En Colombia a diferencia de otros países cercanos, casi todo lo malo que pasa, se sabe. Como ejemplos: sabemos pronto sobre las masacres y sus diversos autores; también sobre los horrendos falsos positivos; sobre la compra o trasteo de votos en época electoral; sobre los estragos de la corrupción llevados a ámbitos inimaginables y a transgresiones de límites nunca supuestos.
A los observadores externos les debe sorprender cómo se cuela de fácil lo que se inició oculto, y como se divulga sin reservas lo que podría ser motivo de escándalo. Y muchas veces ese escándalo se genera, se cuenta, se publica y pocos días más tarde, va a dar a la cesta de un extraño olvido. Muchas noticias que producen estupor, se oyen o se leen una sola vez; nunca más se vuelve a saber algo sobre ellas. Todas las señales apuntan a que muchas veces, después de contarlas, no pasa nada.
Sucede con tanta frecuencia el fenómeno descrito, que hace imposible que pueda dejarse pasar sin al menos un comentario, sin un llamado de atención, sin proponer algunas hipótesis que le den fundamento a este extraño fenómeno social.
Una de ellas, la costumbre como peligrosa manera de adaptarse, de sobrevivir entre tantas expresiones de violencia, de abusos, de crueldad e indiferencia. La costumbre es una piel bajo la piel, elástica en su primer momento, e impermeable después, donde el ser viviente acusa el impacto y rápidamente se cierra sobre sí mismo borrando el recuerdo. La costumbre al lado de su elasticidad, también es impermeable; a fuerza de ser impactada por sucesos de dolor o de angustia o de rabia, se rinde y cierra sus poros más y más, haciéndose un tejido impermeable, preservado de cualquier penetración que pueda alterar la indiferencia que mantiene el equilibrio.
En Colombia el que todo se sepa fácil, no es expresión de transparencia democrática. No es una manera de alertar, de llamar la atención para buscar correctivos o sancionar culpables. Es tan débil, tan poco eficiente la justicia nuestra, que esa misma inoperancia y lentitud perversas, producen el efecto paradójico de poder contar o presenciar atrocidades, sin que pase nada.
Nuestra sociedad ha perdido su capacidad de reacción; los resortes de la solidaridad están dormidos o gastados: no operan, no reaccionan con lo que los ojos ven o los oídos oyen.
Nuestra sociedad ha perdido la confianza en sí misma, en el valor de sus protestas, en la fuerza de la unión; en la legitimidad de pedir justicia, seguridad, equidad, paz.
Peor aún, medios de comunicación tan penetrantes como la TV, se solazan y se enriquecen con producciones magistrales en horarios privilegiados exaltando y hasta ensalzando los detalles de personajes tan sociopáticos como los capos del narcotráfico, y otros delincuentes o perturbados que serían motivo de repudio y de vergüenza si cayeran en conciencias más sensibles, menos preservadas a base de dolores no resueltos o injusticias nunca reparadas, que acaban por cambiar la piel por un corteza impenetrable y dura.