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Etiqueta: Opinión

La educación del mal vivir

Ha llegado noviembre, mes que además de lluvias y presagios de festividades navideñas, es el de los grados educativos que ingenuamente colman de felicidad y dicha a graduados y progenitores. Debería ser una treintena de días en la que dedicáramos al menos uno para dedicarnos a reflexionar sobre la educación infantil y universitaria como soporte de la sociedad del futuro en tiempos en los que la vida de los adultos discurre en un corral inmenso lleno de bestias rodeadas de las más exasperantes dificultades y la de los niños se ha convertido en un infierno que los horroriza y determina la sicología del adulto del mañana.

 

Creen estar actualizados aquellos que como el rector de un colegio atlanticense de Colombia, han creído revolucionar la educación de los párvulos concediéndoles el privilegio de no madrugar y extender el inicio de la jornada escolar a horas menos inhumanas de las que nos tienen acostumbrados las escuelas, colegios y universidades en detrimento de la psicología del aprendiz y de la calidad de la educación así impartida. En el mes de octubre se abrió el debate, nada nuevo por cierto, sobre el tipo de educación que se ha diseñado en el mundo y preferiblemente en América Latina. Apareció en el periódico El Tiempo, edición dominical, un artículo que califica de criminal la educación que se viene impartiendo en nuestro continente, en el que en síntesis se muestra cómo las escuelas y colegios se han convertido en insípidos, aburridos y escalofriantes claustros donde el estudiante se siente agobiado, encarcelado y desmotivado por el aprendizaje, centros tristes y deprimidos en los que se les confina desde horas en que el alba no ha aparecido sobre el firmamento. Lo indicado en el informe en el que se cuestiona el actual modelo educativo es apenas un sombrío, pero no panorama negativo, del sistema educacional moderno. Los males y achaques que el autor hace a la forma como se vienen mal educando niños, adolescentes y jóvenes, son los mismos que hace más de un siglo no logran convencernos que son los únicos y más importantes del esquema de enseñanza mundial. Quizá machacona y redundantemente ha venido este columnista sentando bases ideológicas y tejiendo alguna argumentación hilvanada del arte del buen vivir y su contrario, el mal vivir, que desafortunadamente viene imponiéndose sobre el primero en este siglo XXI.

Respecto de los adultos puede pregonarse el supuesto aprendizaje que aquí proponemos sobre el buen vivir a pesar de existir el añejo adagio según el cual loro viejo no aprende a hablar. En relación con los niños y jóvenes, si no se les enseña desde los primeros años y no se les prepara en el bello pero difícil arte de la buena vida, negros nubarrones aparecerán en sus vidas futuras cuando se conviertan en las mujeres y hombres del mañana. Nada nos ganamos con pregonar tesis alusivas a la vida bienaventurada para personas maduras sino empezamos a construir un mundo mejor para las nuevas generaciones tan desorientadas que andan en sus incipientes existencias. Se hace imperioso repensar un nuevo modelo educativo a todo nivel. La vida del estudiante precoz y estamos en mora de darle un vuelco que comprometa las estructuras de un modelo vetusto e inadecuado.

No soy original en el planteamiento que aquí propugna por cambiar el modelo educativo en todos sus niveles. Más de un siglo hace que Giovanni Papini, desde sus sabias y sesudas reflexiones, clamaba por abolir la escuela. En 1909 sugería con gran acierto, que la reforma a la enseñanza media debe ir a la par con la escolar y la superior. Se declaraba el ilustre hombre florentino, escéptico de las reformas porque deducía, muy razonablemente, que tenía poquísima fe en los programas y muchísima en los hombres. Con la educación acontece lo mismo que con la aplicación de las leyes: no es la abundancia lo que mejora la convivencia y la paz sociales, sino la existencia de hombres rectos, dignos y sabios. Apuntaba también Papini que para cambiar la educación no basta con remodelar los programas, porque si así se actúa se cae en el mismo error del médico, que para combatir las enfermedades, se esfuerza en suprimir los síntomas. Cinco años después, pidió cerrar las escuelas, las llamó siniestros almacenes llenos de esclavos condenados a la oscuridad del hambre y del suicidio.

Qué pensaría hoy Papini si supiera que en 2017 la tercera parte de los niños en Colombia van a la escuela a pasar hambre y cada día el presupuesto de la comida escolar es robado por politiqueros corruptos y desalmados.

Censuró el humanista italiano el encierro al que son sometidos los niños y jóvenes durante tantas horas al día entre paredes blancas, aulas que llamó prisiones en las que se flagelan sus cuerpos y se corromper sus cerebros. Concluye Papini, lo que avalamos quienes hemos profundizado en esta problemática, que las escuelas entristecen a los espíritus en lugar de elevarlos y que las investigaciones científicas surgen de la investigación solitaria y no de los centros de enseñanza.

Se atreve el egregio pensador a agregar que el modelo educativo que acerbamente critica es aceptado por los padres porque estos se benefician al sacar a sus hijos de sus casas, ya que estos los fastidian. Dirán algunos que esto es una herejía, pero parece tener razón al varias veces citado ensayista si caemos en cuenta que madres hay en este siglo XXI que prefieren dedicarle más tiempo a sus teléfonos celulares que a sus desvalidos infantes. Según el intelectual, la vida del niño y del infante no puede ser más infernal e insoportable: los primeros años el infante es prisionero de sus padres, niñeras, e institutrices; de los 6 a los 24 años, de padres y profesores; luego es rehén de sus jefes y superiores. Y agrego yo, de esposa e hijos, en muchos casos.

