Caribe, un caldero sabroso, sonoro y místico

Por: Alex Quessep


Mi relato es callejero, de caminos recorridos. Vivenciado y recordado por la espontaneidad de la memoria desprevenida.

La palabra Caribe, trama, embruja, envuelve, deleita, inspira, relaja y convida a todos aquellos que nos permitimos el placer de lo cotidiano. Se observa en la cadencia de las caderas de una mulata al andar y la abundancia de la palangana de una negra rebozada de alegrías y turrones portada sobre su cabeza como corona de placer y destierro. Su canto venido de otras tierras sabe a coco y anís. En el mercado el caos colorido exhibe todo y alimenta el sentir con la dualidad de forma y jerga…

En los Montes de María se escucha un tambor que retumba hasta los huesos y despierta emociones. La gaita y el pito atravesao cantan desde el vientre de la tierra su melodía de caña dulce y jugosa. El acordeón con sus notas seductoras y altaneras vuela con los gavilanes sobre el antiguo valle del cacique hasta la península de palabreros y princesas.

La alborada despierta a las sabanas de Sucre y Córdoba. Campo adentro el olor a café mañanero cubierto por un cielo de humo limpio empieza a jugar con la luz entre el bahareque. Recinto entreabierto que guarda de manera sacra la cocina. Los cantos lejanos y extintos de los vaqueros arrean el ganado preñado de fertilidad. A paso de mula recorro caseríos alumbrados por la penumbra de una vela. Galleta de maíz con panela y horchatas acarician mi estancia. Me espera un pedazo de tierra poseso por el mar. El golfo del Morrosquillo me recibe al atardecer con sus cálidas aguas, la plenitud de sus palmeras y la presencia magnifica y estrepitosa de las marías mulatas. En buque de mercaderes llego a la Isla olvidada con sus mares de cristal tendidos sobre arenas de luna llena. Su mirada abierta nos hermana con el gran caribe en su papiamento y sabrosas viandas de cangrejo negro, caracol pala y cerdo, suavizados con musa, bami y dumplings.

Bendito caldero desgastado, desterrado y amado por incitar al placer en jugosos guisos maternales, dulzones por la seda del coco que abraza al paladar y lo sorprende con notas de comino, ají y pimienta dulce.

El extasié del mongo-mongo o calandraca (como le llama mi madre) me deleita en la magistral conserva que se cocina lento, su sabor acentuado y añejo exalta las mejores frutas en un solo bocado. A lo largo de un camino destapado cubierto por una bóveda de frondosos árboles llego a Colomboy. Su Panela amable y melcochuda me recibe. Un sorbo entreverado de chocolate de maíz Cariaco me convida a morderla sin afán. En hora y media de camino aparece Betulia con sus Diabolines elaborados con almidón de yuca y queso pasado de días, consentidos en un instante por el calor purificador de la leña y el horno de barro. El infante que nos alberga resucita cuando estallan en la boca con un apretón de muelas que descubre su crocancia y come hasta la saciedad…

Sigo al norte, voy por el Friche guajiro con su sabor gustoso, como si sus presas extrajeran el jugo oculto del desierto. Atardece en lila con las arepas de Chichiware enternecidas por el queso cremoso que las complementa. Con el don de la ubicuidad que tiene el recuerdo llego a Palenque. Me espera libertario con su Boronia, cuyo origen deriva del árabe Al’boroni que significa berenjena. Al medio día el Hígadete casi olvidado, también canta en lengua afro, representada en un delicioso potaje que conjuga sabores dulces y salados. En una legendaria canoa navego el Magdalena rio arriba. Bocachico en Cabrito y Mojarra frita delinean los pueblos ribereños. Las 4 fiestas anuncian a Curramba.

Un suculento banquete me recibe. El Arroz de Liza estacionario e Itinerante, es cocinado en una gala vestida de guiso, ají topito y aceite achotado, tatuado con el carácter del pescado salado y seco, la gratuidad de la brisa y el astro rey.

Con la vista perdida en estado de ensoñación aparece un mapa con la variedad de bollos que guarda nuestra región. Permanentes, invisibles y dignos, se acomodan en cualquier esquina callejera o caminan largo para saciar el hambre o acompañar la más suntuosa vianda.

Cada bollo representa una pieza única y artesanal de trabajo familiar y comunitario que exalta la relación hombre-tierra. Los hay de maíz dulce, coco, batata, yuca, plátano, guineo manzano, arroz, millo, y variedades menos comunes y más profundas en su sabor como el cafongo, poloco, chocliao, y relleno.

Bien temprano cuando el “mono” apenas se pronuncia, el horizonte se inclina ante la sierra de brazos extendidos y protectores. En su arribo me detengo en Ciénaga. Guineos pasos, pesca fresca y mariscos son el oasis del camino en la ruta a la montaña sagrada. Lugar inmaculado que conjuga en su microcosmos todo lo bueno, bello, sublime, despampanante y terrenal que se pueda imaginar. En ella, natura se desnuda en mares coralinos y arroyos empedrados. Su alma se dibuja en la historia andante de antiguas civilizaciones. Los 4 pueblos que la habitan, guardan los secretos del universo tejidos en su verbo sabio y silencioso, simbiosis panteísta con la madre naturaleza. Desde el pico más alto de la nevada, casi ausente de blancura, la vista vuela a cielo abierto y contempla…

Una región marginada por propios y ajenos, de puertas abiertas en su vieja y decadente casona alucinada de progreso. Recibe al forastero desprevenidamente con generosidad y un buen plato de comida. Solidario con su prójimo. Pragmático en sus ecuaciones. Prejuicioso y conservador, se disfraza con aparente y ostentosa liberalidad. Narciso en saberse magno. Ingenuo en creerlo todo, especialmente si la voz es extranjera. De silencios profundos y melancolía enmascarada de sonrisa. Señorial como el porro, vibrante como el mapalé, sutil como la cumbia. Seductor en un fandango olvidado sin pretensión de espectáculo, con su círculo abierto al pueblo, sin tarimas, ni boletos. De sombrero, machete y mochila desgastada por el uso. De humildes polleras remendadas. De velas encendidas, espermas goteantes, cayena, coral y guapirreo.