas como símbolos silenciosos. El Estado debe fortalecer el Sistema de Reparación y cumplir efectivamente sus compromisos. La paz no se puede construir desde la exclusión ni desde el olvido.

Es imperativo seguir avanzando en la negociación inclusiva y multilateral con todos los actores armados, entre ellos el ELN, las disidencias de las FARC, las estructuras paramilitares y los grupos urbanos y rurales que ejercen control territorial. La persistencia de economías ilegales y de redes criminales que cooptan gobiernos locales constituye un obstáculo de gran magnitud. Sin una voluntad firme y colectiva de la sociedad para desmantelar estas estructuras, la paz seguirá siendo difícil de alcanzar.

Es necesario desmontar las políticas económicas que ha alimentado el conflicto. El neoliberalismo privatizador y extractivista ha promovido la acumulación de riqueza en pocas manos, la destrucción ambiental, el despojo y la precarización laboral. La paz requiere una reforma agraria integral, soberanía alimentaria, empleo digno, ética en los medios de comunicación, acceso universal a derechos y una transición hacia una economía solidaria, feminista y ecológica.

En lo político, Colombia necesita una democracia radicalmente distinta. La participación debe dejar de ser decorativa y convertirse en un ejercicio real de poder ciudadano. Se requiere descentralización efectiva, reforma política profunda y mecanismos de control social vinculantes. La democracia debe estar al servicio de la paz y no del clientelismo ni de las élites perpetuadas en el poder.

Un eje central de la paz es la seguridad basada en la protección de la vida. La violencia contra líderes sociales, firmantes de paz y comunidades organizadas continúa y se ha sofisticado. Es necesario reemplazar la lógica del enemigo interno por una política de seguridad humana, centrada en la prevención, el respeto de los derechos y los acuerdos humanitarios en los territorios.

Las organizaciones ciudadanas deben construir agendas comunes y coordinarse en todos los niveles. La articulación social es fundamental para ejercer presión sobre el Estado, los grupos armados y los auspiciadores de la violencia, y garantizar que la paz no se quede en discursos ni en promesas incumplidas.

La paz debe ser territorial, construida desde abajo, con autonomía y diálogo intercultural. Las necesidades son distintas en cada región, y por tanto, la planeación y presupuestación participativa, así como los programas de sustitución de cultivos de uso ilícito, deben fortalecerse y adaptarse a las realidades locales. La paz debe asumirse como política integral de Estado, con coordinación entre los niveles nacional, departamental y local, y con la participación activa de todos los poderes públicos.

Por último, es fundamental insistir en una cultura de paz, más allá del espectáculo. Esto implica educar en valores como el diálogo, la empatía, la solidaridad y el respeto a los derechos humanos. La política de paz debe ser diferencial e interseccional. Las violencias no afectan por igual a todos los sectores sociales. Mujeres, jóvenes, personas LGBTIQ+, comunidades étnicas y personas con discapacidad enfrentan condiciones particulares que deben ser reconocidas para garantizar derechos con equidad.

Tejer la paz implicará disputas, resistencias y acuerdos, pero es el único camino digno para una sociedad que no quiere seguir enterrando a sus hijos asesinados ni normalizando la injusticia. Colombia no necesita una tregua, sino una re-evolución ética y social que haga de la paz una realidad vivida, compartida y sostenible.

Luis Emil Sanabria D