En el marco de los Encuentros Regionales para la Paz, Confidencial Colombia recogió esta historia de vida de una desmovilizada de las Farc. Una historia que resume varios años de guerra y el costo personal de la guerra. Una historia que puede ser la de muchos que aún continúan alzados en armas mientras el país está pendiente de la mesa de diálogos de paz entre el Gobierno Nacional y las Farc en La Habana.
Marcela* camina con parsimonia bajo el duro sol de Tumaco. La brisa marina juega con su pelo y las carpeta de documentos que lleva a la mano. Ella es una persona como cualquier otra que asiste al IX Encuentro Regional para la Paz, llevado a cabo en ese puerto nariñense. Sin embargo, su historia la diferencia de muchos que se encuentran en el auditorio escuchando los avances en el proceso de paz de La Habana: Marcela es una desmovilizada de las Farc.
La historia de Marcela* es la historia de cientos o miles de guerrilleros de las Farc que terminan envueltos en una trama de la que es difícil escapar y que los marcará para toda su vida. Esta desmovilizada del Frente 29, que opera en la costa pacífica del país, estuvo cinco años en el interior de la organización guerrillera.
Su ingreso al grupo insurgente fue producto del azar y del engaño. Ella ingresó a la guerrilla cuando tenía 19 años. Había terminado su bachillerato y por condiciones familiares viajó a una zona del Bajo Patía por cuestiones de trabajo. Estando allá le robaron sus documentos de identidad y no pudo salir de esa región porque en ese tiempo había un control muy fuerte de la guerrilla que revisaba quién estaba indocumentado y quien no y así investigaban a sus familias.
Cuando se intentó desplazar le dijeron que no podía salir hasta que confirmaran quién era ella y qué estaba haciendo allá. Viendo que su salida se dilataba entró a trabajar como mesera en un hotel. Estando en ese trabajo conoció a un hombre que primero se hizo su amigo, luego tuvieron una relación amorosa. Durante ese tiempo el hombre le ofreció ayuda con la situación de sus documentos.
Un día cualquiera del año 2001, Carlos*, el hombre con quien sostenía su romance le dijo que debían salir del pueblo cuanto antes porque los paramilitares iban a atacar la población. Empacó sus pocas pertenencias en un costal y corrieron hacia un embarcadero en el que una panga llena de hombres uniformados y armados los estaba esperando.
Al subirse en la embarcación Carlos le fue contando que él era miembro de las Farc y que como ella era su mujer corría peligro por cuenta de la toma que iban a realizar los paramilitares.
Después de un recorrido en el que la angustia se apodera de Marcela, llegaron a un campamento guerrillero en el que comenzó su vida como guerrillera. La movieron de campamento en campamento mientras investigaban su procedencia debido a las infiltraciones de mujeres de la fuerza pública y los paramilitares en las filas guerrilleras. Poco a poco le fueron encargando tareas bastante simples como comprar elementos para la remesa de los guerrilleros.
De esos mandados pasó a hacer inteligencia en las poblaciones cercanas. Armada de una pistola, Marcela se movía con soltura en medio de la población de la región ya que el hecho de haber estudiado, estar alfabetizada y ser atractiva evitaba que sospecharan de ella. Incluso, llegó a repartir volantes alusivos a las Farc en la terminal de transportes de Cali.
Lo malo de esa vida, según relata Marcela, es que se alejó de su familia y se padece enfermedades. Ella empezó a sufrir de gastritis debido a la falta de comida que los afectaba en varias ocasiones cuando el ejército los tenía cercados. Sin embargo, ella llevaba una vida “privilegiada” por cuenta de su relación sentimental con Carlos. Este era el encargado de las finanzas en el grupo en el que ella estaba y por cuenta de eso nunca le faltaba dinero. Incluso llegó a pensar en dejar la guerrilla en compañía de su compañero y tener algunos ahorros para sus vidas futuras. Sin embargo, las cosas no salieron como ella esperaba.
En un momento dado quedó embarazada. Su relación sentimental con este cabecilla le permitió llevar un embarazo regular sin que mediara la exigencia de un aborto. Al momento de cumplirse el tiempo de su embarazo debió remontar una cordillera y bajar hasta Palmira para tener a su hijo por medio de una cesárea. Tan solo 20 días de licencia le dieron en las filas guerrilleras y le tocó regresar con el riesgo de que los puntos de la cirugía se abrieran, como efectivamente sucedió.
Al despedirse de su madre y entregarle a su bebé recién nacido tuvo que contarle de su vida clandestina en la guerrilla. Eso hizo que se entera la mayor parte de su familia, incluyendo a uno de sus hermanos que posteriormente engrosaría las filas de “Los Rastrojos”. A pesar de ello no siempre estuvo separada de su hijo, en una ocasión cuando el bebé solo tenía ocho meses de edad su madre se enfermó de los nervios y no pudo cuidarlo más. Marcela debió ir por él y regresar al campamento acompañada de su bebé. Allí durmieron en cambuches improvisados en medio de la selva. Como resultado de esa situación, su hijo enfermó de varicela.
Pasado el tiempo y con su hijo en la casa de su madre, de nuevo, Marcela empezó a sentir el acoso de la guerra. Pasaba cada vez más tiempo en el monte y eso minó, aún más su confianza. La dura vida de los campamentos y la lejanía de su hijo, sumados a otro hecho desconcertante, fueron los detonantes para precipitar su abandono de las filas guerrilleras.
