El Museo del Prado inaugura la exposición sobre el artista naturalista Juan Fernández, muy poco conocido en el ámbito artístico, pero cuyas escasas obras fueron altamente apreciadas por los monarcas del siglo XVII.
“Acuérdese de enviar al rey las uvas pintadas que el pobre diablo ha hecho para él”, escribe el embajador sir Francis Cottington a su sustituto en Madrid, sir Arthur Hopton. El pobre diablo era el pintor Juan Fernández ‘el Labrador’, un artista naturalista del siglo XVII de orígenes campesinos, especialista en pintar racimos de uvas. El rey era Carlos I, uno de los grandes coleccionistas europeos del momento, que se encaprichó con aquellos bodegones españoles en los que se representan aislados y suspendidos en el espacio racimos de uvas. Cottington fue uno de los más fieles defensores de la obra de un pintor español completamente desconocido y muy apreciado en la corte inglesa.
En la breve exposición que inaugura el Museo Nacional del Prado dedicada a la figura y trayectoria de este hábil y desconocido maestro de la copia literal de la realidad, se recoge la práctica totalidad de lo que se considera su obra: 11 pinturas de 13 catalogadas a su nombre. No han podido viajar las dos que faltan, entre ellas la única que está firmada por Labrador, en manos de un coleccionista holandés que no quiere prestar, que revela su posible analfabetismo. Ángel Aterido, comisario de la muestra y especialista del siglo XVII, explica cómo la firma yerra al tratar de escribir su propio apellido.
El resto de obras son atribuidas a este “enigma envuelto en misterio”, y perfecto “desconocido” en la historia del arte, son atribuciones por comparación. De hecho, una de las pocas observaciones documentadas que se han conservado hasta nuestros días sobre su persona es esta con la que, en tono muy despectivo, el noble inglés se refiere a un inferior en la escala social.
Sin noticias del campesino
La joya de la corona es el cuadro que ha cedido la reina Isabel II de Inglaterra de su colección. Es un bodegón con uvas, membrillos y frutos secos, que pertenece a los fondos reales ingleses desde hace cuatro siglos y es, sin duda, la cumbre del bodegón de este pintor redescubierto. El cuadro llegó a Gran Bretaña en torno a 1634 para satisfacer el gusto de Carlos I, en una composición clásica del cesto de frutas, en un tono otoñal. “Se vale del enfoque íntimo y del contraste claroscurista característico de sus bodegones”. Los golpes de luz sobre los membrillos delatan a un fino seguidor de la realidad literal y del que no conocemos tampoco nada de su formación. “Sabemos lo que nos dicen los cuadros más que lo que nos dicen los documentos”, resume el Ángel Aterido.
Las uvas del Labrador son de un tamaño doméstico, pensado para decorar la privacidad de las casas de los nobles que se las encargaban a este personaje misterioso de los alrededores de Madrid. Sus clientes ingleses fueron más exigentes y le pidieron flores. El ejemplo que conserva El Prado fue confundido con obra de Zurbarán por su entonación y la sencillez del motivo. Pese a su habilidad con las flores, éstas no debieron ser tan abundantes como otros motivos. Como las buenas naturalezas muertas, las uvas del Labrador resucitan victoriosas al silencio y la oscuridad de la que se desprenden en sus cuadros. No son tan exquisitas ni tan tentadoras como aquellas que hicieron bajar de los cielos a los pájaros a picotearlas, engañados por el pintor griego Zeuxis. A las del Labrador acuden las moscas.
Tomado de ElConfidencial.com