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Cerca de mil músicos han viajado desde todo el litoral pacífico hasta Cali, durante dos décadas, para hacer parte del Festival Petronio Álvarez, que ha enaltecido a toda una cultura, a su música y a su raza.

Cuesta creer que en Barbacoas, Nariño, hacia 1730, misioneros franciscanos quemaban las marimbas frente a los ojos de la población negra. Los bundes y fandangos, también prohibidos en la época de la Colonia, eran satanizados por la comunidad eclesiástica bajo la amenaza de excomunión y solo hasta mediados del siglo XlX, después de la abolición de la esclavitud, han sonado con el ímpetu con el que han llegado al tercer milenio y hasta los escenarios del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez.

La música fluye con tal naturalidad en este litoral, que los niños del Chocó, Cauca, Valle o Nariño, comienzan a bailar, cantar o a tocar marimba, tambores o redoblantes inclusive desde antes de aprender a hablar o a escribir. Esta tradición que venía se ha conservado por los descendientes de personas que fueron esclavizadas y que se instalaron en estos departamentos ahora suena libre a la orilla de los ríos en las voces de cantadoras, campesinos y pescadores.

Desde hace 20 años, como lo hicieron esta semana, cerca de mil músicos se desplazan desde 20 municipios del litoral pacífico (desde los más centrales hasta los más recónditos y selváticos) por río, tierra y aire en recorridos de hasta 24 horas para llegar a Cali, a celebrar el más grande festival en el que las raíces africanas se extienden y atrapan hasta a quienes no llevan ese ritmo natural en la sangre.

La marimba de chonta, uno de los instrumentos más emblemáticos de esta región, es una adaptación del balafón, instrumento de África Occidental, de más de 800 años, construido también con madera, pero cuya resonancia no se genera con cilindros de guadua o bambú, como la construida en Colombia, sino con calabazas de diversas formas.

El llamado Piano de la Selva, consiguió en 2011 el reconocimiento de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, así como los cantos del pacífico, el Arrullo, el Currulao o el Chigualo, que las cantadoras han transmitido de una generación a otra, en una cultura que lleva la música no solo a las fiestas sino a sus rituales a santos o hasta a los mismos velorios.

Colombia tiene la tercera población negra más grande del continente americano, tras Estados Unidos y Brasil. El litoral pacífico cuenta con tres de los cinco departamentos con mayor porcentaje de afrocolombianos Chocó 82%, Valle del Cauca 25% y Cauca 22%, por eso este festival de música es toda una impronta del orgullo de una cultura.

En los últimos años, el encanto de estos ritmos y voces del pacífico se han vertido desde los ríos Atrato, Guapi y Timbiquí por muchos afluentes: desde internet hasta múltiples escenarios de Colombia y el mundo. Herencia de Timbiquí, ganador en el Festival Viña del Mar; Iber Gómez en el Teatro Colón; El Brujo, Gualajo y Hugo Candelario en escenarios de Colombia y Europa, lo mismo que el Choc Quib Town, que luego de ser invitados inclusive a festivales de rock y siendo ganadores de reconocimientos como los Grammy, compusieron un tema que se volvió himno de este litoral: “Somos pacífico, ¡estamos unidos!, nos une la región, la pinta, la raza y el don del sabor”.

Una de las “embajadas” de la música del pacífico es una casa de madera que de lejos pareciera a punto de derrumbarse. Sostenida como por arte de magia sobre unas delgadas vigas enclavadas bajo el río Guapi, es el hogar de Los Torres, (al que pertenece Gualajo el reconocido Pianista de la Selva) familia que se ha dedicado a elaborar marimbas y cununos (tambores) por todo un siglo. El espacio donde duermen es pequeño, porque allí la reina es la música: la sala de la casa no tiene televisor, ni comedor siquiera, está llena de marimbas y tambores. Cuando empiezan todos a tocar, la casa tiembla. Y no es una metáfora: ¡Tiembla! Pero nadie parece preocuparse. Por el contrario, se adentran en un trance del que nadie los saca. El mismo al que se abandonan sin reparo los centenares de espectadores y músicos que han llegado en 20 años a Cali a celebrar su más importante fiesta. Con el ímpetu propio de una raza que después de muchas luchas y diferentes formas de esclavitud y exclusión, canta y baila con su mayor tesoro: La libertad.