La justicia, esa cenicienta de los presupuestos nacionales que está llena de víboras que se pegan de un artículo para derrumbarla y de sanguijuelas corruptas que se chupan sus recursos, de las ramas del poder la más paquidérmica, esa misma justicia es la vía más expedita que en Colombia tenemos para hacer valer nuestros derechos.
Parece una paradoja, pero así es este país. En las aguas revueltas de las decisiones judiciales está el único camino hacia la vigencia de las promesas de bienestar e igualdad que nos plantea la Constitución. Por vía de tutela, millones de personas han podido acceder a tratamientos de salud, a pensiones de jubilación; por los fallos de la Corte Constitucional el país es más incluyente, más democrático, más respetuoso de las diferencias y más abierto a la comprensión de la pluralidad.
El fallo que declara ajustada a la Constitución la adopción de menores de edad por parejas del mismo sexo es uno de estos enormes pasos que la justicia nos permite dar como sociedad. Es histórico no solamente porque acaba con la odiosa discriminación que por razón de opción sexual vive enquistada en las leyes y en la sociedad, sino porque privilegia el derecho de los menores abandonados a tener una familia, a recibir amor y bienestar. El cien por ciento de los niños y niñas que esperan en los hogares del ICBF ser adoptados son hijos de heterosexuales que los maltrataron y abandonaron a su suerte. ¿Por qué negarles un futuro en razón de la manera como sus padres o madres deciden mantener sus relaciones sexuales?
Tengo a mi alrededor varios casos de niños felices, seguros y tranquilos que no crecen en familias “tradicionales”: viven con madres o padres homosexuales, abuelas solas, tías y primos, clanes fraternales en donde los progenitores no pudieron o no quisieron asumir la crianza. ¿Dónde están los moralistas cuando los hijos de madres solteras quedan a cargo de las abuelas, mientras ellas emigran a buscar destino en España, en Venezuela o en Estados Unidos? ¿Por qué se persignan frente a la posibilidad de dispensar preservativos en los colegios, y hacen cruzadas contra los derechos sexuales mientras las calles se llenan de niños pidiendo limosna a los que, eso si, caritativamente les lanzan una moneda en la esquina?
Desde uno de los primeros fallos de la Corte Constitucional, se dijo que “familia es donde están los afectos”: no existe una sola forma de estructura familiar, el hogar es el lugar donde las personas construyen vida en común y crecen juntas, no es un formato pétreo de hombre, mujer e hijos. Es el lugar donde se recibe amor.
Y así, como en el caso de la libre expresión de la personalidad, del derecho de las mujeres al aborto, de la no discriminación por razones religiosas, étnicas o políticas, es de la rama judicial y no del legislativo de donde emanan las decisiones que de a poco intentan convertirnos en una mejor sociedad. La justicia es ese lugar donde los ciudadanos guardamos la esperanza de encontrar la ruta más clara a la convivencia, porque la democracia es mucho más que la celebración de periódicos procesos electorales; es, con mayúscula, el sistema donde todos tenemos la esperanza de ser incluidos.
Tal vez por ese peso de la justicia en la normalización de la sociedad, es que cada 6 de noviembre es el día más triste de Colombia, como escribí en las redes. Una vez más los recuentos, el minuto a minuto de la Toma, los rockets del ejército contra el Palacio de Justicia, la voz desesperada del Presidente de la Corte clamando al Presidente de la República que cese el fuego, el partido Millonarios – Unión Magdalena por la televisión como un circo inocuo de la censura, el incendio que ya en la madrugada del 7 de noviembre consumía archivos y cadáveres.
Saltaron de inmediato los moralistas de todo cuño a increparme. ¿Y Machuca, El Chengue, la masacre de los diputados, el avión de Avianca, Bojayá, y el largo etcétera de la ignominia de la guerra, son acaso hechos menos tristes? me sacaron en cara. Cada colombiano carga su tristeza, me recordaron, y usted no puede discriminar entre masacres porque justifica unas y ataca a otras.
Ni justifico ni pretendo hacer un “escalafón del dolor” de la guerra en Colombia. El 6 de noviembre es el día más triste de Colombia porque llevamos 30 años esperando la verdad, recordando la sinrazón de una acción guerrillera pero, sobre todo, la brutalidad de una acción desmedida del Estado que rompió la institucionalidad, hizo vulnerable la democracia y nos condenó a años de silencio cómplice. Porque nunca más puede volver a suceder que un poder se imponga violentamente sobre otro, así sea en respuesta a una acción terrorista. Porque a la justicia se la puede criticar pero no desobedecer; temer pero no atacar, y mucho menos, desde el Estado mismo.