En cierta ocasión, en Guapi, se reunió con Carlos, su compañero, y su misión era acompañarlo a reunirse con alguien. Esa persona misteriosa con quien debían entrevistarse era un intendente de la Policía del puerto caucano. En esa reunión algunos mandos medios de las Farc y el intendente hablaron de negocios, que podían consistir en traspaso de uniformes, salvoconductos para movilizarse y el manejo de rutas de narcotráfico en el pacífico caucano.
Ese hecho la desconcertó porque no podía creer que se estuviera teniendo negocios con el enemigo. No podía creer que el conflicto interno en el que vivía, ya que su padre es un miembro retirado de la Policía, había sido superado por sus superiores por cuenta de unos cuantos billetes.
La decisión de desertar la tomó una mañana en que le dijo a un comandante del campamento en el que estaba en los límites entre el Cauca y el Valle del Cauca, que debía bajar a Iscuandé a enviar un giro a su familia. Como Marcela ya era de entera confianza no hubo problema en que saliera del campamento, e incluso le dieron viáticos.
A través de trochas y buscando colaboración de lancheros y transportistas logró salir de Iscuandé y llegar a casa de sus padres. Allí le contó a su madre que se había marchado de la vida guerrillera y acordaron tomar medidas urgentes. Se mudaron de casa y Marcela se comprometió a no salir de casa. Fueron tres meses en los que las paredes de la casa materna eran los límites del mundo nuevo que suponía ser madre.
Cierto día recibió una llamada de su compañero sentimental. Él la invitaba a Guapi a reunirse con él en el batallón del ejército ya que se había entregado. Marcela no le creyó y pensó que era otra celada como la que le había tendido cuando la hizo ingresar en las filas de las Farc. Sin embargo, la volvió a llamar, esta vez desde Bogotá y le dio indicaciones para tomar un avión y entregarse ante el ministerio de Defensa e iniciar una nueva vida como desmovilizada.
A su llegada a Bogotá notaron el gran potencial que como informante ofrecía Marcela. Sumado a esto estaba el hecho de que Carlos había sido el encargado de llevar la remesa al campamento en el que habían tenido secuestrados s los 12 diputados del Valle del Cauca. Por esa razón les pidieron ayuda para ir hasta la zona y dejar en evidencia la operación guerrillera. Pero algo los detuvo; el consejo de otros desmovilizados que les advirtieron que corrían el riesgo de que algo les sucediera en plena selva y los militares que fueran con ellas aprovecharan para anotarse un nuevo positivo.
La vida en las casa de seguridad no era nada fácil. A pesar de que les daban mercado, bonos de ropa y una suma de dinero cada quince días, a veces convivían en una sola casa de Bogotá, 7 familias de desmovilizados. Además, las secuelas sicológicas fueron profundas. Marcela empezó a sufrir delirios de persecución y a tener pesadillas en las que resultaba muerta en combate. Además, el asesinato de su hermano, que pertenecía a Los Rastrojos, la llevó a buscar venganza. Pero las amenazas en su contra por parte del paramilitar que lo asesinó, la disuadieron de continuar con esa tarea.
Cuando ya creía que su soñada vida familiar era una realidad, Marcela, decidió tener su segundo hijo con Carlos. Por esa mismas fechas, las Farc asesinaron a la madre de su compañero, como retaliación por esa deserción doble. Es así como él decide ir hasta Buenaventura para el sepelio de su madre.
Es en ese viaje que decide meterse en el negocio de la minería ilegal. Como minero le fue muy bien; le enviaba grandes sumas de dinero a Marcela que no pasaba afanes y vivía en medio de una calma chicha por cuenta de la tranquilidad económica y de la incertidumbre sobre el futuro de Carlos.
Con el tiempo, su compañero pasaba más tiempo en las minas y por eso decidieron separarse. El de su separación fue un acto providencial ya que en ese momento, Carlos estaba en problemas con paramilitares que lo empezaron a perseguir para matarlo. Todo ese drama terminó cuando ella encontró a un hombre de Barranquilla, técnico industrial con su propia empresa, que le ofreció matrimonio sin importar su pasado.
Así fue como llegó el momento esperado de ser madre y de pensar en ella. Todo fue cambiando poco a poco; se convirtió al cristianismo, cambió sus hábitos de vida y olvidó relación que había cambiado su vida en el pasado. Sin embargo, hacia el 2007 volvió a saber de Carlos. Había llegado a la casa de su madre, herido y ensangrentado preguntando por ella. Luego había desaparecido y actualmente está fuera del país, en donde no quiere que nadie sepa que existe, excepto ella por el vínculo con sus dos hijos.
Para Marcela el principal reto de haber salido de la guerra para regresar a la vida civil es haberse capacitado, haber estado comprometida con la educación que le ofrecieron pero darse cuenta que ningún empresario está dispuesto a recibir desmovilizados en sus empresas. Acerca del perdón, ella considera que puede pedirlo de manera protocolaria ya que no cometió ningún crimen de lesa humanidad, pero que a los únicos que sí les pedirá perdón por haberse metido a la guerrilla es a los miembros de su familia que sufrieron por cuenta de esa decisión.
Ella cree que lo que deben hacer las Farc es reunirse con la gente y socializar lo que se está negociando en La Habana. Así como los podían citar y convocar para pedirles dinero y adoctrinarlos, pueden hacer lo mismo para empezar a construir la paz.
*Nombres cambiados a petición de la entrevistada.