Tras el fracaso del plebiscito del 2 de octubre, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos inició febriles negociaciones a tres bandas con el ánimo de revivir el proceso de paz. Mientras en Bogotá se reunían los líderes de la campaña del NO con el presidente y sus asesores, de forma casi simultánea el equipo gubernamental encabezado por Humberto de la Calle mantenía en La Habana conversaciones con los máximos dirigentes de las FARC. De este modo se alcanzó un nuevo acuerdo que está pendiente de dos cuestiones fundamentales, por un lado la aprobación de quienes se habían opuesto al tratado anterior y, por el otro, la refrendación bien sea legislativa o bien popular de lo nuevamente acordado.
Los cambios producidos en los acuerdos son profundos y no meramente cosméticos, como se había podido pensar inicialmente. Las FARC cedieron en todos los puntos salvo en lo relativo a la elegibilidad política de sus integrantes, incluso aquellos condenados por la justicia. Desde la perspectiva de las FARC, restringir su acceso a la vía electoral habría supuesto considerarlos meros “criminales” y no “rebeldes con causa” como insiste repetidamente su “relato”.
Para el gobierno, los nuevos acuerdos han modificado 56 de los 57 ejes temáticos en los que se organizaron las 410 propuestas de los líderes del NO, lo que supuso incorporar el 80% de las observaciones recibidas. Los cambios introducidos abordan cuestiones muy diversas, como la justicia transicional, la propiedad de la tierra, el enfoque de género o el papel de las distintas administraciones del Estado. Inclusive se reglamenta de un modo más preciso el paso de las FARC a la vida política y se establecen mayores controles para hacer efectiva la transición de la lucha armada al enfrentamiento dialéctico.
En este sentido destacan las menores facilidades que tendrá el grupo guerrillero para obtener actas de diputados y senadores, su desvinculación de ciertas instancias de control que funcionarían durante el post conflicto, como la Comisión de Garantías de Seguridad, y la obligación de entregar un inventario detallado de sus bienes antes de que culmine la entrega de armas. Este último punto es fundamental ya que de otro modo no podrían acceder a los beneficios de la justicia transicional y se vería gravemente condicionada su participación política futura.
El gobierno tiene en sus manos tres mecanismos para sacar adelante el nuevo acuerdo: su aprobación por el Congreso, la realización de un nuevo plebiscito o la celebración de Cabildos Abiertos a lo largo del territorio nacional que discutan y aprueben lo acordado en La Habana. Muy probablemente, tras el susto impensado de la anterior consulta, se opte por la vía parlamentaria, que ofrece mayores garantías al Ejecutivo.
Por ello, el principal escollo para el cierre de este capítulo en la larga marcha hacia la paz en Colombia es la postura de los defensores del NO. Si bien se han recogido buena parte de las propuestas de los diversos grupos y se han dado mayores garantías a todos ellos de la legalidad del proceso, muchos de los cuestionamientos iniciales todavía siguen vigentes. Ninguno de los principales líderes opuestos al tratado anterior se han manifestado claramente sobre el nuevo, pero todo indica que tanto Uribe, como Andrés Pastrana o Marta Lucía Ramírez seguirán manteniendo su oposición de partida. Incluso, Uribe dijo esperar que este acuerdo no fuera definitivo, como si lo que sobrara, precisamente, fuera tiempo.
Este es uno de los puntos de discordia entre los principales defensores del tratado (el gobierno y las FARC) y sus detractores. Para los primeros la situación de los guerrilleros camino de su desmovilización comienza a tornarse insostenible, lo que podría comprometer seriamente el futuro del proceso. De ahí la conveniencia de cerrar definitivamente esta etapa de negociación y ponerse a trabajar en la construcción de la paz.
Si quiere sacar adelante los acuerdos con la menor oposición posible, al gobierno del presidente Santos le queda mucha tarea por hacer. Es evidente que no podrá aglutinar a todos detrás de su postura y que la idea de un gran Acuerdo Nacional, como propone Uribe, hoy por hoy es bastante difícil de implementar. Hay grupos que se oponen radicalmente a cualquier acuerdo con las FARC y que siguen argumentando que todo es una estratagema para conquistar el poder por medios electorales, al haberse cerrado la vía de la lucha armada.
Pese a ello, sigo coincidiendo con Héctor Abad Faciolince en sus profundas reflexiones (dirigidas a su cuñado) sobre el proceso y su conveniencia y en las ventajas de la paz frente a la guerra: “¿No es mejor un país donde tus mismos secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a los hijos de tus hijos, a tus nietos? La paz no se hace para que haya una justicia plena y completa. La paz se hace para olvidar el dolor pasado, para disminuir el dolor presente y para prevenir el dolor futuro“.