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Aguacero


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AGUACERO: Jorge Muñoz Cepeda, columnista de El Heraldo.

A veces el cielo se venga. Se ennegrece y oculta la luz, como si quisiera recordarnos que el aguacero que se viene es un escarmiento merecido, una expiación de alguno de nuestros pecados de transeúntes. Y luego, llueve duro.

Mientras toda el agua del mundo lava las aceras y las fachadas y los espíritus y las cabezas escondidas, Bogotá nos ofrece una oportunidad de redención, escondida en la quietud de los que esperan largamente el cese de las ráfagas. Cuando el cielo se oscurece, antes de que caiga la primera gota, me apertrecho en la mesa habitual del café de la esquina, en el lugar preciso desde donde puedo observar el desfile de paraguas. Allí, en mi rincón de Chapinero, espero a que el milagro ocurra.

Sé que no escampará pronto y que mi espera será recompensada; por eso no apuro el tinto de la paciencia, puedo darme el lujo, como pocas veces, de dejarlo en la mesa y llevármelo a la boca cada tanto, mientras disfruto del aroma evocador del campo ya olvidado. El golpeteo incesante del agua en la marquesina es la banda sonora que anticipa la imagen que se avecina, mi regalo, mi premio inmerecido.

A las cinco, la tarde es propicia y esa luz única que proviene de los cerros en invierno convierte a la calle 60 en el escenario perfecto; ya no miro a mis compañeros de refugio y he olvidado en la mesa a la taza de café, ya casi vacía. Ahora mi mirada se concentra en la ventana, en la calle por la que se precipita la multitud que no quiere mojarse.

Entonces es cuando ocurre. A lo lejos, en un instante de maravilla, la veo caminar hacia mi en cámara lenta; ha renunciado a escapar de la tormenta y exhibe su cabello mojado como un trofeo pegado a su cabeza; es ella, la que no se cubre, la que no corre, la criatura empapada que es distinta con cada aguacero. Ayer fue una espléndida negra del Pacífico; el día anterior, una sonriente rubia de ojos pardos; hoy, el milagro camina frente a mi rincón de vigilante, encarnada en una alucinante trigueña del Caribe, que camina despacio, exhibiendo su elegancia emparamada.

Cada invierno, cuando el cielo se venga, esta ciudad incomprendida e irrepetible me promete una visión de locura, una manifestación de la belleza, en forma de una desconocida mujer bajo la lluvia.

Esa es la Bogotá que yo quiero.

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