Nadie nace aprendido, dicen por ahí. Ni todos tenemos las mismas habilidades, ni se espera que las tengamos, ni más faltaba. Pero en razón del ejercicio de una profesión u oficio, es claro que existen requerimientos para cumplir con la responsabilidad a cargo y, de acuerdo con las circunstancias, hay unos niveles de calidad esperados en el desempeño, esto es apenas obvio. Se espera que el médico haga con uno lo que le toca, bien hecho; que el ingeniero calcule bien el puente, que el chef sea exacto al apagar el fuego y que el arquero siempre tape el penalty.
Pero cuando se trata de los que van a tomar las decisiones que a todos nos afectan, y a ejecutarlas, aquello del rasero para escoger el buen profesional como que se nos olvida. Ser político no es una profesión, dirán, a la política llegan médicos, ingenieros, cocineros, futbolistas. Bueno, y si no es una profesión, ¿entonces qué viene siendo? ¿un don, una habilidad, un designio divino, un pasatiempo?
Ya comienzan a bullir las calderas de las campañas de octubre, los voluntarios y los contratistas están a punto de pegar el afiche y mostrar el slogan, mientras los jefes políticos prepagan las cédulas y aseguran los votos. Los candidatos y candidatas afinan el discurso y se acomodan en el partidor para ganarse el voto.
Apenas se de la largada este fin de semana, corren los tres meses de campañas políticas para las elecciones regionales del 25 de octubre. Estos son meses de promesas por la radio, de poses en los afiches, de mitines, trinos, chats y muros. 90 días para los tinos y desatinos de las campañas, para captar la atención y la intención de voto de la gente que, harta en su mayoría, observa con apatía el espectáculo. Si una campaña no está asegurada sobre votos comprados (como son algunas), la tiene difícil.
Además del interés por alguna dádiva, en Colombia como en el mundo se vota por alguna de tres motivaciones: afinidad, tradición o temor. Al voto por tradición, el que se aceita, sólo le pueden apostar las maquinarias; al voto por temor le apuestan los políticos de discurso apocalíptico y parecer mesiánico; así que a los candidatos que no tienen votos amarrados ni discursos polarizantes, sólo les queda apostarle a la afinidad, la más volátil de las motivaciones, una incertidumbre.
Afinidad con lo que transmiten la foto, el slogan y la promesa; con el tono de voz, con la simpatía o la confianza que despierta. No hay sustento que confirme que detrás de la campaña está una persona apta para ejercer el cargo para el que se le va a votar. Y ¡ay! que ver lo que se presenta en las elecciones locales.
Candidatos que no tienen idea de qué es una política pública, que no diferencian entre una orden y un derecho; que se envanecen viendo su foto pegada en un muro y no distinguen entre un memorando y un plan de desarrollo; zorros que transitan a sus anchas por el laberinto institucional y son maestros en mantener las clientelas que los acercan al botín.
Variopinto escenario en el que en el frenesí por el voto, los candidatos recorren barrios y veredas llevando unos ladrillos y tejas, otros meras promesas, a veces música y fiesta y en sólo en algunas ocasiones, una buena idea. Cuando llegan a los cargos para los que fueron elegidos, creen que haber sido votados los convierte en capaces de gobernar o de legislar, ejercen desde sus torpezas por cuatro años y todos lo padecemos.
Como los ciudadanos no tenemos elementos tangibles para verificar de primera mano la validez de la palabra del candidato, si realmente es sensata como aparenta y honesta como asegura, más nos vale afinar los sentidos. Hacer campaña tiene su ciencia, pero aun más la tiene escoger acertadamente por quién votar.