Aquí no hay moraleja, ni siquiera una pregunta suelta (…) en un flagrante acto de rebeldía de opinión, retomo como alivio para la pesadez, el cinismo y la aspereza de la guerra y la política.
Era un domingo cualquiera, a la hora del desayuno sin afán, cuando escuchamos el barullo. Unas tejas traquearon y retumbó contra las paredes traseras del vecindario un maullido múltiple, escandaloso, lastimero. Desde la ventana de la cocina vimos que dos gatos acababan de caer desde un tercer piso hasta un techo de eternit que hay en la parte trasera de una oficina, una casa de por medio.
El totazo del par de cuadrúpedos no fue gran cosa, no puso en riesgo ni una de las 14 vidas que estaban ahí gritando aterrorizadas, o adoloridas. No se veía ningún rastro de muro ni pedazos de teja, habían caído juntos (¿juntas?) desde el techo, un felino gris y otro negro, y ahora chillaban histéricos, en actitud ambos de ira e intenso dolor. En el brillo del pelo y la duración de las quejas se evidenció que el gris era un gato casero, pesado y muy asustado, mientras el negro era callejero, leve y sagaz.
Los gatos tienen 38 huesos más que los humanos, lo que les da la agilidad extraordinaria que todos hemos visto, su facilidad para saltar por los obstáculos y mantener el equilibrio saltando de muro en muro en las noches como quien corre por un potrero. Al parecer, por el ruido producido no habían caído de pie como cualquier político colombiano, con la habilidad que los caracteriza; sus cuerpos habían rodado hasta ahí sin atenuar el golpe, sin poder mitigar los efectos de su peso en la caída. Los gatos no se caen así como así, y menos dos al tiempo.
Después de unos minutos el gato negro dejó de maullar. Callejero y perspicaz, el negro comenzó a analizar la situación, recorrió el techo sobre el que estaba, analizó alturas y distancias. De pronto caminaba al lado del otro como diciéndole: “cállate ya imbécil y ayuda a salir de ésta”. El gris, consentido y casi obeso, le respondía a los gritos que seguía maullando porque alguien debía acudir en su rescate.
Durante el desayuno analizamos las razones por las que dos gatos pueden caer así. ¿Estaban jugando cuando perdieron el equilibrio ambos? Si uno de estos personajes accidentalmente se caía, ¿se botaría el segundo con él? Si había voluntad en la caída, ¿no habrían activado sus 38 huesos de más para calcular peso y distancia y aterrizar como solo ellos saben, amortiguando cualquier posibilidad de golpe?
Para caer tan aparatosamente solo encontramos dos posibilidades: o ambos intentaron cazar una misma paloma al vuelo, o estaban teniendo sexo cuando perdieron el equilibrio. Yo me inclinaba por la segunda explicación, y argumenté que seguramente la gris era la gata, que no se callaba porque el dolor del desgarramiento había sido aun peor en las improvisadas maniobras aéreas que le había tocado hacer en la caída.
El gato negro avistó el panorama, tomó medidas y calculó alturas. La única posibilidad de escalar estaba a unos 3 metros de altura, uno de esos respiraderos para los altillos que se convierten con el tiempo en palomares indeseables. Se alistó para el salto, estiró la cola, tensó las patas delanteras y se impulsó con las traseras hasta que, en el segundo intento de salto alto, casi se diría que en su segundo vuelo, alcanzó el cometido y quedó parado en el borde de un hueco que apenas si medía su tamaño.
Desde ahí miró hacia abajo a su compañera de infortunio que observaba sorprendida la maniobra (concordemos en que estaban en lo suyo cuando cayeron). Algo le comentó desde allá arriba pero obtuvo por única respuesta un gemido lastimero, así que dio media vuelta como pudo y se internó por el hueco, vaya uno a saber hasta dónde. No volvió a aparecer.
Viéndose sola, la gata gris se acostó sobre el tejado a maullar, y su lamento fue bajando de intensidad hasta convertirse casi en un ronroneo quejumbroso y desesperanzado.
Dos horas después del estruendo salimos de casa, y regresamos al caer la tarde. A esa hora ya no había ningún gato en apuros, gris ni negro. Aquí no hay moraleja, ni siquiera una pregunta suelta, esto que cuento es lo que vi un domingo y hoy, en un flagrante acto de rebeldía de opinión, retomo como alivio para la pesadez, el cinismo y la aspereza de la guerra y la política.