El reciente escándalo generado por el proceder del magistrado de la Corte Constitucional Jorge Pretelt, ha generado una ola de indignación profunda. Ana María Ruiz plantea sus consideraciones sobre una situación delicada para cualquier democracia. Opinión.
Entró como entran a las altas esferas del Estado los que saben que ahí está el botín, dando codazos disimulados, en este caso tras la sonoridad de su apellido costeño. Forcejeó para ser ternado a la Fiscalía, y lo logró; debió planear entre whiskies los favores que haría, un expediente perdido por aquí, un fiscal torcido por allá, pero en esa ocasión no lo logró.
Fue mostrado ante los nominadores como un “muchacho brillante”, con slogan de carro: joven bien preparado; rápidamente las revistas del jet set lo reconocieron como uno de los suyos, y reseñaron su ascenso a la cima y su presencia impecable en los alibabescos matrimonios cartageneros. Perdón, ¿Jorgito llegó a magistrado de cuál corte?
Quién sabe por qué Jorgito no dio codazos por el Consejo de Estado, donde se han movido los negocios más lucrativos de la justicia colombiana; hasta tocó crear una Oficina para la Defensa Jurídica del Estado, a ver si se protege a la Hacienda Pública de los vampiros que por ese lado chupan tan exitosamente. Jorgito tampoco llegó a la Corte Suprema, que ya no lo es tanto, donde los bandos se alinean entre los 23 magistrados y los negocios tienen una resolución, cómo te dijera, menos expedita y menos contundente.
Jorgito llegó a donde quería llegar, el lugar para cuadrar el negocio. Llegó a la cima, dirían los partners del business. Por encima del examen constitucional solo hay un nuevo examen constitucional, no le cabe apelación. Por ejemplo, esa es la razón por la que el procurador Ordoñez sólo puede pedirle a la misma Corte Constitucional que se retracte y eche a la basura sus fallos, a ver si obliga a que las mujeres no aborten o los homosexuales no se casen. Menos mal que, en general, esa caverna ahí patina.
Pero volvamos a la joyita que sigue guardada en el estuche de la desvergüenza. Desde el ventanal de su sala en Rosales debe estar viendo a Bogotá titilar en las madrugadas de insomnio. Las peticiones para que renuncie a su magistratura se han desgranado, primero dos de sus compañeros de la Corte, al final de la semana ya 8 de sus colegas opinan que no hay rastro que dignidad que lo sostenga en el cargo. Los ministros, los estudiantes de derecho, las universidades, los centros de pensamiento jurídico, se han aunado al coro: ¡Que renuncie!.
El portal La Silla Vacía contó el viernes que Álvaro Uribe Vélez estuvo en el apartamento de Jorgito la noche anterior, seguramente aconsejándole que no renuncie, vaya uno a saber mientras prepara qué defensa, qué artilugio a la sombra de la cadena delictiva que ahora se destapa.
Yo por supuesto no puedo decir que esa persona que escaló entre los nominadores bajo el régimen (¿gobierno?) de Álvaro Uribe Vélez, es inocente. Ni culpable. Pero lo que gritan los titulares da cuenta de la finura de joya que es este joven emprendedor disfrazado de alto magistrado.
Se indaga si unos predios de Pretelt pertenecen a campesinos desplazados; se cuenta que por un coletazo de este caso fue declarada insubsistente la directora seccional de Fiscalías de Córdoba; se comenta que en Santa Marta favoreció con un fallo la contratación del recaudo de la ciudad que trajo ganancias descomunales para la empresa adjudicataria; y así, perlitas finas como esas, varias.
Los fallos de la Corte Constitucional son debatibles, podemos o no estar de acuerdo con ellos, pero se cumplen. El poder de los 9 magistrados que ostentan la última palabra en la interpretación de la norma mayor es de enorme trascendencia, con sus fallos regulan a la sociedad colombiana, Constitución en mano. Gracias a su poder, millones de personas han visto ampliados sus espacios, reconocidos sus derechos y, por qué no, podemos decir como sociedad que gracias a muchos fallos de la Corte Constitucional nos sabemos en un país con esperanza.
Pero Jorgito, y antes de él Escobar Gil, llegaron hasta donde tocaba para manosear la poca dignidad que le queda a la justicia colombiana, el examen constitucional. Valiente el colega de Pretelt, Mauricio González, que denunció el caso ante la instancia correspondiente, la Comisión de Absoluciones, y este desmadre se hizo público. Menos mal aun tenemos dignidad y al conocer el caso el país entero le está diciendo a la sanguijuela que deje el cargo, y aunque su juez natural en la Cámara de Representantes lo absolviera, la sanción social ya quedó impresa, ¡Que renuncie!. Sólo nos falta saber por qué el único que le aconseja lo contrario, se escabulle en las noches para susurrarle al oído a su recomendado que aguante, que la cosa todavía tiene arreglo.