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Desmontar el “terrorismo”


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Durante la última década hizo carrera en Colombia el calificativo “terrorista” para referirse a la guerrilla. Continuar con ese discurso tiene implicaciones directas sobre un inminente proceso de paz.

Si una persona miente, ¿Su mentira la convierte en mentirosa?¿Mentir la hace una persona sin más características que su calidad de “mentirosa”?. Son preguntas que se pueden aplicar a la comisión de actos denominados “terroristas” y a quienes se les califica de la misma manera.

El uso de la palabra terrorista no es nuevo. Durante la Revolución francesa, Robespierre, figura icónica del proceso, legitimó el uso del terror contra la aristocracia como un método de justicia. Él mismo fue denominado “terrorista”. Luego, algunos ejemplos de grupos calificados así por los gobiernos en el siglo XX son la guerrilla de Pol Pot en Camboya en los 60 y las Brigadas Rojas en Italia, durante los 70. O, para ir más cerca, el IRA en Irlanda y la ETA en España.

La implementación de ese calificativo se extendió globalmente con el atentado de la red Al Qaeda, el 11 de septiembre de 2001, a las Torres gemelas en Nueva York, Estados Unidos. El gobierno de George Bush institucionalizó la palabra y dijo “o están con el terrorismo o con la libertad y la democracia”. Panorama difícil para quienes no concebían a los violentos como lo hizo él, como un juego de divinidades y demonios, de buenos y malos.

En Colombia, las consecuencias de esos hechos alteraron el desarrollo del conflicto armado. En ese entonces se adelantaban los diálogos de paz del Caguán. La falta de resultados en las negociaciones y el caos internacional que generó el anuncio de una cruzada internacional de Estados Unidos contra el “terrorismo” tensionaron el débil proceso. Más adelante, luego del fracaso de la zona de despeje, el presidente Uribe acuñó el término, la doctrina y el espíritu de la guerra de Bush.

Lo primero que hizo Uribe, desde su posesión en 2002, fue decir que las Farc y el Eln no eran interlocutores válidos pues, según él, en Colombia no existe un conflicto armado interno sino una “amenaza terrorista internacional”. Ese pronunciamiento, además de acabar con cualquier posibilidad de diálogo frente a los rebeldes, hizo que, legalmente, no fuera necesaria la aplicación del Derecho Internacional Humanitario por parte de las Fuerzas Militares. También, volcó a la opinión pública a legitimar la vía militar como la forma de acabar la guerra.

El término, la negación “del otro”

Según Jessica Stern, en su libro “El terrorismo definitivo”, el concepto tiene dos características que lo distinguen de las demás formas de violencia. “En primer lugar, el terrorismo se dirige contra personas que no tienen la calidad de combatientes, diferenciándose así de la guerra. Y en segundo lugar, los terroristas emplean la violencia con una finalidad bien precisa, que por lo general es la de infundir miedo al grupo elegido como blanco de sus ataques”.

No cabe duda de que las guerrillas colombianas, por error o premeditación, ejercen actos violentos contra los no combatientes. El secuestro, las minas antipersonales o artefactos explosivos en medio de bienes civiles, son algunos ejemplos. Sin embargo, la mayoría de acciones insurgentes están dirigidas contra la Fuerza pública.

El otro factor determinante es la finalidad de esos actos. Varios ejemplos: ¿Tumbar una torre de energía genera terror o es una acción que busca desequilibrar las finanzas y la operatividad del Estado? Los límites se desdibujan de acuerdo a quien lo interprete. ¿Poner una bomba frente a una estación de Policía que queda en medio de una población, busca atentar contra efectivos de esa fuerza o intimidar a los pobladores? Aún más, ¿La infracción al DIH la hace la guerrilla que pone la bomba ahí o el Estado que ubica a sus efectivos en medio de bienes civiles? El debate es álgido y difuso.

A la luz de la definición de Stern que, según los expertos es la más próxima a los acuerdos internacionales sobre la materia, la bomba del Nogal es una expresión de la violencia terrorista, al igual que la de Caracol Radio y, si se quiere, el ataque con rockets a la Casa de Nariño durante la posesión de Uribe Vélez. En su orden, los blancos fueron, “la oligarquía” (en palabras de las Farc), el periodismo y el mundo político. Todos ellos, civiles.

La conclusión es que el calificativo es, en gran parte, político. Legalmente, lo único que rige al conflicto armado es el Derecho Internacional Humanitario que, explícitamente, no tipifica el terrorismo pero sí las infracciones contra su articulado. Un marco legal que distingue muy bien a los combatientes de la población civil, a los bienes civiles de los militares.

El significado del término “terrorista” desconoce la capacidad política del adversario. ¿Para qué querrá dialogar una sociedad con quien tiene por finalidad destruirla o intimidarla? Para nada, su necesidad se resume en eliminar la amenaza y no en escuchar los argumentos del “otro” pues es él quien deslegitima los acuerdos que la sociedad ha hecho en su interior.

Es por eso que desde la perspectiva del discurso de “la amenaza terrorista”, en Colombia no se puede negociar el fin de la guerra. Los factores sociales, culturales, económicos y políticos que fomentaron el comienzo del conflicto y que, en su mayoría, persisten, se desconocen. La complejidad de una guerra cambiante e histórica se simplifica en personajes buenos y malos. Héroes y bandidos son los protagonistas del cuento.

Si el Gobierno, y la sociedad en general, desea ponerle fin al conflicto es necesario ser consciente de que, más allá del repudio que puede generar el uso de la violencia para conseguir fines políticos, en la guerrilla hay un interlocutor con posiciones políticas frente a la nación.

No es posible desconocer que algunas partes de la población de las zonas de colonización, esas que se volvieron visibles únicamente por la producción cocalera e incluso, sectores urbanos descontentos con el sistema político imperante, ven en las Farc una opción política.

Tampoco es posible desconocer de dónde viene este fenómeno que, sin duda, para los colombianos habría sido preferible no padecer. Existe, y es consecuencia de un desarrollo desigual que desprotegió a muchos.

Si es verdad que esta será la última oportunidad de hablar de paz, más vale dejar de poner las cosas en blanco y negro. No ayudará para nada desentender al otro negando su capacidad de dialogar. La paz debe ser el producto de un sacrificio que hasta el momento, pocos han estado dispuestos a hacer, escuchar la voz del otro para entender la propia.

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