En la raíz del conflicto

La situación del Norte del Cauca, donde indígenas Nasa y fuerza pública protagonizan una batalla que llena de zozobra la región y tiene en alerta roja los servicios de urgencias de Cali, es la cara que cada tanto asoma para recordarnos que el de la tierra sigue siendo el verdadero problema no resuelto de Colombia. Frente a éste, todos los demás detonantes de conflicto son arandelas.

Este país que cree acercarse a la meta en la carrera del progreso y la globalidad, jamás va a avanzar si antes no se empeña en poner al día las zonas grises en el uso, la tenencia, la posesión y la propiedad de la tierra. Por siglos los linderos los ha trazado la ley del más fuerte, del que se imponga a rejo, a machete o a bala. Recordemos a los 4 niños masacrados hace un par de semanas en Florencia, y de ahí hacia atrás por siglos, y reconozcamos que nos cubre un manto de sangre del que no escaparemos si el Estado no invierte una alta cuota de voluntad política, y recursos, en su solución.

La paz de los fusiles silenciados que con tanto ahínco se trabaja desde La Habana puede poner fin al conflicto armado más largo del mundo, más de 5 décadas inventando formas de matarnos, pero tal vez de poco sirva para frenar los conflictos centenarios y cosmogónicos que se expresan en forma de batallas como la que se libra por estos días en Corinto y sobre la carretera Panamericana.

En La Agustina se mantiene la pelea entre indígenas Nasa que bloquean la carretera y el Esmad que reprime para permitir el tránsito entre Cali y el sur del país. Esta es la foto que el país empieza a ver, días después de iniciado el bloqueo a la vía; pero lo que no sale en esa foto, ocurre doblando a la derecha yendo de Popayán hacia Cali, en las fincas Quebrada Seca, Miraflores, Granadita y García del municipio de Corinto.

8 mil indígenas de 20 cabildos tomaron esos predios desde diciembre pasado. Como si la situación fuera “mamey”, el gobierno ha enviado en estos meses a varios delegados sin poder decisorio para pedirles a los indígenas que si, por favor, se retiran de las fincas ocupadas. Entre tanto, la comunidad tiene muy claro que su exigencia es el cumplimiento de un viejo acuerdo: la entrega de tierras a la comunidad como parte de la reparación por la masacre de El Nilo (1991) cuando muy cerca de ahí fueron asesinados 21 indígenas por una oscura alianza entre narcotraficantes y propietarios, debidamente ocultada por fuerzas del Estado.

El Norte del Cauca es el laboratorio de todos los conflictos, el canal y a la vez el escenario de la tensión social permanente, la ruta de lo clandestino, donde se mezclan las cartas de todas las barajas. Con linderos no trazados, líneas imaginarias móviles, conviven los indígenas Nasa con las comunidades afro; la minería ilegal y la ancestral; la agricultura expansiva de la caña, la del pan coger y la de marihuana; el narcotráfico y los intereses inmobiliarios y agro industriales.

La intensidad, o mejor la potencialidad del conflicto hoy, es la reclamación de los indígenas de las tierras bajas, las que son cultivables, las mismas sobre las que se extienden los cultivos de caña. Que las tierras para la reparación son montaña arriba, dice el Estado. Que hacia el páramo la tierra es escasa, de explotación minera y no apta para cultivos, responden los indígenas. En eso estaban cuando llegó el Esmad a desalojar y ahí sigue el enfrentamiento, una semana después.

Los indígenas piden frenar el desalojo y un diálogo con autoridades de alto nivel; el gobierno no tranza y cierra filas para defender a los ingenios, propietarios de las tierras en disputa. La solución parece esquiva a este conflicto, y el sur del país sigue mostrando su vulnerabilidad al depender de una única vía de acceso. Ojalá me equivocara, pero hay demasiadas evidencias que muestran que la raíz de este problema no tiene pronta solución.