Cacharrear en las redes es hoy el modus operandi de todo. Te das una idea de la persona por cómo figura en sus redes sociales. De hecho, empleadores las revisan para perfilar a sus candidatos. Así las cosas, ‘stalkear’, vigilar, chequear el perfil de otro se volvió el Todo. Mirar si actualizó su estado, si cambió su foto, si saludó a alguien, si le puso ‘Like’ a esa publicación controvertida; todo hace parte del mundillo mentiroso. Llámese Instagram, Facebook, LinkedIn, Twitter todas, a su estilo, mienten.
Y si miramos nuestras propias redes el panorama es el mismo. Es triste. Es hostil. Es soberbio. Es absolutamente ficticio.
Utilizamos eso de lo que carecemos para mostrar un armatoste de mentiras. Un castillo de naipes que cuidadosamente construimos para ponerle el look perfecto, el filtro ideal a algo que no es verdad. La familia fastuosa, la vida magnífica, el momento que nos deja sin respiración captado en un cámara. Todo ese esfuerzo por evidenciar, por querer hacer ver algo tan irreal, me resulta no solo ilógico sino lamentable. Entonces, la existencia pareciera no más que una manzana podrida pedaleando por maquillarse y esconderse.
“Nunca le crea a la miel pública”, algún día me dijeron. Y no puede ser una frase más cierta. Con el tiempo me fui dando cuenta de cuán mentirosas eran las vidas –al menos virtuales– de mis amigos. Me di cuenta de que las redes sociales no son más que una quimera. Una burla a nuestra imagen. Una maraña de historias que se cubren de verdad y que enredan hasta el punto de engañarnos en formas de razón.
¿Ante la duda? Hoy prefiero ver las redes como el medio y no el mensaje. Le rescato que es una forma de hacer desaparecer las barreras del espacio, del tiempo; que es un generador de masas para consumir determinado contenido, que es un parlante muy poderoso para hacer llegar mensajes anónimos. Que nos acerca pero, al final, también nos aleja.
Las redes son una ilusión, un sifón para muchos, una cloaca para otros, el canal predilecto para lanzar balas, para entregar las raciones de horror a las que ya nos hemos acostumbrado y para mentir con vidas pseudoperfectas.
Ya no me resulta tolerante esa sarta de mentiras. Ya no dedico ni un minuto de mi vida a procastinar consumiendo farsas. Me he aferrado a los libros, a la ficción no disimulada, a las conversaciones con cámara (porque en pandemia todo sigue siendo virtual), a poder ver, tocar, oler a las personas desde la realidad que mis sentidos permiten.
Extraño los abrazos, las miradas sinceras, las risas no expresadas como “jajaja” o “LOL”, las emociones no representadas en emoticones.
Extraño y por eso escribo, y por eso leo, y por eso declaro que la vida real no es esta.