No acompañé las marchas del 2 de abril porque el Centro Democrático es el único actor político sobre la faz de la tierra que se opone a la paz en su propio país.
Más allá de cuantos salieron a las calles ese día, no más de 120.000 en toda la nación, lo preocupante fue el surgir de una nueva modalidad de narco paramilitarismo ultraconservador, que adelantó un paro armado que el gobierno ni el ejército evitaron, confrontaron y derrotaron. Esto denota que dentro de las fuerzas de seguridad de Colombia hay miembros que no están con la paz sino con la guerra, por eso vimos un ministro de defensa en las nubes: sin autoridad, sin manejo, sin control y sin gesto: la guerra y los nuevos factores le pasan por el frente, no los ve, niega o minimiza.
Colombia está ante un nuevo conflicto que se alimenta de un desastroso proceso de reinserción paramilitar en los gobiernos de Alvaro Uribe, que se ampara en una oposición irracional a las negociaciones de paz en La Habana, y expresa un odio infinito y enceguecido a las guerrillas, odio, que no se expresa igual contra los paramilitares, que son, en aras de no entrar en inútil discusión, tan bárbaros como aquellos.
Este es el aspecto más preocupante de los eventos de la semana pasada, porque hay actores para los cuales la reconciliación no es funcional a sus intereses. Pero aún más grave, los medios amplifican y contribuyen al odio a las FARC y al ELN, pero no lo hacen de la misma manera con los paramilitares, y refleja la decadencia institucional, ideológica, política, económica y social en que ha caído Colombia: una especie de doble falsa moral infinita atravesada en la cosmovisión ciudadana, pero no en la campesina. En las encuestas que los medios corren periódicamente, ninguna pregunta sobre el paramilitarismo. Es hora de que Colombia se quite la máscara de la muerte, de premodernidad, de doble moral, y se exprese con sinceridad.
Los grandes medios, sobre todo los noticieros de televisión de las siete de la noche, muestran con grandes titulares los actos cada vez más esporádicos de violencia guerrillera, pero no muestran ni tienen estrategia para mostrar cómo las estadísticas de la guerra con la insurgencia, prácticamente han desaparecido.
Cuando el Secretario de Estado Kerry conversó con las FARC y les garantizó seguridad una vez se desmovilicen, es un mensaje que Colombia no ha querido leer en su verdadera dimensión. Fue directo al gobierno, a la clase dirigente, a las fuerzas militares, a los inservibles partidos políticos, a la injusta e inútil justicia, y palabras más palabras menos, van a venir por aquellos que persistan en la barbarie, porque se han dado cuenta que la narco confrontación de Colombia nuevamente se salió de madre, y no encaja en ningún juego geopolítico y geoestratégico.
A esta esquina del odio y de la anomalía, ya no la quiere, ni entiende, ni justifica, ni tolera ningún país del globo. Por eso, hay que apoyar los procesos de negociación. Multiplicar, sumar voces y hacernos sentir, a pesar de un presidente más frio que un tempano de hielo, porque el odio se está atravesando como vaca muerta en la cotidianidad, en toda conversación civilizada, y en todo acto político, de amor y reconciliación.
Presidente Santos, haga la paz, comience por el cese bilateral del fuego para que acabe con esta guerra, pero quítele a Colombia el fantasma de una nueva monstruosidad. Haga una fuerza política de unión verdadera por la paz y la modernización, no de foto, no para la cámara, no, para que la ciudadanía se levante y unida salga a las calles, plazas y redes por el fin de la guerra. Convoque presidente, convoque por favor.