Hoy los colombianos asistirán a un nuevo primer día en la búsqueda de la paz. En pocas horas, el gobierno y las Farc harán el anuncio formal del preacuerdo firmado en la Habana el pasado 26 de agosto, que marca la ruta de esta nueva apuesta política por cerrar el conflicto.
Los colombianos mayores de 30, 40 o 50 años tienen en su memoria el inicio de al menos tres procesos de paz en Colombia que no han cumplido su objetivo.
Es un día en el que se mezclan los sentimientos más profundos de una sociedad adolorida por la guerra. La paz, en el alma de los ciudadanos, parece una utopía, una mentira, un sueño.
Para muchos, todo ha ido de mal en peor después de intentar la paz, sin darse cuenta que la verdadera pesadilla es la guerra.
Esta vieja, amañada y mañosa guerra que se reacomoda en su sillón para ser más cruel y más traicionera con el paso de los años. Que se transforma una y otra vez para seguir clandestina para la mayoría de colombianos que nacen y mueren de viejos sin enterarse de que existe, o existió. Esta guerra, que mejor llamarla conflicto, se burla de la sociedad que con su espalda le ha dado el consentimiento para que siga su camino.
La guerra esta, que muchos ven sólo en las noticias, es de verdad. Cada día en algún lugar de Colombia, en alguna montaña o trocha, potrero, calle, barrio, ciudad, decenas de miles de soldados y de guerrilleros, ambos con la misma nacionalidad, el mismo origen, la misma desesperanza, se disparan a matar.
Cada día, miles de campesinos salen de sus tierras desplazados por combates, amenazas, o por la pobreza que les deja el paso de los armados.
Cada año, el país invierte miles de millones de dólares para comprar mejores bombas, las ametralladoras más acertadas, las más destructivas, los helicópteros más modernos, y los aviones más invisibles. Lo más de lo más, para ir actualizando lo necesario para mantener el pulso de la guerra.
Se hacen esfuerzos inimaginables para reclutar jóvenes que quieran ir a quebrarse la espalda entrenándose para defender la causa.
Al mismo tiempo, otros colombianos clavados en campamentos selváticos o en cualquier escondedero, han creado una organización en la que llevan una doble vida. Allí se han puesto un nombre falso, se han convertido en recuerdos fantasmas para sus familias. Hombres que ya olvidaron su juventud, se consiguen también millones de dólares a costa del trabajo de alguien, y compran municiones, granadas, fusiles, dinamita, plantas de energía, linternas, telas camufladas, plásticos, botas pantaneras, pilas, pruebas de embarazo. Todo lo necesario para sobrevivir como nómadas entre el monte para mantener vigente una especie de tradición de ser guerreros.
Si la que vivimos fuera quizá otra época de la historia de la humanidad sería exótico y sofisticado andar en juegos de guerra. Pero hoy nos hace un país acomplejado, avergonzado ante una mayoría en el mundo, que avanza en tecnología, en comunicaciones instantáneas, en ciencia, en medicina, en el cuidado del medio ambiente, en ampliar el conocimiento ilimitado y gratuito para empujar el desarrollo.
Antes de que la guerra siga campante cosechando éxitos, para matar más, dividir más, empobrecer más, desplazar más, humillar más, mutilar más, destruir más, hay que apostarle a su final.
De esto se trata el anuncio que el Presidente Juan Manuel Santos y las Farc hacen hoy ante el país. Ellos, como representantes de la guerra en esta sociedad, lo decidieron así.
Y es un nuevo día para empezar a exigirles seriedad, madurez, inteligencia y decisión para sacar a la guerra de su sillón, incomodarla y comenzar, una vez más a preparar su final.
Bienvenida la paz.