La dolce vita

Declaro públicamente mi admiración y devoción por la película del gran director de cine italiano, el genial Federico Fellini, dibujante aficionado en su ciudad natal, Rímini, Italia, y posterior genio del cine mundial. Aun cuando le fue negada aceptación dentro de los más afamados círculos cineastas del mundo, la película La dolce vita, pasó a ser la más famosa del siglo XX. Retrata la aparente vida de lujo y de felicidad de los ricos, especialmente de aquellos provenientes de familias prestigiosas y con títulos nobiliarios, casi todos en el exilio en la Roma festiva, sensual y atrayente de mediados del siglo pasado. Los papeles protagónicos de la ya mítica y legendaria película los realizaría Marcelo Mastroianni y la rubia sueca, Anita Ekberg. De su sensual y erótico baño en la hermosa fontana de la Roma turística y del nacimiento del fenómeno de los fotógrafos y periodistas llamados paparazzi, suelen los críticos concluir que es una película difícil de superar en la historia del cine mundial. Quien se recree viendo este clásico de la filmografía puede percibir una aparente y dichosa vida de los personajes centrales del rodaje, ese fue el mérito de Fellini, burlarse del modelo de vida de aquellos que rodeados de títulos, posesiones y herencias de una dinastía en decadencia y hacerlos ver como unos seres desgraciados o al menos insatisfechos en su vida diaria. Nosotros, los hijos de hombres sencillos y otros del proletariado, disfrazados de empleados y oficinistas, muchas veces hemos caído en la tentación y el sueño de tener una vida de ese círculo invisible pero poderoso y fascinante de mujeres y hombres de las clases encumbradas. Quizá para parecerse a ellos no han faltado los ricos de Iberoamérica que envían sus hijos a Inglaterra, Francia o Suiza para aprender de ellos y codearse, añorando pertenecer a tan supuesto grupo de dichosos, gozosos y respetados especímenes que nos parecen cercanos a los dioses de la antigua Grecia.

 

El aprendizaje cultural, literario, musical y de idiomas refinados, símbolos de la cultura, como el francés y el italiano, a precios elevadísimos para los presupuestos de quienes ganan sueldos miserables, agregado a la práctica de golf, equitación, clases de cocina y otras actividades, constituye el andamiaje en el que se aspira a construir una vida elitista, una vida de ensueño y de felicidad, según el criterio generalizado de quienes no tienen la oportunidad de mirar de cerca estos impostores y mentirosos sociales.

La vida de casa para ella y la atareada y estresante vida para él, conforman el presunto idilio matrimonial en el que el automóvil de alta gama es el símbolo masculino y los abrigos de pieles finas en conjunto con los perfumes de las casa más famosas del mundo, zapatos elegantes, bolsos, relojes y pulseras que adornan un cuerpo trabajado en el gimnasio y pasado por el quirófano, enmarcan del modo de vida de estos aparentes privilegiados por la vida. Compartir tardes de juegos o tertulias en elegantes lugares para hablar de sus penas e inquietudes y paliar su vida falsa y vacía es la costumbre de las mujeres esposas de quienes pertenecen a esos círculos cerrados y antipáticos del jet set mundial.

Pasar vacaciones en lugares de moda, preferiblemente en islas distantes del ruido citadino, con hijos incluidos y lugar de encuentro de sus pares, es el ocio practicado por quienes además de fortuna poseen o creen posees status, carisma y prestigio sociales. Se ufanan de llevar una vida superior a la de la realeza y en realidad más mundana que la de princesas y reinas. Se muestran en revistas de chismes o en programas de televisión mientras que otros de más bajo linaje han de contentarse con practicar narcisismo social o través de las redes sociales. Pero ni la vida del ejecutivo es color de rosas, ni la de mujeres y hombres de alta clase son dignas de envidiar. A ellos quieren parecerse y sus vidas imitar centenares de miles de personas de hoy, arrastrados y embrujados por esa burbuja de felicidad falsa que pretenden vendernos los apologistas de los ricos, bellos y famosos, aglutinados en periodistas de farándula, modistas, programas de radio y televisión de chismes y cotilleos, que además de agradarles les resulta un negocio próspero. El trato dado por estos ventiladores de vanidades, superficialidades y vida ociosa a sus íconos los endiosa a la vez que sirve de delimitación de clase con otros que no pasan de ser vulgares imitadores. La jerarquización que le permite al de alta clase creerse y sentirse respetado, admirado, y servido, pero también odiado y envidiado, juega un papel en esa lucha de egos, posiciones y distinciones que es la vida de quienes se presumen individuos exóticos, aves raras, singulares, únicos e inimitables. La categoría y estilo que se ufanan tener no es más que un papel en la comedia de la vida que en la historia de la humanidad siempre ha existido.

¡Pobres de aquellos que deslumbran por esta vida frívola, hueca, huera, vacía y patética!